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El embrollo de la crisis económica
Antonio Cano
21-12-2010
Artículo extraído de www.pensamientocritico.org
El embrollo de la crisis económica. Algunas aclaraciones necesarias


        La idea de una sociedad en la que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva.
        John Stuart Mill

        La gran masa de la humanidad está formada por admiradores y adoradores y, lo que me parece más extraordinario, con mucha frecuencia por admiradores desinteresados de la riqueza y de la grandeza… Esta disposición a admirar, y casi idolatrar, a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde […] [constituye] la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales.
        Adam Smith

        Para la emancipación de la mente es imprescindible hacer primero un estudio de la historia de las opiniones.
        John Maynard Keynes

 

Los debates económicos tienen lugar, generalmente, entre expertos y para expertos

            Sin embargo, las conclusiones a las que éstos llegan son las que van a justificar las políticas en materia económica que aplican los gobiernos1. Políticas que, conforme a las más elementales reglas de la democracia, habrán de explicarse a los ciudadanos a los que éstas medidas irán dirigidas. En consecuencia, para que puedan ser entendidas por la población en general y, en su caso, dar su aprobación o no, el debate sobre los asuntos económicos debería abandonar el refugio de los expertos y salir a campo abierto. Los asuntos económicos, como todos aquellos que tengan una repercusión pública, son principalmente una cuestión de naturaleza social y política y no meramente técnica. Por ello, han de ser comprensibles, entendibles, para la mayoría de la población.

            Es un lenguaje de expertos para expertos que navega a través del universo de las opiniones. Edmund Phelps, en una entrevista con motivo de la concesión del Nobel de Economía en 2006, decía, en torno a esto, que en el mundo de la medicina existe un movimiento que pide que las solicitudes de licencia para vender un nuevo medicamento estén “basadas en pruebas”. En cambio, los economistas ven su disciplina como algo que ya cumple este criterio científico. Al fin y al cabo, expresan sus ideas con las matemáticas y realizan cálculos a partir de datos previamente elaborados. Pero la economía –insiste– no se basa en pruebas a la hora de seleccionar sus paradigmas teóricos. Y las iniciativas en política económica a menudo se emprenden sin todas las pruebas empíricas necesarias para mostrar su validez. Así, dado el discutible rigor de sus fundamentos, estas iniciativas se ven sistemáticamente sometidas al veredicto de las opiniones.

            En todo momento existen aspectos que adquieren cierta relevancia, qué duda cabe que hoy día la crisis económica es uno de ellos. Sin embargo, cualquier referencia a estos acontecimientos no puede ignorar el contexto en que tienen lugar y que, generalmente, están relacionados a otros muchos aspectos que establecen entre ellos una estrecha relación.
            La crisis económica se inserta en un ambiente en el que las instituciones públicas, especialmente los partidos, sufren un severo desgaste. El descrédito y la percepción de su incapacidad, no sólo para tomar iniciativas, sino tan siquiera para ponerse de acuerdo en qué es lo importante, es más que manifiesta.

            Además, no podemos ignorar que la ‘locura’ por la que hemos transitado estos últimos años han dado origen a unas prácticas extraordinariamente irresponsables, que han afectado de manera importante a las mentalidades del conjunto de la población. Se ha acentuado la pérdida del sentido del límite. Se ha asumido, como algo natural, que se puede uno conducir de cualquier modo, adoptar cualquier tipo de comportamiento, sin tener en cuenta las consecuencias. El coste de las decisiones tomadas, no estaba en el orden del día, ni individual, ni colectivamente.

            Junto a lo anterior, se han estado manejando conceptos e instrumentos de manera acrítica y, en muchas ocasiones, anacrónicas. Determinados preceptos se han adoptado como infalibles, como designios casi divinos. “Las cosas son así, y así hay que aceptarlas”.

            Hoy se reclama un cambio y, efectivamente, es preciso que tenga lugar en al menos estos tres aspectos. Cambios en el ámbito político. Cambios en relación con las mentalidades. Cambios en determinados presupuestos, basados, en buena medida, en prejuicios y escaso juicio, en el ámbito económico, que es lo que hoy nos trae aquí. Quiero dedicar unos minutos a reflexionar sobre los dos últimos, sin perder de vista la relación existente entre todos ellos.

            Uno de los grandes enigmas que acompañan la crisis que actualmente padecemos es que, a pesar de afectar a tantas personas y ser objeto de atención preferente de políticos, medios de comunicación y de la población en general, en muchos aspectos, se muestra esquiva a su comprensión y existe una gran dificultad, en consecuencia, para poder enfrentarnos a ella. Una de las razones, aunque no la única, que explica esto es el abuso de metáforas y de términos esotéricos en el que, con frecuencia, incurrimos los economistas. Ponemos en circulación un lenguaje obscuro, poco accesible, y, habitualmente, extraordinariamente ambiguo. Es aquello que en alguna ocasión he llamado arcanos del embrollo económico 2.

