El embrollo de la crisis económica. Algunas aclaraciones necesarias
La idea de una sociedad en la
que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen
del interés pecuniario es esencialmente repulsiva.
John Stuart Mill
La gran masa de la humanidad
está formada por admiradores y adoradores y, lo que me parece más
extraordinario, con mucha frecuencia por admiradores desinteresados de
la riqueza y de la grandeza… Esta disposición a admirar, y casi
idolatrar, a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo,
ignorar a las personas pobres y de condición humilde […] [constituye] la
principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos
morales.
Adam Smith
Para la emancipación de la mente es imprescindible hacer primero un estudio de la historia de las opiniones.
John Maynard Keynes
Los debates económicos tienen lugar, generalmente, entre expertos y para expertos
Sin embargo, las conclusiones a las que éstos llegan son las
que van a justificar las políticas en materia económica que aplican los
gobiernos1. Políticas que, conforme a las más elementales reglas de la
democracia, habrán de explicarse a los ciudadanos a los que éstas
medidas irán dirigidas. En consecuencia, para que puedan ser entendidas
por la población en general y, en su caso, dar su aprobación o no, el
debate sobre los asuntos económicos debería abandonar el refugio de los
expertos y salir a campo abierto. Los asuntos económicos, como todos
aquellos que tengan una repercusión pública, son principalmente una
cuestión de naturaleza social y política y no meramente técnica. Por
ello, han de ser comprensibles, entendibles, para la mayoría de la
población.
Es un lenguaje de expertos para expertos que navega a través
del universo de las opiniones. Edmund Phelps, en una entrevista con
motivo de la concesión del Nobel de Economía en 2006, decía, en torno a
esto, que en el mundo de la medicina existe un movimiento que pide que
las solicitudes de licencia para vender un nuevo medicamento estén
“basadas en pruebas”. En cambio, los economistas ven su disciplina como
algo que ya cumple este criterio científico. Al fin y al cabo, expresan
sus ideas con las matemáticas y realizan cálculos a partir de datos
previamente elaborados. Pero la economía –insiste– no se basa en pruebas
a la hora de seleccionar sus paradigmas teóricos. Y las iniciativas en
política económica a menudo se emprenden sin todas las pruebas empíricas
necesarias para mostrar su validez. Así, dado el discutible rigor de
sus fundamentos, estas iniciativas se ven sistemáticamente sometidas al
veredicto de las opiniones.
En todo momento existen aspectos que adquieren cierta
relevancia, qué duda cabe que hoy día la crisis económica es uno de
ellos. Sin embargo, cualquier referencia a estos acontecimientos no
puede ignorar el contexto en que tienen lugar y que, generalmente, están
relacionados a otros muchos aspectos que establecen entre ellos una
estrecha relación.
La crisis económica se inserta en un ambiente en el que las
instituciones públicas, especialmente los partidos, sufren un severo
desgaste. El descrédito y la percepción de su incapacidad, no sólo para
tomar iniciativas, sino tan siquiera para ponerse de acuerdo en qué es
lo importante, es más que manifiesta.
Además, no podemos ignorar que la ‘locura’ por la que hemos
transitado estos últimos años han dado origen a unas prácticas
extraordinariamente irresponsables, que han afectado de manera
importante a las mentalidades del conjunto de la población. Se ha
acentuado la pérdida del sentido del límite. Se ha asumido, como algo
natural, que se puede uno conducir de cualquier modo, adoptar cualquier
tipo de comportamiento, sin tener en cuenta las consecuencias. El coste
de las decisiones tomadas, no estaba en el orden del día, ni individual,
ni colectivamente.
Junto a lo anterior, se han estado manejando conceptos e
instrumentos de manera acrítica y, en muchas ocasiones, anacrónicas.
Determinados preceptos se han adoptado como infalibles, como designios
casi divinos. “Las cosas son así, y así hay que aceptarlas”.
Hoy se reclama un cambio y, efectivamente, es preciso que
tenga lugar en al menos estos tres aspectos. Cambios en el ámbito
político. Cambios en relación con las mentalidades. Cambios en
determinados presupuestos, basados, en buena medida, en prejuicios y
escaso juicio, en el ámbito económico, que es lo que hoy nos trae aquí.
Quiero dedicar unos minutos a reflexionar sobre los dos últimos, sin
perder de vista la relación existente entre todos ellos.
Uno de los grandes enigmas que acompañan la crisis que
actualmente padecemos es que, a pesar de afectar a tantas personas y ser
objeto de atención preferente de políticos, medios de comunicación y de
la población en general, en muchos aspectos, se muestra esquiva a su
comprensión y existe una gran dificultad, en consecuencia, para poder
enfrentarnos a ella. Una de las razones, aunque no la única, que explica
esto es el abuso de metáforas y de términos esotéricos en el que, con
frecuencia, incurrimos los economistas. Ponemos en circulación un
lenguaje obscuro, poco accesible, y, habitualmente, extraordinariamente
ambiguo. Es aquello que en alguna ocasión he llamado arcanos del
embrollo económico 2.