            En Freakonomics 3 (2006), el profesor de economía de la Universidad de Chicago Steven D. Levit y el periodista de The New York Times y New Yorker Stephen J. Dubner, con agudeza y cierto sarcasmo, a través de diferentes historias, intentan mostrar que en economía, generalmente, las cosas no son como parecen. Que dada la confusión existente en el mundo actual, si las preguntas se formulan de manera diferente, a como habitualmente se hace, producirían respuestas sorprendentes. Pretenden –a decir de los autores– retirar una o dos capas de la superficie de la vida moderna y observar qué ocurre debajo. Desvelar, en definitiva, los enigmas que se esconden tras lo cotidiano.

La gran depresión de los primeros años 30 (crisis del 29) y la crisis actual

            Antes de entrar en materia quisiera dedicar una reflexión a un asunto que está presente, de manera recurrente, en las diferentes evocaciones de la crisis actual. Me refiero a la gran depresión que tuvo lugar tras el hundimiento de Wall Street en 1929, y que se prolongó durante varios años.

            Se han establecido algunas similitudes entre la crisis que ahora sufrimos y la depresión de los años 30 del pasado siglo, tras la estrepitosa caída de Wall Street en 1929. Aunque hayan pasado desde entonces 81 años, casi un siglo, las distancias temporales no son tan grandes. Han cambiado muchas cosas, la percepción es que el tiempo transcurrido es enorme. Sin embargo, los profundos cambios que tuvieron lugar en las mentalidades durante los siglos XVI, XVIII y XIX tienen, en algunos aspectos, su reflejo en la sociedad actual. La relevancia de la economía en la vida de las personas y su influencia sobre la manera de entender el mundo sigue pesando hoy con mucha fuerza. En cualquier caso, los acontecimientos que tuvieron lugar a finales de la segunda década del siglo pasado y los primeros años de la década siguiente difieren en gran medida de lo que ocurre hoy. La economía de entonces no era la de ahora, las poblaciones tampoco.

          
            No obstante, la insistencia de la comparación requiere algunos comentarios. Simplificando mucho las cosas, asociado al crash del 29 podemos identificar un grave fracaso y gran éxito 4. Lo más dramático fue que la crisis desembocase en una guerra, la segunda más importante del siglo (SGM) y a tan sólo 20 años de la anterior. Lo más memorable el pacto social (conocido como pacto keynesiano, New Deal…) al que se llegó a su conclusión. Conscientes de los desastres que habían sacudido las primeras décadas del siglo se asumió la necesidad de devolver la estabilidad a las instituciones y a la sociedad en su conjunto 5. Los aspectos sociales adquirieron más relevancia y el papel del Estado adquirió mayor legitimidad. Los miedos a una economía tutelada por los Estados se redujeron. La intervención de los Estados no supuso, sobre la base, eso sí, de un amplio consenso social y con el concurso de representantes de importantes sectores de la población, un obstáculo al desarrollo económico, sino todo lo contrario. Como afirma Joseph Stiglitz (2010): «La mayor estabilidad [tras la SGM] fue seguramente uno de los factores que más contribuyeron a las altas tasas de crecimiento en ese periodo. La intervención del gobierno produjo una economía más estable, y probablemente contribuyó al mayor crecimiento y a la mayor igualdad que caracterizaron el periodo».

            El crecimiento se apoyó en este consenso y una manera de concebir el bienestar. La idea básica consistía en cimentar la sociedad sobre una amplia y consolidada clase media. Tratando de reducir al máximo la población perteneciente a los sectores que situaban a los extremos, tanto las clases más altas como, especialmente, las más menesterosas. Ensanchar todo lo posible esa clase media era el propósito más importante. Las elevadas tasas de crecimiento que tuvieron lugar en las tres décadas posteriores a la finalización de la guerra, así como el importante desarrollo de los denominados Estados del Bienestar, que permitieron una excepcional mejora en los estándares de vida de sectores muy importantes de la población, supusieron un importante respaldo a estas ideas. Sin embargo, junto a lo anterior se observó un notable aumento del poder y concentración progresiva de riqueza en sectores muy reducidos de la población que se alejaba, cada vez más, de los menos favorecidos que también aumentaban su presencia, aunque en este caso en volumen más que en poder o riqueza. Hubo un error de apreciación. Una opción equivocada, la sociedad que se quería construir no midió su fortaleza por la fortaleza del pilar más débil. Se estaba construyendo sobre bases poco sólidas 6. Ésta, tal vez, fuese una de las razones que expliquen la quiebra de aquél proyecto.