En Freakonomics 3 (2006), el profesor de economía de la
Universidad de Chicago Steven D. Levit y el periodista de The New York
Times y New Yorker Stephen J. Dubner, con agudeza y cierto sarcasmo, a
través de diferentes historias, intentan mostrar que en economía,
generalmente, las cosas no son como parecen. Que dada la confusión
existente en el mundo actual, si las preguntas se formulan de manera
diferente, a como habitualmente se hace, producirían respuestas
sorprendentes. Pretenden –a decir de los autores– retirar una o dos
capas de la superficie de la vida moderna y observar qué ocurre debajo.
Desvelar, en definitiva, los enigmas que se esconden tras lo cotidiano.
La gran depresión de los primeros años 30 (crisis del 29) y la crisis actual
Antes de entrar en materia quisiera dedicar una reflexión a
un asunto que está presente, de manera recurrente, en las diferentes
evocaciones de la crisis actual. Me refiero a la gran depresión que tuvo
lugar tras el hundimiento de Wall Street en 1929, y que se prolongó
durante varios años.
Se han establecido algunas similitudes entre la crisis que
ahora sufrimos y la depresión de los años 30 del pasado siglo, tras la
estrepitosa caída de Wall Street en 1929. Aunque hayan pasado desde
entonces 81 años, casi un siglo, las distancias temporales no son tan
grandes. Han cambiado muchas cosas, la percepción es que el tiempo
transcurrido es enorme. Sin embargo, los profundos cambios que tuvieron
lugar en las mentalidades durante los siglos XVI, XVIII y XIX tienen, en
algunos aspectos, su reflejo en la sociedad actual. La relevancia de la
economía en la vida de las personas y su influencia sobre la manera de
entender el mundo sigue pesando hoy con mucha fuerza. En cualquier caso,
los acontecimientos que tuvieron lugar a finales de la segunda década
del siglo pasado y los primeros años de la década siguiente difieren en
gran medida de lo que ocurre hoy. La economía de entonces no era la de
ahora, las poblaciones tampoco.
No obstante, la insistencia de la comparación requiere
algunos comentarios. Simplificando mucho las cosas, asociado al crash
del 29 podemos identificar un grave fracaso y gran éxito 4. Lo más
dramático fue que la crisis desembocase en una guerra, la segunda más
importante del siglo (SGM) y a tan sólo 20 años de la anterior. Lo más
memorable el pacto social (conocido como pacto keynesiano, New Deal…) al
que se llegó a su conclusión. Conscientes de los desastres que habían
sacudido las primeras décadas del siglo se asumió la necesidad de
devolver la estabilidad a las instituciones y a la sociedad en su
conjunto 5. Los aspectos sociales adquirieron más relevancia y el papel
del Estado adquirió mayor legitimidad. Los miedos a una economía
tutelada por los Estados se redujeron. La intervención de los Estados no
supuso, sobre la base, eso sí, de un amplio consenso social y con el
concurso de representantes de importantes sectores de la población, un
obstáculo al desarrollo económico, sino todo lo contrario. Como afirma
Joseph Stiglitz (2010): «La mayor estabilidad [tras la SGM] fue
seguramente uno de los factores que más contribuyeron a las altas tasas
de crecimiento en ese periodo. La intervención del gobierno produjo una
economía más estable, y probablemente contribuyó al mayor crecimiento y a
la mayor igualdad que caracterizaron el periodo».
El crecimiento se apoyó en este consenso y una manera de
concebir el bienestar. La idea básica consistía en cimentar la sociedad
sobre una amplia y consolidada clase media. Tratando de reducir al
máximo la población perteneciente a los sectores que situaban a los
extremos, tanto las clases más altas como, especialmente, las más
menesterosas. Ensanchar todo lo posible esa clase media era el propósito
más importante. Las elevadas tasas de crecimiento que tuvieron lugar en
las tres décadas posteriores a la finalización de la guerra, así como
el importante desarrollo de los denominados Estados del Bienestar, que
permitieron una excepcional mejora en los estándares de vida de sectores
muy importantes de la población, supusieron un importante respaldo a
estas ideas. Sin embargo, junto a lo anterior se observó un notable
aumento del poder y concentración progresiva de riqueza en sectores muy
reducidos de la población que se alejaba, cada vez más, de los menos
favorecidos que también aumentaban su presencia, aunque en este caso en
volumen más que en poder o riqueza. Hubo un error de apreciación. Una
opción equivocada, la sociedad que se quería construir no midió su
fortaleza por la fortaleza del pilar más débil. Se estaba construyendo
sobre bases poco sólidas 6. Ésta, tal vez, fuese una de las razones que
expliquen la quiebra de aquél proyecto.
Posteriormente, las crisis de principios (1973) y de finales
(1979) de los setenta confirmarían el declive de una época, tal vez la
más dorada que conoció el capitalismo desde su origen. La imposibilidad
de dar satisfacción a esa construcción social derivó también en un
distanciamiento progresivo de la población respecto a las instituciones y
a quienes les representaban en ellas (un acontecimiento ilustrativo de
ello fueron las grandes movilizaciones sociales de 1968) 7. Se estaba
generando un caldo de cultivo que favoreció la irrupción con fuerza de
quienes pretendían retomar, de nuevo, el timón de mando y hacer valer
los intereses de un sector de la población ansioso por consolidar sus
privilegios. La inestabilidad institucional y la percepción social de
desequilibrio ayudó al triunfo de lo que se ha venido llamando
‘neoliberalismo’ o ‘neoconservadurismo’ que quedó oficializado un martes
20 de enero de 1981 cuando Ronald Reagan afirmó en el discurso de
investidura a la presidencia de los EUA: «En esta crisis actual, el
gobierno no es la solución a nuestros problemas. El gobierno es el
problema». Los poderes económicos y sus instituciones son quienes están
en mejores condiciones para una asignación óptima de los recursos. Sus
criterios deben prevalecer sobre los criterios de orden político o
social. Los Estados cuanto más ‘adelgazados’ mejor. Desde entonces,
aunque con expresiones distintas, ha prevalecido esta tesis. Esta verdad
revelada. Concepción que nos ha conducido hasta la crisis actual 8.
El poder de las mentalidades, la crueldad 9 de los intereses
Sea como fuere, ocurrió. Lo sucedido durante la Gran
Depresión, la reconstrucción de los destrozos ocasionados por la Segunda
Guerra Mundial y el esplendor económico de casi tres décadas; así como,
la irrupción con fuerza en los años ochenta del pasado siglo de lo que
se ha denominado ‘neoliberlismo’ (que en el ámbito económico se asienta
principalmente en los postulados monetaristas bajo la batuta de Milton
Friedman y al amparo de las políticas de Reagan y Thacher), puede
ayudarnos a entender cómo fueron las cosas entonces, incluso nos permite
sacar algunas enseñanzas como hemos visto antes. Sin embargo, coincido
con Amin Maalouf 10(2010) en que lo relevante no es intentar descubrir
cómo resolvieron sus asuntos las generaciones anteriores a la nuestra.
Lo significativo es saber si disponemos ahora, en este momento, de las
herramientas materiales, institucionales y mentales adecuadas para hacer
frente a los retos actuales.
Zygmunt Bauman (2008), el sociólogo alemán, en un reciente
trabajo titulado ¿Tiene la ética alguna oportunidad en un mundo de
consumidores (Does Ethics have a Chance in a World of Consumers?) 11,
insistía en que seguimos empeñados en tratar los problemas actuales,
reflexionar sobre ellos, formular preguntas, pensando no en el mundo
real actual, sino más bien en el que existió, en nuestro imaginario,
hace 30, 50 ó 100 años.
Jeremy Rifkin 12(1996), del modo que suele ser propio de él,
anunció el Fin del Trabajo. En realidad, lo que pretendía era poner
sobre la mesa una idea: el mundo, en cuyo centro se situaba el trabajo
asalariado, había cambiado. Ya no podía ser entendido como lo fue
durante buena parte del siglo XIX y una parte importante del siglo XX.
Concebir el trabajo, especialmente el trabajo asalariado, como la vía
principal de integración, socialización, cohesión social presentaba
enormes limitaciones. Jeremy Rifkin intenta diagnosticar el mundo
actual, examinando en especial el papel que las nuevas tecnologías de la
información y las comunicaciones, junto a las nuevas formas de
organización empresarial –‘re-ingenierización’ y ‘lean production’ 13-
que están favoreciendo la eliminación acelerada de puestos de trabajo,
así omo las tendencias que apuntan estas nuevas tecnologías de cara a un
futuro relativamente próximo.
Claus Offe 14, a principios de los 90, reflexionando sobre
la crisis que azotó las economías en esos años, concluyó que una
sociedad basada en el empleo asalariado como fuente principal de
ingresos es una sociedad que condena a la exclusión a ciento de millones
de personas. Porque el trabajo asalariado, y el contrato laboral a él
asociado, «falla tanto en asignar un ‘sitio’ en la sociedad a un
creciente número de personas como en proporcionarles ingresos y
protección adecuados» (Offe, 1997). La pregunta es qué hacemos con todas
esas personas, una parte importante de la población adulta de ambos
sexos, que ya no podrá ganar su pan con trabajos ‘normales’; esto es,
razonablemente seguros, adecuadamente protegidos y aceptablemente
pagados. Offe proponía la posibilidad de instaurar como derecho de
ciudadanía un ingreso básico, suficiente y no condicionado por un empleo
remunerado. En la actualidad, la propuesta de Ingreso Básico Universal
permanece en comisión parlamentaria durmiendo el sueño de los justos, en
espera de su olvido definitivo o que alguien se empeñe en despertarlo y
devolverlo a la vida, lo sitúe en la agenda de discusiones importantes.