            Posteriormente, las crisis de principios (1973) y de finales (1979) de los setenta confirmarían el declive de una época, tal vez la más dorada que conoció el capitalismo desde su origen. La imposibilidad de dar satisfacción a esa construcción social derivó también en un distanciamiento progresivo de la población respecto a las instituciones y a quienes les representaban en ellas (un acontecimiento ilustrativo de ello fueron las grandes movilizaciones sociales de 1968) 7. Se estaba generando un caldo de cultivo que favoreció la irrupción con fuerza de quienes pretendían retomar, de nuevo, el timón de mando y hacer valer los intereses de un sector de la población ansioso por consolidar sus privilegios. La inestabilidad institucional y la percepción social de desequilibrio ayudó al triunfo de lo que se ha venido llamando ‘neoliberalismo’ o ‘neoconservadurismo’ que quedó oficializado un martes 20 de enero de 1981 cuando Ronald Reagan afirmó en el discurso de investidura a la presidencia de los EUA: «En esta crisis actual, el gobierno no es la solución a nuestros problemas. El gobierno es el problema». Los poderes económicos y sus instituciones son quienes están en mejores condiciones para una asignación óptima de los recursos. Sus criterios deben prevalecer sobre los criterios de orden político o social. Los Estados cuanto más ‘adelgazados’ mejor. Desde entonces, aunque con expresiones distintas, ha prevalecido esta tesis. Esta verdad revelada. Concepción que nos ha conducido hasta la crisis actual 8.

El poder de las mentalidades, la crueldad 9 de los intereses
          
            Sea como fuere, ocurrió. Lo sucedido durante la Gran Depresión, la reconstrucción de los destrozos ocasionados por la Segunda Guerra Mundial y el esplendor económico de casi tres décadas; así como, la irrupción con fuerza en los años ochenta del pasado siglo de lo que se ha denominado ‘neoliberlismo’ (que en el ámbito económico se asienta principalmente en los postulados monetaristas bajo la batuta de Milton Friedman y al amparo de las políticas de Reagan y Thacher), puede ayudarnos a entender cómo fueron las cosas entonces, incluso nos permite sacar algunas enseñanzas como hemos visto antes. Sin embargo, coincido con Amin Maalouf 10(2010) en que lo relevante no es intentar descubrir cómo resolvieron sus asuntos las generaciones anteriores a la nuestra. Lo significativo es saber si disponemos ahora, en este momento, de las herramientas materiales, institucionales y mentales adecuadas para hacer frente a los retos actuales.

            Zygmunt Bauman (2008), el sociólogo alemán, en un reciente trabajo titulado ¿Tiene la ética alguna oportunidad en un mundo de consumidores (Does Ethics have a Chance in a World of Consumers?) 11, insistía en que seguimos empeñados en tratar los problemas actuales, reflexionar sobre ellos, formular preguntas, pensando no en el mundo real actual, sino más bien en el que existió, en nuestro imaginario, hace 30, 50 ó 100 años.

            Jeremy Rifkin 12(1996), del modo que suele ser propio de él, anunció el Fin del Trabajo. En realidad, lo que pretendía era poner sobre la mesa una idea: el mundo, en cuyo centro se situaba el trabajo asalariado, había cambiado. Ya no podía ser entendido como lo fue durante buena parte del siglo XIX y una parte importante del siglo XX. Concebir el trabajo, especialmente el trabajo asalariado, como la vía principal de integración, socialización, cohesión social presentaba enormes limitaciones. Jeremy Rifkin intenta diagnosticar el mundo actual, examinando en especial el papel que las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, junto a las nuevas formas de organización empresarial –‘re-ingenierización’ y ‘lean production’ 13- que están favoreciendo la eliminación acelerada de puestos de trabajo, así omo las tendencias que apuntan estas nuevas tecnologías de cara a un futuro relativamente próximo.

            Claus Offe 14, a principios de los 90, reflexionando sobre la crisis que azotó las economías en esos años, concluyó que una sociedad basada en el empleo asalariado como fuente principal de ingresos es una sociedad que condena a la exclusión a ciento de millones de personas. Porque el trabajo asalariado, y el contrato laboral a él asociado, «falla tanto en asignar un ‘sitio’ en la sociedad a un creciente número de personas como en proporcionarles ingresos y protección adecuados» (Offe, 1997). La pregunta es qué hacemos con todas esas personas, una parte importante de la población adulta de ambos sexos, que ya no podrá ganar su pan con trabajos ‘normales’; esto es, razonablemente seguros, adecuadamente protegidos y aceptablemente pagados. Offe proponía la posibilidad de instaurar como derecho de ciudadanía un ingreso básico, suficiente y no condicionado por un empleo remunerado. En la actualidad, la propuesta de Ingreso Básico Universal permanece en comisión parlamentaria durmiendo el sueño de los justos, en espera de su olvido definitivo o que alguien se empeñe en despertarlo y devolverlo a la vida, lo sitúe en la agenda de discusiones importantes.