Es débil la memoria y olvidamos con frecuencia algunas
iniciativas provechosas. Joseph Stiglitz ha puesto recientemente en
nuestras manos su último trabajo. En el trabajo anteriormente citado, el
Nobel de Economía recordaba que: «La mayor estabilidad [vivida tras la
Segunda Guerra Mundial] fue seguramente uno de los factores que
contribuyeron a las altas tasas de crecimiento en ese periodo. La
intervención del gobierno produjo una economía más estable, y
probablemente contribuyó al mayor crecimiento y a la mayor igualdad que
caracterizaron el periodo». No existe, en consecuencia, un conflicto
(trade off) entre crecimiento y equidad. Más bien, la experiencia nos
demuestra lo contrario. Y, en cualquier caso, es la equidad la que
arrastra del crecimiento, evidentemente del bienestar, y no al
contrario. Además de otra consideración que a estas alturas debería
resultar obvia: no existe un litigio entre el Estado y el mercado. No
existen los denominados ‘fallos del mercado’. El Estado no se hace a un
lado y deja que los mercados actúen y se regulen por su cuenta. El
Estado siempre actúa. La pregunta relevante no es si actúa o no, sino
cómo actúa y en qué sentido orienta sus actuaciones. Si lo hace en la
búsqueda del interés general o para satisfacer las demandas de un sector
minoritario de la población que persigue en exclusiva el beneficio
propio.
Coincide también Stiglitz (2010) con las observaciones de
John Maynard Keynes relativas a la fuerza de los prejuicios. Dice
Stiglitz, luego iremos a Keynes, que: «Muchas veces en ciencia, hay
suposiciones que se defienden tan encarnizadamente o están tan
arraigadas en la opinión pública que nadie se percata que no son más que
suposiciones». Decía Keynes 15: «La dificultad [referida a las medidas
ante la crisis de 1929] no reside en comprender nuevas ideas sino en
rehuir las viejas, que penetran hasta el último rincón del cerebro de
aquellos que, como la mayoría de nosotros, han sido educados en ellas».
Pues bien, si unimos la conclusión de Stiglitz a lo afirmado por Keynes,
hace más de 70 años, tendremos una percepción aproximada de algunos de
los obstáculos que impiden orientar las decisiones en un sentido más
adecuado a las exigencias de los tiempos presentes, conforme a las
necesidades del conjunto de la población, especialmente hacia los más
vulnerables. En este último, además, siempre surgió la ironía, el
pragmatismo y cierto optimismo. «La mejor esperanza –decía–, en realidad
la única, descansa en la posibilidad de que en este mundo, donde se
puede prever tan poco, pueda suceder algo; lo que me lleva a mis
sugerencias alternativas. ¿No podríamos ayudar de alguna manera?» 16
Las metáforas que nos piensan 17. Discutiendo algunos conceptos o ideas fuertemente instaladas
La economía está plagada de metáforas. De hecho, buena parte
de sus formulaciones teóricas, incluso las más formales, recurren a la
metáfora. Ya sea ésta basada en el lenguaje ordinario, ya sea en el
lenguaje matemático. Tan identificada está con las metáforas que en
muchas ocasiones se olvida de que no son más que eso, metáforas.
Junto a las metáforas abundan los supuestos o las hipótesis
(hipótesis que se confunden con tesis o teorías). Recordemos la
reflexión de Edmund Phelps 18 sobre la escasa contrastación de las
teorías económicas.
Y un infatigable compañero de viaje de ambas son los
prejuicios, sustentados en intereses concretos, en presupuestos
ideológicos, o en ambos a la vez.
Veamos, bajo esta perspectiva, algunos de los conceptos (verdaderos
arcanos, a veces) que maneja la Teoría Económica y que están presentes
en la toma de decisiones públicas en el ámbito de la Política Económica.
1. La productividad (aparente)
Lo ilustraré a través de algunos ejemplos sencillos que
expresan la dificultad existente en formular las preguntas de manera
diferente, a pensar de manera distinta. El primero, que ya he referido
en otras ocasiones (seguimos teniendo como referencia el empleo, más
bien el volumen tan importante de desempleados y sus perspectivas
futuras), hace referencia a la productividad (la productividad aparente,
la más usada). La productividad es una ratio, un cociente, que consiste
en dividir la cantidad obtenida, expresada en unidades monetarias, por
el número de horas empleadas o por el número de trabajadores utilizados
para obtenerla (unidades físicas). Pues bien, expresado en estos
términos puede afirmarse que la productividad penaliza al empleo y
bienes de escaso valor. Esto es, todas aquellas actividades intensivas
en mano de obra y de escaso valor añadido (valor monetario) serán
rechazadas o escasamente consideradas19. Es paradójico que una sociedad
que concibe al empleo como su principal valor, construya un concepto que
lo sitúa en desventaja. Si fuese consecuente, debería considerar como
las más valoradas las actividades menos productivas, o simplemente para
no disentir de los dictados del sentido del mortal común dar la vuelta
al cociente. En ese supuesto, las actividades más productivas serían
ahora las que más horas empleasen y las que menor valor monetario
generasen. No olvidemos que la productividad, como la casi totalidad de
los constructos sociales, son conceptos de naturaleza política o social,
si se quiere, no técnicos. Son convenciones. Se formularon de una
manera concreta, pero podría haberse hecho de otra bien distinta.
A este respecto Keynes realizó algunas observaciones 20.
Afirmó, en la década de los treinta del siglo pasado, que si se mantenía
el crecimiento de las tasas de productividad por encima de la
producción (como ocurría entonces, hace casi 80 años) en el transcurso
de 100 años (la productividad ha aumentado más de lo previsto por el
economista de Cambridge, y la brecha con la producción se hizo mayor)
para sostener unos niveles aceptables de empleo (prácticamente pleno
empleo) las horas de trabajo diaria (manteniendo el poder adquisitivo de
los salarios) no deberían superar las 3 horas (15 a la semana). El
problema no ha sido su previsión, que fue relativamente acertada. El
problema fue que las ganancias de productividad (debidas al cambio
técnico) fueron a parar en gran medida a los bolsillos de los
empresarios, y una parte muy pequeña a obtener mejoras de productividad
(obsérvese que los mayores esfuerzos destinados a la investigación,
desarrollo tecnológico e innovación han partido tradicionalmente de los
Estados, no de las empresas).
1. El equilibrio corporativo. Valoración económica vs valoración social.
Otro gran mito tiene que ver con el equilibrio corporativo.
La traslación de los dictados de la Teoría Económica al ámbito de la
empresa. Se suele afirmar que una ratio adecuada, para no alterar el
funcionamiento óptimo de las empresas, es la que establece una relación
entre quien más gana y quien menos gana en una proporción de 1 a 20
(1/20). Pues bien, de acuerdo con datos recientes, en pleno episodio de
crisis, esta relación no ha dejado de crecer. Standard & Poor’s (una
de las agencias de calificación salpicada por la crisis de los activos
tóxicos) proporcionó a sus directivos unos sueldos que representaban 344
veces el salario de un estadounidense medio. Por su parte 50 gestores
de Fondos de Inversión de productos financieros de alto riesgo (Hedge
Funds) recibieron retribuciones que lo superaban en 19.000 veces. Un
Consejero del Banco de Santander acaba de declarar que recibirá una
pensión de más de 87 millones de euros, habiendo percibido en 2009 un
sueldo de más de 10 millones de euros. Y aún así, la presión sigue
siendo sobre los salarios. Es más, paradójicamente, los sindicatos
siguen confundiendo la buena voluntad, que sin dudas puede que exista,
con la aceptación de estos presupuestos (al menos en parte). De hecho,
no acaba de comprenderse que parte de los problemas de la gobernanza
corporativa son consecuencia de no haber establecido –como sugiere
Stiglitz– una relación más estrecha entre las retribuciones y la
contribución social ‘marginal’. Esto es, cuánto aporta cada cual a la
sociedad y qué retribución recibe a cambio.
1. Los precios y los beneficios. Los salarios y las ganancias
Un último ejemplo. Me referiré a los precios. Se suele
afirmar, ésta sigue siendo la posición dominante en los discursos
económicos, que la rigidez de los salarios y los precios impiden el buen
funcionamiento de la economía. Curiosamente una posición compartida
tanto por la denominada Escuela de Chicago (seguidores de Milton
Friedman) o neoclásicos, como por un sector de los economistas
neokeynesianos. La conclusión a la que llega esta ideología, de
importante influencia política en los últimos decenios, es que sería
necesario flexibilizar los salarios y actuar de manera decidida contra
la inflación, disciplinando los precios (ésta ha sido, por ejemplo, y
sigue siendo, aunque con pequeños matices coyunturales, la lógica que
prima en las actuaciones del BCE).
Pero más allá de la denuncia de estos prejuicios que han
venido marcando las actuaciones en política económica en los últimos
años, me interesa ahora centrarme en un aspecto más concreto. Quisiera
que pensásemos un instante en cómo se conforman los precios. Es bastante
difícil seguir sosteniendo que, en general, los precios se forman como
consecuencia del libre juego de la oferta y la demanda. Está probado
empíricamente que esto no es así. Más bien son las relaciones de poder
existentes las determinantes del precio, bien directamente o a través de
convenciones previamente establecidas que proporcionan a los grupos más
poderosos una ventaja adicional, una ‘ventaja comparativa’. O
simplemente –como afirmase el economista William Ernest Kuhn en The
Evolution of Economic Thought (1963)– derivado del «placer de los
poderosos en elevar el precio de las cosas”.