            Es débil la memoria y olvidamos con frecuencia algunas iniciativas provechosas. Joseph Stiglitz ha puesto recientemente en nuestras manos su último trabajo. En el trabajo anteriormente citado, el Nobel de Economía recordaba que: «La mayor estabilidad [vivida tras la Segunda Guerra Mundial] fue seguramente uno de los factores que contribuyeron a las altas tasas de crecimiento en ese periodo. La intervención del gobierno produjo una economía más estable, y probablemente contribuyó al mayor crecimiento y a la mayor igualdad que caracterizaron el periodo». No existe, en consecuencia, un conflicto (trade off) entre crecimiento y equidad. Más bien, la experiencia nos demuestra lo contrario. Y, en cualquier caso, es la equidad la que arrastra del crecimiento, evidentemente del bienestar, y no al contrario. Además de otra consideración que a estas alturas debería resultar obvia: no existe un litigio entre el Estado y el mercado. No existen los denominados ‘fallos del mercado’. El Estado no se hace a un lado y deja que los mercados actúen y se regulen por su cuenta. El Estado siempre actúa. La pregunta relevante no es si actúa o no, sino cómo actúa y en qué sentido orienta sus actuaciones. Si lo hace en la búsqueda del interés general o para satisfacer las demandas de un sector minoritario de la población que persigue en exclusiva el beneficio propio.

            Coincide también Stiglitz (2010) con las observaciones de John Maynard Keynes relativas a la fuerza de los prejuicios. Dice Stiglitz, luego iremos a Keynes, que: «Muchas veces en ciencia, hay suposiciones que se defienden tan encarnizadamente o están tan arraigadas en la opinión pública que nadie se percata que no son más que suposiciones». Decía Keynes 15: «La dificultad [referida a las medidas ante la crisis de 1929] no reside en comprender nuevas ideas sino en rehuir las viejas, que penetran hasta el último rincón del cerebro de aquellos que, como la mayoría de nosotros, han sido educados en ellas». Pues bien, si unimos la conclusión de Stiglitz a lo afirmado por Keynes, hace más de 70 años, tendremos una percepción aproximada de algunos de los obstáculos que impiden orientar las decisiones en un sentido más adecuado a las exigencias de los tiempos presentes, conforme a las necesidades del conjunto de la población, especialmente hacia los más vulnerables. En este último, además, siempre surgió la ironía, el pragmatismo y cierto optimismo. «La mejor esperanza –decía–, en realidad la única, descansa en la posibilidad de que en este mundo, donde se puede prever tan poco, pueda suceder algo; lo que me lleva a mis sugerencias alternativas. ¿No podríamos ayudar de alguna manera?» 16

Las metáforas que nos piensan 17. Discutiendo algunos conceptos o ideas fuertemente instaladas

            La economía está plagada de metáforas. De hecho, buena parte de sus formulaciones teóricas, incluso las más formales, recurren a la metáfora. Ya sea ésta basada en el lenguaje ordinario, ya sea en el lenguaje matemático. Tan identificada está con las metáforas que en muchas ocasiones se olvida de que no son más que eso, metáforas.

            Junto a las metáforas abundan los supuestos o las hipótesis (hipótesis que se confunden con tesis o teorías). Recordemos la reflexión de Edmund Phelps 18 sobre la escasa contrastación de las teorías económicas.

            Y un infatigable compañero de viaje de ambas son los prejuicios, sustentados en intereses concretos, en presupuestos ideológicos, o en ambos a la vez.
Veamos, bajo esta perspectiva, algunos de los conceptos (verdaderos arcanos, a veces) que maneja la Teoría Económica y que están presentes en la toma de decisiones públicas en el ámbito de la Política Económica.

   1. La productividad (aparente)

            Lo ilustraré a través de algunos ejemplos sencillos que expresan la dificultad existente en formular las preguntas de manera diferente, a pensar de manera distinta. El primero, que ya he referido en otras ocasiones (seguimos teniendo como referencia el empleo, más bien el volumen tan importante de desempleados y sus perspectivas futuras), hace referencia a la productividad (la productividad aparente, la más usada). La productividad es una ratio, un cociente, que consiste en dividir la cantidad obtenida, expresada en unidades monetarias, por el número de horas empleadas o por el número de trabajadores utilizados para obtenerla (unidades físicas). Pues bien, expresado en estos términos puede afirmarse que la productividad penaliza al empleo y bienes de escaso valor. Esto es, todas aquellas actividades intensivas en mano de obra y de escaso valor añadido (valor monetario) serán rechazadas o escasamente consideradas19. Es paradójico que una sociedad que concibe al empleo como su principal valor, construya un concepto que lo sitúa en desventaja. Si fuese consecuente, debería considerar como las más valoradas las actividades menos productivas, o simplemente para no disentir de los dictados del sentido del mortal común dar la vuelta al cociente. En ese supuesto, las actividades más productivas serían ahora las que más horas empleasen y las que menor valor monetario generasen. No olvidemos que la productividad, como la casi totalidad de los constructos sociales, son conceptos de naturaleza política o social, si se quiere, no técnicos. Son convenciones. Se formularon de una manera concreta, pero podría haberse hecho de otra bien distinta.