A mediados de los años 70 del pasado siglo, en plena crisis
económica, se suscitó un debate en torno a la inflación en una situación
no prevista, como suele ser habitual, por la teoría económica. Sufrimos
una situación con precios muy elevados y simultáneamente unas tasas de
desempleo muy altas, también. La curva de Philips ya no mostraba sus
encantos 21. En este contexto se publicó un trabajo de José Luis
Sampedro titulado La inflación en versión completa (1976), en él, quien
tal vez sea más conocido por su producción literaria, discutía algunos
de los postulados que por entonces se sostenían. Hablaba de inflación,
de precios, de salarios, también de beneficios. Del desconcierto, cómo
no, existente en la ciencia económica. Sampedro, en su reflexión sobre
la relación existente entre precios y salarios y la necesidad de
mantener a ambos bajo control, destapa un personaje que permanece
siempre oculto y de mantenerlo a buen recaudo ya se encarga la economía
convencional o estándar y sus valedores hoy: los economistas
neoclásicos. Llama a escena a los beneficios empresariales. Y dice lo
siguiente: «He anunciado que iba a mantenerme dentro de los costes, pero
es sabido que los beneficios no se consideran como un coste, sino como
una ganancia residual, algo que otorga el mercado. Está claro, sin
embargo, que hay que incluirlo entre los componentes del precio capaces
de impulsar éste hacia arriba, aunque el hecho de que la empresa sea el
eje central de todo sistema le confiera al beneficio una consideración
privilegiada; en el sentido de que mientras al incluir los salarios
entre los costes parece que se está ya sugiriendo la conveniencia de
reducirlos todo lo posible (como los costes en general), en cambio el
beneficio queda a salvo de esa connotación negativa. En otras palabras,
esa consideración del beneficio [puramente convencional e interesada]
ayuda a inocular el razonamiento siguiente: conviene que los salarios
sean bajos, como todos los costes; pero el beneficio no crea alza de
precios, porque éstos los determina el mercado previamente y el
empresario no hace sino retener la diferencia entre ese precio y sus
costes. Cabe añadir incluso que los el razonamiento queda demostrado con
la ‘prueba’ de que los beneficios a veces son negativos; es decir, son
pérdidas. Frente a todo estos –que puede ser sutil, pero tiene su
eficacia condicionante– cabría simplemente imaginar qué otra teoría
puede construirse por autores amigos de los salarios, y no de los
beneficios, remunerando al gerente por su trabajo (que sí se convierte
en coste y conviene minimizar) mientras el residuo hasta el precio de
mercado remuneraría al trabajo y se repartiría entre los obreros» 22.
El mismo empeño en moderar los salarios y estimular el
crecimiento de los beneficios existe respecto a la contención del gasto
público. Salarios y dotaciones públicas destinadas a cubrir las
necesidades del conjunto de la población son enviadas al banquillo. Hoy
al igual que entonces parece que nos encontremos ante la misma
disyuntiva. Paul A. Samuelson se oponía a la restricción del gasto y a
la austeridad pública excesiva como respuesta a la crisis económica.
Milton Friedman preconizaba justamente lo contrario. Ganó Friedman y sus
pupilos, ¿quién triunfaría hoy?
A modo de conclusión
Para concluir, quisiera hacerlo de forma propositiva. Es
imprescindible no permanecer indiferentes a lo que está pasando. La
cohesión, impedir a toda costa una fractura social, debe constituir el
principal objetivo. El sentido de la responsabilidad debe llevarnos a
huir de lo superfluo y fijarnos en lo verdaderamente importante en cada
momento, en cada una de las decisiones que tomemos. Una sociedad
movilizada se encuentra siempre en mejores condiciones para hacer frente
a las situaciones difíciles.
Duncan Green (2008)23, en un sugerente trabajo llama a la
acción y reclama una presencia más activa de la ciudadanía. Comparte las
tesis que en su momento en nuestro país defendía la Institución Libre
de Enseñanza. La noble aspiración de construir un mundo libre de
servidumbres y sustentados en ciudadanos libres. Y demanda un papel más
activo de los Estados y más eficaz. En la dirección que ya indicase
Thomas Jefferson. Esto es, Estados concebidos como instrumentos para la
defensa de los intereses generales de la población y frente al poder
despótico.
Responde a las dos preguntas claves del texto de la
siguiente manera: «¿Por qué una ciudadanía activa? Porque si queremos
que las personas vivan una vida digna, y que los Estados, las empresas y
otros rindan cuentas de sus acciones, resulta imprescindible que la
gente pueda determinar el rumbo de sus propias vidas, luchando por los
derechos y la justicia en sus propias sociedades. La ciudadanía activa
es fundamental para obligar a los Estados de hoy a trabajar de forma
eficaz para poner fin a la pobreza y la desigualdad, y hacerlo de manera
sostenible. ¿Por qué Estados eficaces? Porque la Historia nos demuestra
que ningún país ha logrado prosperar sin un Estado que gestione de
manera activa el proceso de desarrollo (...) Nada de esto es fácil. El
filósofo alemán Georg Hegel describió el Estado como una ‘obra de arte’.
Como obras de diseño consciente, las mejores Constituciones y los
mejores Estados pueden compararse con los mayores logros de la
civilización en los campos de las artes visuales, la música, la
filosofía o la poesía.»
Émile Chartier, de seudónimo Alain, ensayista y filósofo
francés, por su parte, nos apercibe que los seres humanos no estamos
genéticamente diseñados para las distancias cortas. En sus Propos sur le
bonheur nos anima a observar que: «El verdadero saber no se encierra
jamás en alguna cosa muy cerca de los ojos (…) El ojo humano no está
hecho para esa distancia; su reposo son los grandes espacios (…) Si
queremos que el cuerpo esté bien, es necesario que la mente viaje y
contemple (…) Mira a lo lejos.» 24
Sevilla, noviembre de 2010.
___________________
Antonio Cano es profesor del Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad de Sevilla.
1 Joseph Stiglitz (2010) afirma lo siguiente: «La política económica
implica compromisos –ganadores y perdedores– y dichos compromisos no
pueden dejarse solamente en manos de los tecnócratas. Los tecnócratas
pueden decidir sobre cuestiones cómo qué tipo de programas de ordenador
hay que utilizar, pero la política monetaria [por ejemplo] implica
compromisos entre la inflación y el desempleo. A los tenedores de bonos
les preocupa la inflación; a los trabajadores, el empleo. Durante un
tiempo, algunos economistas argumentaron que a largo plazo los
compromisos no existían –una tasa de desempleo demasiado baja da lugar a
una inflación cada vez mayor– incluso si no hubiera compromisos a largo
plazo, los hay a corto plazo; y hay una incertidumbre acerca de la tasa
de desempleo exacta por debajo de la cual se dispara la inflación
(técnicamente denominada la tasa de desempleo no aceleradora de la
inflación [NAIRU]), y ello a su vez significa que las medidas de
política [económica] influyen en quien asume los riesgos». Caída libre.
El libre mercado y el hundimiento de la economía mundial. Ed. Taurus.
2 El Correo de Andalucía, 30 de noviembre de 2009.
3 Freakonomics. A Rogue Economist Explore the Hidden Side of Everything. Penguin Books.
4 En el ámbito de la psicología y las neurociencias se viene afirmando
que las personas no aprendemos sobre la base de los errores en que
incurrimos, sino más bien sobre los aciertos.
5 Una de las mayores preocupaciones entonces era el empleo. La Gran
Depresión había dejado sin empleo a centenares de miles de trabajadores,
la principal fuente de ingresos se disipó con el voluminoso desempleo.
Por ello, la Ley de Empleo de 1946 fue una de las principales
respuestas. Con ella se reconocía que el pleno empleo era un objetivo
nacional. Y era responsabilidad del gobierno garantizar su cumplimiento.
6 Al hilo de esta reflexión Zygmunt Bauman (2008), el sociólogo alemán,
se pregunta –en el trabajo citado más arriba– acerca de las
oportunidades que la ética encuentra en un mundo donde la lógica del
consumidor se erige en el modelo a seguir. Y concluye que de igual modo
que la capacidad de aguante de un puente se mide no por la fortaleza
media de sus pilares, sino por la del pilar más débil, y el viaducto se
construye luego a partir de ésta, la confianza y los recursos de una
sociedad se miden por la seguridad, los medios y la autoconfianza de sus
sectores más débiles, y crece a medida que éstos crecen.
7 No quiero pecar de dar excesivo peso a lo ‘económico’, aunque tenga su
importancia y en este caso vaya de esto. Soy consciente que en el
contexto en que tuvieron lugar las revueltas del 68, además de la
‘economía’ pesaban otros aspectos tales como: la descolonización, la
guerra del Vietnam, el deterioro de las instituciones, el medio
ambiente, de los partidos políticos, sindicatos… La crisis que se vivió
entonces, también como ahora, como casi siempre, tenía otras aristas,
era poliédrica. Las causas y efectos eran múltiples.
8 A propósito de las medidas de recorte del gasto (7.260 millones de
euros) formuladas por el nuevo gobierno británico (una coalición
conservadora y liberal) en su toma de posesión el Financial Times
concluía: «En los tres próximos años habrá un verdadero baño de sangre».
El propio David Laws, a la sazón nuevo Secretario del Tesoro, afirmó:
«Los días de la abundancia en el Sector Público han terminado».
De otro lado, es conveniente concebir los Estados de Bienestar como una
respuesta ante los graves sucesos que acontecieron en la Europa de
principios del siglo XX. No son un regalo, un privilegio que se pueden
permitir los ricos. Es la salida que se consideró más adecuada para
ordenar la sociedad y estabilizar las instituciones. En principio fueron
concebidos como una necesidad. El círculo virtuoso que se generó en
torno a esta propuesta es lo que otorgó un valor adicional que no estaba
en los cálculos de quienes lo diseñaron.
9 Utilizo esta palabra en una doble acepción. Atendiendo, de una parte, a
los efectos de sus consecuencias. Al daño. De otra, a su componente
trágico. Entendida la tragedia no como el dolor, sino como –siguiendo la
definición dada por Alfred North Whitehead– la solemnidad despiadada
del desarrollo de las cosas.
10 El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan. Alianza Editorial. 2010.
11 Harvad University Press. 2008.
12 El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el
nacimiento de una nueva era. Ediciones Paidós Ibérica SA. 1996.
13 Es un conjunto de principios, conceptos y técnicas que permiten crear
un sistema ‘más productivo’ a fin de reducir el tiempo entre la
colocación del pedido y la entrega del producto o servicio, a través de
la eliminación de todo aquello que no agregue valor monetario,
exprimiendo al máximo el tiempo y los movimientos, permitiendo el flujo
continuo del producto o servicio.
14 “Precariedad y mercado laboral. Un análisis a medio plazo de las
respuestas políticas disponibles”, en ¿Qué crisis? Retos y
transformaciones de la sociedad del trabajo. Tercera Prensa-Hirugarren
Prentsa SL (Gakoa Liburuak). 1997.
15 La Teoría General de la Ocupación el Interés y el Dinero. Fondo de Cultura Económica. México. 1974
16 “Las consecuencias económicas de Churchill (1925)”, en Ensayos de Persuasión. Ed. Crítica SA. 1988.