            A este respecto Keynes realizó algunas observaciones 20. Afirmó, en la década de los treinta del siglo pasado, que si se mantenía el crecimiento de las tasas de productividad por encima de la producción (como ocurría entonces, hace casi 80 años) en el transcurso de 100 años (la productividad ha aumentado más de lo previsto por el economista de Cambridge, y la brecha con la producción se hizo mayor) para sostener unos niveles aceptables de empleo (prácticamente pleno empleo) las horas de trabajo diaria (manteniendo el poder adquisitivo de los salarios) no deberían superar las 3 horas (15 a la semana). El problema no ha sido su previsión, que fue relativamente acertada. El problema fue que las ganancias de productividad (debidas al cambio técnico) fueron a parar en gran medida a los bolsillos de los empresarios, y una parte muy pequeña a obtener mejoras de productividad (obsérvese que los mayores esfuerzos destinados a la investigación, desarrollo tecnológico e innovación han partido tradicionalmente de los Estados, no de las empresas).

   1. El equilibrio corporativo. Valoración económica vs valoración social.

            Otro gran mito tiene que ver con el equilibrio corporativo. La traslación de los dictados de la Teoría Económica al ámbito de la empresa. Se suele afirmar que una ratio adecuada, para no alterar el funcionamiento óptimo de las empresas, es la que establece una relación entre quien más gana y quien menos gana en una proporción de 1 a 20 (1/20). Pues bien, de acuerdo con datos recientes, en pleno episodio de crisis, esta relación no ha dejado de crecer. Standard & Poor’s (una de las agencias de calificación salpicada por la crisis de los activos tóxicos) proporcionó a sus directivos unos sueldos que representaban 344 veces el salario de un estadounidense medio. Por su parte 50 gestores de Fondos de Inversión de productos financieros de alto riesgo (Hedge Funds) recibieron retribuciones que lo superaban en 19.000 veces. Un Consejero del Banco de Santander acaba de declarar que recibirá una pensión de más de 87 millones de euros, habiendo percibido en 2009 un sueldo de más de 10 millones de euros. Y aún así, la presión sigue siendo sobre los salarios. Es más, paradójicamente, los sindicatos siguen confundiendo la buena voluntad, que sin dudas puede que exista, con la aceptación de estos presupuestos (al menos en parte). De hecho, no acaba de comprenderse que parte de los problemas de la gobernanza corporativa son consecuencia de no haber establecido –como sugiere Stiglitz– una relación más estrecha entre las retribuciones y la contribución social ‘marginal’. Esto es, cuánto aporta cada cual a la sociedad y qué retribución recibe a cambio.

   1. Los precios y los beneficios. Los salarios y las ganancias

            Un último ejemplo. Me referiré a los precios. Se suele afirmar, ésta sigue siendo la posición dominante en los discursos económicos, que la rigidez de los salarios y los precios impiden el buen funcionamiento de la economía. Curiosamente una posición compartida tanto por la denominada Escuela de Chicago (seguidores de Milton Friedman) o neoclásicos, como por un sector de los economistas neokeynesianos. La conclusión a la que llega esta ideología, de importante influencia política en los últimos decenios, es que sería necesario flexibilizar los salarios y actuar de manera decidida contra la inflación, disciplinando los precios (ésta ha sido, por ejemplo, y sigue siendo, aunque con pequeños matices coyunturales, la lógica que prima en las actuaciones del BCE).

            Pero más allá de la denuncia de estos prejuicios que han venido marcando las actuaciones en política económica en los últimos años, me interesa ahora centrarme en un aspecto más concreto. Quisiera que pensásemos un instante en cómo se conforman los precios. Es bastante difícil seguir sosteniendo que, en general, los precios se forman como consecuencia del libre juego de la oferta y la demanda. Está probado empíricamente que esto no es así. Más bien son las relaciones de poder existentes las determinantes del precio, bien directamente o a través de convenciones previamente establecidas que proporcionan a los grupos más poderosos una ventaja adicional, una ‘ventaja comparativa’. O simplemente –como afirmase el economista William Ernest Kuhn en The Evolution of Economic Thought (1963)– derivado del «placer de los poderosos en elevar el precio de las cosas”.