17 Tomo prestado el título del trabajo de Emmánuel Lizcano Fernández (2006):
www.traficantes.net/index.php/trafis/.../Metaforas_que_nos%20piensan.pdf
Sobre el peso de las metáforas ver también Metáforas sobre la vida
cotidiana de Lakoff y Johnson (1989). Una cita de su trabajo es la
siguiente: “la metáfora es [a veces] la única manera [o una de las
maneras más importantes] de percibir y experimentar, muchas cosas [pero
no todas] en el mundo.” Los corchetes no forman parte del texto
original, son matizaciones que podríamos asumir.
18 Al contrario que Phelps, que pone el acento en la necesidad de que la
Economía, si aspira a ocupar un lugar entre las ciencias, deba someter
sus teorías a la contrastación empírica, Milton Friedman ve irrelevante
los supuestos, las hipótesis. Es una manera de eludir un proceso como el
anterior propio de cualquier disciplina científica y, de paso, validar
directamente cualquiera de las teorías postuladas y su ineludible
aplicación. O dicho de otro modo, una que la receta está prescrita hay
que aceptarla sin más. La propia teoría da cuenta de sus bondades.
19 Entre las actividades intensivas en trabajo y de escaso valor
económico, por ejemplo, estarían todas aquellas que tienen que ver con
el voluntariado, con el estudio, con el cuidado de niños o mayores
(estás requieren, por lo general, una atención personalizada), las
tareas domésticas no retribuidas… Y, tal vez, justo por el escaso o nulo
valor monetario que se les asigna que sean tan insuficientemente
valoradas socialmente.
20 En junio de 1930, en una conferencia pronunciada en Madrid, señalaba:
«El crecimiento de la eficiencia técnica ha tenido lugar con mayor
velocidad que la que desarrollamos para tratar nuestros problemas de
absorción de trabajo (...) Estamos siendo castigado con una nueva
enfermedad (…) el paro tecnológico (...) Todo esto significa, a largo
plazo, que la humanidad está resolviendo su problema económico.
Predeciría que el nivel de vida de las naciones avanzadas, dentro de un
siglo, será entre cuatro y ocho veces más alto que el de hoy (...) Sin
embargo, no hay país ni persona, creo, que pueda considerar la era del
ocio y de la abundancia sin temor. Porque hemos sido preparados
demasiado tiempo para luchar y no para disfrutar. (…) En el futuro,
durante muchos años, el viejo Adán será tan fuerte dentro de nosotros
que todo el mundo necesitará hacer algún trabajo, si quiere sentirse
satisfecho. (…) Turnos de tres horas o semanas de quince horas pueden
eliminar el problema durante mucho tiempo. Porque tres horas al día es
suficiente para satisfacer al viejo Adán que hay dentro de nosotros.»:
“Las posibilidades económicas de nuestros nietos”, en Ensayos de
Persuasión, op. cit.
21 Alrededor de los años sesenta del pasado siglo Philips, Solow y
Samuelson, estudiaron la relación existente el desempleo y la inflación
(medida como crecimiento de los salarios). En 1958 Philips realizó el
estudio para el Reino Unido (periodo comprendido entre 1861 y 1957). Por
su parte, Solow y Samuelson lo hicieron con datos referidos a EE. UU.
(desde 1900 a 1960). Ambos estudios encontraron una relación negativa
entre el desempleo y la inflación. Una reducción en el desempleo sólo
podía conseguirse a costa de un aumento de los salarios, que se
traduciría en un aumento de precios. La curva de Philips indicaba que ya
no se podía conciliar el pleno empleo con una situación de baja
inflación. Y había que aceptar, en consecuencia, un nivel de empleo que
fuese congruente con una tasa de inflación aceptable. Si se deseaba
disciplinar a los precios, habría que aceptar una tasa de desempleo muy
elevada. Esta relación dictaba las políticas públicas a este respecto.
Si se quería mantener una situación de pleno empleo, objetivo
prioritario durante los tres decenios transcurridos tras la finalización
de la Segunda Guerra Mundial, se ponían en marcha políticas expansivas,
desde el Sector Público, para estimular la demanda y el empleo, aunque
esto supusiese tener que soportar niveles de precios más elevados. Sin
embargo, a partir de los primeros años setenta, especialmente tras la
primera gran crisis del petróleo, en 1973, esta relación se quiebra. En
esos momentos unos precios muy elevados (alta inflación) coexistían con
unas tasas de desempleo muy altas. Este fenómeno se denominó
estanflación (stagflation). En este contexto, los ‘monetaristas’ (más
conocidos como ‘neoliberales’) aprovecharon la coyuntura, favorable a su
ideología, para centrar sus críticas en las actuaciones de los
gobiernos y concluir que las políticas expansivas sólo alteraban el
nivel de precios conduciéndolos irremediablemente al alza y que, sin
embargo, no eran capaces de acabar con el desempleo. Y punto final…: ¡Se
acabó la fiesta, se acabaron las políticas expansivas del Sector
Público!
22 El texto entre paréntesis y entre corchetes es mío.
23 De la pobreza al poder: cómo los ciudadanos activos y los estados
eficaces pueden cambiar el mundo. Oxfam Internacional. 2008.
24 Mira a lo lejos. 66 escritos sobre la felicidad. RBA Libros SA. 2007.