            A mediados de los años 70 del pasado siglo, en plena crisis económica, se suscitó un debate en torno a la inflación en una situación no prevista, como suele ser habitual, por la teoría económica. Sufrimos una situación con precios muy elevados y simultáneamente unas tasas de desempleo muy altas, también. La curva de Philips ya no mostraba sus encantos 21. En este contexto se publicó un trabajo de José Luis Sampedro titulado La inflación en versión completa (1976), en él, quien tal vez sea más conocido por su producción literaria, discutía algunos de los postulados que por entonces se sostenían. Hablaba de inflación, de precios, de salarios, también de beneficios. Del desconcierto, cómo no, existente en la ciencia económica. Sampedro, en su reflexión sobre la relación existente entre precios y salarios y la necesidad de mantener a ambos bajo control, destapa un personaje que permanece siempre oculto y de mantenerlo a buen recaudo ya se encarga la economía convencional o estándar y sus valedores hoy: los economistas neoclásicos. Llama a escena a los beneficios empresariales. Y dice lo siguiente: «He anunciado que iba a mantenerme dentro de los costes, pero es sabido que los beneficios no se consideran como un coste, sino como una ganancia residual, algo que otorga el mercado. Está claro, sin embargo, que hay que incluirlo entre los componentes del precio capaces de impulsar éste hacia arriba, aunque el hecho de que la empresa sea el eje central de todo sistema le confiera al beneficio una consideración privilegiada; en el sentido de que mientras al incluir los salarios entre los costes parece que se está ya sugiriendo la conveniencia de reducirlos todo lo posible (como los costes en general), en cambio el beneficio queda a salvo de esa connotación negativa. En otras palabras, esa consideración del beneficio [puramente convencional e interesada] ayuda a inocular el razonamiento siguiente: conviene que los salarios sean bajos, como todos los costes; pero el beneficio no crea alza de precios, porque éstos los determina el mercado previamente y el empresario no hace sino retener la diferencia entre ese precio y sus costes. Cabe añadir incluso que los el razonamiento queda demostrado con la ‘prueba’ de que los beneficios a veces son negativos; es decir, son pérdidas. Frente a todo estos –que puede ser sutil, pero tiene su eficacia condicionante– cabría simplemente imaginar qué otra teoría puede construirse por autores amigos de los salarios, y no de los beneficios, remunerando al gerente por su trabajo (que sí se convierte en coste y conviene minimizar) mientras el residuo hasta el precio de mercado remuneraría al trabajo y se repartiría entre los obreros» 22.

            El mismo empeño en moderar los salarios y estimular el crecimiento de los beneficios existe respecto a la contención del gasto público. Salarios y dotaciones públicas destinadas a cubrir las necesidades del conjunto de la población son enviadas al banquillo. Hoy al igual que entonces parece que nos encontremos ante la misma disyuntiva. Paul A. Samuelson se oponía a la restricción del gasto y a la austeridad pública excesiva como respuesta a la crisis económica. Milton Friedman preconizaba justamente lo contrario. Ganó Friedman y sus pupilos, ¿quién triunfaría hoy?

A modo de conclusión

            Para concluir, quisiera hacerlo de forma propositiva. Es imprescindible no permanecer indiferentes a lo que está pasando. La cohesión, impedir a toda costa una fractura social, debe constituir el principal objetivo. El sentido de la responsabilidad debe llevarnos a huir de lo superfluo y fijarnos en lo verdaderamente importante en cada momento, en cada una de las decisiones que tomemos. Una sociedad movilizada se encuentra siempre en mejores condiciones para hacer frente a las situaciones difíciles.

            Duncan Green (2008)23, en un sugerente trabajo llama a la acción y reclama una presencia más activa de la ciudadanía. Comparte las tesis que en su momento en nuestro país defendía la Institución Libre de Enseñanza. La noble aspiración de construir un mundo libre de servidumbres y sustentados en ciudadanos libres. Y demanda un papel más activo de los Estados y más eficaz. En la dirección que ya indicase Thomas Jefferson. Esto es, Estados concebidos como instrumentos para la defensa de los intereses generales de la población y frente al poder despótico.

            Responde a las dos preguntas claves del texto de la siguiente manera: «¿Por qué una ciudadanía activa? Porque si queremos que las personas vivan una vida digna, y que los Estados, las empresas y otros rindan cuentas de sus acciones, resulta imprescindible que la gente pueda determinar el rumbo de sus propias vidas, luchando por los derechos y la justicia en sus propias sociedades. La ciudadanía activa es fundamental para obligar a los Estados de hoy a trabajar de forma eficaz para poner fin a la pobreza y la desigualdad, y hacerlo de manera sostenible. ¿Por qué Estados eficaces? Porque la Historia nos demuestra que ningún país ha logrado prosperar sin un Estado que gestione de manera activa el proceso de desarrollo (...) Nada de esto es fácil. El filósofo alemán Georg Hegel describió el Estado como una ‘obra de arte’. Como obras de diseño consciente, las mejores Constituciones y los mejores Estados pueden compararse con los mayores logros de la civilización en los campos de las artes visuales, la música, la filosofía o la poesía.»

            Émile Chartier, de seudónimo Alain, ensayista y filósofo francés, por su parte, nos apercibe que los seres humanos no estamos genéticamente diseñados para las distancias cortas. En sus Propos sur le bonheur nos anima a observar que: «El verdadero saber no se encierra jamás en alguna cosa muy cerca de los ojos (…) El ojo humano no está hecho para esa distancia; su reposo son los grandes espacios (…) Si queremos que el cuerpo esté bien, es necesario que la mente viaje y contemple (…) Mira a lo lejos.» 24
Sevilla, noviembre de 2010.

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Antonio Cano es profesor del Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad de Sevilla.
1 Joseph Stiglitz (2010) afirma lo siguiente: «La política económica implica compromisos –ganadores y perdedores– y dichos compromisos no pueden dejarse solamente en manos de los tecnócratas. Los tecnócratas pueden decidir sobre cuestiones cómo qué tipo de programas de ordenador hay que utilizar, pero la política monetaria [por ejemplo] implica compromisos entre la inflación y el desempleo. A los tenedores de bonos les preocupa la inflación; a los trabajadores, el empleo. Durante un tiempo, algunos economistas argumentaron que a largo plazo los compromisos no existían –una tasa de desempleo demasiado baja da lugar a una inflación cada vez mayor– incluso si no hubiera compromisos a largo plazo, los hay a corto plazo; y hay una incertidumbre acerca de la tasa de desempleo exacta por debajo de la cual se dispara la inflación (técnicamente denominada la tasa de desempleo no aceleradora de la inflación [NAIRU]), y ello a su vez significa que las medidas de política [económica] influyen en quien asume los riesgos». Caída libre. El libre mercado y el hundimiento de la economía mundial. Ed. Taurus.

2 El Correo de Andalucía, 30 de noviembre de 2009.

3 Freakonomics. A Rogue Economist Explore the Hidden Side of Everything. Penguin Books.

4 En el ámbito de la psicología y las neurociencias se viene afirmando que las personas no aprendemos sobre la base de los errores en que incurrimos, sino más bien sobre los aciertos.

5 Una de las mayores preocupaciones entonces era el empleo. La Gran Depresión había dejado sin empleo a centenares de miles de trabajadores, la principal fuente de ingresos se disipó con el voluminoso desempleo. Por ello, la Ley de Empleo de 1946 fue una de las principales respuestas. Con ella se reconocía que el pleno empleo era un objetivo nacional. Y era responsabilidad del gobierno garantizar su cumplimiento.

6 Al hilo de esta reflexión Zygmunt Bauman (2008), el sociólogo alemán, se pregunta –en el trabajo citado más arriba– acerca de las oportunidades que la ética encuentra en un mundo donde la lógica del consumidor se erige en el modelo a seguir. Y concluye que de igual modo que la capacidad de aguante de un puente se mide no por la fortaleza media de sus pilares, sino por la del pilar más débil, y el viaducto se construye luego a partir de ésta, la confianza y los recursos de una sociedad se miden por la seguridad, los medios y la autoconfianza de sus sectores más débiles, y crece a medida que éstos crecen.

7 No quiero pecar de dar excesivo peso a lo ‘económico’, aunque tenga su importancia y en este caso vaya de esto. Soy consciente que en el contexto en que tuvieron lugar las revueltas del 68, además de la ‘economía’ pesaban otros aspectos tales como: la descolonización, la guerra del Vietnam, el deterioro de las instituciones, el medio ambiente, de los partidos políticos, sindicatos… La crisis que se vivió entonces, también como ahora, como casi siempre, tenía otras aristas, era poliédrica. Las causas y efectos eran múltiples.

8 A propósito de las medidas de recorte del gasto (7.260 millones de euros) formuladas por el nuevo gobierno británico (una coalición conservadora y liberal) en su toma de posesión el Financial Times concluía: «En los tres próximos años habrá un verdadero baño de sangre». El propio David Laws, a la sazón nuevo Secretario del Tesoro, afirmó: «Los días de la abundancia en el Sector Público han terminado».
De otro lado, es conveniente concebir los Estados de Bienestar como una respuesta ante los graves sucesos que acontecieron en la Europa de principios del siglo XX. No son un regalo, un privilegio que se pueden permitir los ricos. Es la salida que se consideró más adecuada para ordenar la sociedad y estabilizar las instituciones. En principio fueron concebidos como una necesidad. El círculo virtuoso que se generó en torno a esta propuesta es lo que otorgó un valor adicional que no estaba en los cálculos de quienes lo diseñaron.

9 Utilizo esta palabra en una doble acepción. Atendiendo, de una parte, a los efectos de sus consecuencias. Al daño. De otra, a su componente trágico. Entendida la tragedia no como el dolor, sino como –siguiendo la definición dada por Alfred North Whitehead– la solemnidad despiadada del desarrollo de las cosas.

10 El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan. Alianza Editorial. 2010.

11 Harvad University Press. 2008.

12 El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era. Ediciones Paidós Ibérica SA. 1996.

13 Es un conjunto de principios, conceptos y técnicas que permiten crear un sistema ‘más productivo’ a fin de reducir el tiempo entre la colocación del pedido y la entrega del producto o servicio, a través de la eliminación de todo aquello que no agregue valor monetario, exprimiendo al máximo el tiempo y los movimientos, permitiendo el flujo continuo del producto o servicio.

14 “Precariedad y mercado laboral. Un análisis a medio plazo de las respuestas políticas disponibles”, en ¿Qué crisis? Retos y transformaciones de la sociedad del trabajo. Tercera Prensa-Hirugarren Prentsa SL (Gakoa Liburuak). 1997.

15 La Teoría General de la Ocupación el Interés y el Dinero. Fondo de Cultura Económica. México. 1974

16 “Las consecuencias económicas de Churchill (1925)”, en Ensayos de Persuasión. Ed. Crítica SA. 1988.

17 Tomo prestado el título del trabajo de Emmánuel Lizcano Fernández (2006):
www.traficantes.net/index.php/trafis/.../Metaforas_que_nos%20piensan.pdf
Sobre el peso de las metáforas ver también Metáforas sobre la vida cotidiana de Lakoff y Johnson (1989). Una cita de su trabajo es la siguiente: “la metáfora es [a veces] la única manera [o una de las maneras más importantes] de percibir y experimentar, muchas cosas [pero no todas] en el mundo.” Los corchetes no forman parte del texto original, son matizaciones que podríamos asumir.

18 Al contrario que Phelps, que pone el acento en la necesidad de que la Economía, si aspira a ocupar un lugar entre las ciencias, deba someter sus teorías a la contrastación empírica, Milton Friedman ve irrelevante los supuestos, las hipótesis. Es una manera de eludir un proceso como el anterior propio de cualquier disciplina científica y, de paso, validar directamente cualquiera de las teorías postuladas y su ineludible aplicación. O dicho de otro modo, una que la receta está prescrita hay que aceptarla sin más. La propia teoría da cuenta de sus bondades.

19 Entre las actividades intensivas en trabajo y de escaso valor económico, por ejemplo, estarían todas aquellas que tienen que ver con el voluntariado, con el estudio, con el cuidado de niños o mayores (estás requieren, por lo general, una atención personalizada), las tareas domésticas no retribuidas… Y, tal vez, justo por el escaso o nulo valor monetario que se les asigna que sean tan insuficientemente valoradas socialmente.

20 En junio de 1930, en una conferencia pronunciada en Madrid, señalaba: «El crecimiento de la eficiencia técnica ha tenido lugar con mayor velocidad que la que desarrollamos para tratar nuestros problemas de absorción de trabajo (...) Estamos siendo castigado con una nueva enfermedad (…) el paro tecnológico (...) Todo esto significa, a largo plazo, que la humanidad está resolviendo su problema económico. Predeciría que el nivel de vida de las naciones avanzadas, dentro de un siglo, será entre cuatro y ocho veces más alto que el de hoy (...) Sin embargo, no hay país ni persona, creo, que pueda considerar la era del ocio y de la abundancia sin temor. Porque hemos sido preparados demasiado tiempo para luchar y no para disfrutar. (…) En el futuro, durante muchos años, el viejo Adán será tan fuerte dentro de nosotros que todo el mundo necesitará hacer algún trabajo, si quiere sentirse satisfecho. (…) Turnos de tres horas o semanas de quince horas pueden eliminar el problema durante mucho tiempo. Porque tres horas al día es suficiente para satisfacer al viejo Adán que hay dentro de nosotros.»: “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”, en Ensayos de Persuasión, op. cit.

21 Alrededor de los años sesenta del pasado siglo Philips, Solow y Samuelson, estudiaron la relación existente el desempleo y la inflación (medida como crecimiento de los salarios). En 1958 Philips realizó el estudio para el Reino Unido (periodo comprendido entre 1861 y 1957). Por su parte, Solow y Samuelson lo hicieron con datos referidos a EE. UU. (desde 1900 a 1960). Ambos estudios encontraron una relación negativa entre el desempleo y la inflación. Una reducción en el desempleo sólo podía conseguirse a costa de un aumento de los salarios, que se traduciría en un aumento de precios. La curva de Philips indicaba que ya no se podía conciliar el pleno empleo con una situación de baja inflación. Y había que aceptar, en consecuencia, un nivel de empleo que fuese congruente con una tasa de inflación aceptable. Si se deseaba disciplinar a los precios, habría que aceptar una tasa de desempleo muy elevada. Esta relación dictaba las políticas públicas a este respecto. Si se quería mantener una situación de pleno empleo, objetivo prioritario durante los tres decenios transcurridos tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, se ponían en marcha políticas expansivas, desde el Sector Público, para estimular la demanda y el empleo, aunque esto supusiese tener que soportar niveles de precios más elevados. Sin embargo, a partir de los primeros años setenta, especialmente tras la primera gran crisis del petróleo, en 1973, esta relación se quiebra. En esos momentos unos precios muy elevados (alta inflación) coexistían con unas tasas de desempleo muy altas. Este fenómeno se denominó estanflación (stagflation). En este contexto, los ‘monetaristas’ (más conocidos como ‘neoliberales’) aprovecharon la coyuntura, favorable a su ideología, para centrar sus críticas en las actuaciones de los gobiernos y concluir que las políticas expansivas sólo alteraban el nivel de precios conduciéndolos irremediablemente al alza y que, sin embargo, no eran capaces de acabar con el desempleo. Y punto final…: ¡Se acabó la fiesta, se acabaron las políticas expansivas del Sector Público!

22 El texto entre paréntesis y entre corchetes es mío.

23 De la pobreza al poder: cómo los ciudadanos activos y los estados eficaces pueden cambiar el mundo. Oxfam Internacional. 2008.

24 Mira a lo lejos. 66 escritos sobre la felicidad. RBA Libros SA. 2007.




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