Los hombres no nacen, se hacen. El género es una construcción social y cultural: aprendemos a ser hombres y mujeres a través de los relatos de nuestra cultura, y a través de la socialización, primero con nuestra familia y círculo de gente más cercana, luego en las instituciones educativas. Nuestros modelos culturales de masculinidad y feminidad son los héroes y heroínas de nuestras novelas, cuentos, películas, canciones, series televisivas, cómics y videojuegos. La masculinidad es una performance que aprenden los hombres, y todo lo que se aprende se puede desaprender y reinventar.
Según Elisabeth Badinter, la masculinidad patriarcal se construye en oposición a tres grupos de personas: las niñas, los bebés y los homosexuales. Las niñas y los maricones son seres despreciables: son débiles, cursis, cobardes, dependientes, caprichosos, torpes, tienen menos fuerza física y menos inteligencia. Esta es la razón por la cual cuando un niño no cumple con los mandatos de género, se le degrada a la categoría de ser inferior.
Ser hombre en un mundo patriarcal es agotador, porque, para no verse marginados, los hombres tienen que demostrar continuamente su hombría. Además, viven compitiendo entre ellos para ocupar los puestos más altos de la jerarquía social, aunque sólo unos pocos hombres tienen el poder. El resto asume su posición en la jerarquía sometiéndose a los de arriba, y oprimiendo a los de abajo: para que un macho alfa pueda ser inmensamente rico, los demás tienen que ser inmensamente pobres. Así es como se alían el capitalismo y el patriarcado para que el mundo funcione en base a esta estructura de poder tan injusta y cruel.
Los hombres, entonces, no sólo son opresores, sino también oprimidos. Tienen más privilegios y derechos que las mujeres, pero también son explotados por hombres con más poder que ellos. Los hombres que no compiten, los que no obedecen, los que son diferentes pagan un coste muy alto por no ser como los demás. Desde la infancia hasta la muerte sufren burlas, humillaciones, acoso, agresiones físicas, torturas, violaciones, asesinatos: el patriarcado no soporta la disidencia. Los castigos van desde el rechazo familiar y social hasta la pena de muerte, como sucede en países que aún tienen leyes que permiten asesinar a hombres homosexuales, bisexuales y transexuales.
La identidad masculina en el patriarcado se construye en base a la aprobación y el reconocimiento de los demás hombres de la manada. La posición dentro de la jerarquía depende de su capacidad para acumular poder y riquezas, y para despertar la admiración y el deseo de los demás hombres y de las mujeres. Un macho alfa es más poderoso cuantas más mujeres penetra, y cuantos más hijos sea capaz de concebir.
El primer mensaje que reciben muchos chicos desde su más tierna infancia es: “Los hombres no lloran”. Llorar es cosa de niñas: para ser un hombre de verdad hay que ser un tipo duro capaz de reprimir las emociones. Así que lo primero que aprenden los niños es a mutilarse emocionalmente a sí mismos para no parecer frágiles, y a burlarse de todos aquellos que lloran o no saben o no quieren disimular su vulnerabilidad.
A muchos hombres esta falta de habilidades para gestionar sus emociones, para expresarse con libertad, para desahogarse y compartirse, les acompaña toda su vida. Las consecuencias para su salud emocional, psicológica, sexual y física son devastadoras. Sólo con echar un vistazo a las cifras de la violencia del hombre contra sí mismo y contra los demás, se entiende por qué la mayor parte de las personas que se suicidan en el planeta son hombres. Los hombres sometidos a la tiranía del patriarcado se autodestruyen más: sucumben al alcohol, las drogas, la conducción temeraria, las conductas de riesgo con las que demuestran su hombría y las peleas con otros machos en las que salen gravemente heridos o muertos.
Los héroes de nuestra cultura patriarcal son superhombres, seres sobrehumanos que ni sienten ni padecen, y que logran sus objetivos y resuelven sus problemas mediante la violencia. Son casi todos seres mutilados emocionalmente con escasas habilidades para comunicarse y relacionarse con los demás. Los niños educados en el patriarcado construyen su identidad en base a estos héroes violentos y mutilados; por eso les resulta tan difícil desnudarse, abrirse y compartirse entre ellos o con sus parejas. No están acostumbrados a hablar de sus sentimientos, al contrario que las mujeres, que aprendemos desde muy pequeñas a hablar con nuestras amigas de cómo nos sentimos, y dedicamos miles de horas a hablar, pensar y fantasear sobre el amor.
Las relaciones entre los hombres en las culturas patriarcales son extrañas. Por un lado, desarrollan su red afectiva en grupos exclusivamente masculinos. Pasan mucho tiempo de su vida juntos, aprenden juntos y tienen mucho contacto físico entre ellos gracias a los deportes. Un gol, por ejemplo, es una excusa perfecta para tocarse el culo y los genitales, abrazarse, darse besos en la boca o revolcarse por el suelo.
Sin embargo, el resto del tiempo tienen que esforzarse mucho para reprimir estas demostraciones de afecto: los hombres se pasan toda la adolescencia y la juventud evitando el deseo sexual hacia sus semejantes. Se duchan y duermen juntos, pero bromean todo el tiempo para espantar al fantasma de la homosexualidad que les acompaña siempre que están desnudos o que se tocan entre ellos.
Muchos de los hombres con los que he trabajado en mis talleres hablan sobre lo agotador que resulta estar siempre reprimiéndose y aparentando ser duros. Se sienten presos de unos miedos y unas normas no escritas que nos les permite sentirse libres para ser ellos mismos, para hacer lo que les apetece sin miedo a la tiranía del “qué dirán”.
Las relaciones con las mujeres son muy difíciles también: primero se relacionan con ellas desde el rechazo (no me gustan las niñas, no quiero ser como ellas), luego aprenden a relacionarse con ellas como objeto sexual y como piezas de caza, y después se les empuja al matrimonio y se les obliga a convivir toda su vida con alguien del género femenino a quien no comprenden y no pueden ver como a una igual.
Mientras las niñas ponemos al amor en el centro de nuestras vidas, los hombres aprenden a defender su libertad y su autonomía por encima de todas las cosas. Pasan muchos años de su vida intentando no ser cazados por una mujer. El mensaje que el patriarcado lanza a los hombres continuamente es: “Las mujeres son todas unas putas, menos tu madre”. Su soltería es lo más preciado del mundo, por eso sólo la perderán cuando las presiones sociales para “asentar la cabeza” les lleven a elegir a una mujer que sea como mamá: que me dé de comer, que me lave, que me planche, que me cuide cuando esté enfermo, que satisfaga todas mis necesidades, que me quiera incondicionalmente, que nunca me traicione y que viva por y para el amor.
Esta es una de las razones por las cuales a los hombres obedientes les cuesta construir relaciones igualitarias con las mujeres. Para la mayor parte de los chicos educados en el patriarcado, el mundo de las mujeres se divide en dos grupos: las malas y las buenas. Con las primeras follas, con las segundas te casas. Las malas son mayoría, las buenas son difíciles o imposibles de encontrar.
Para la mayor parte de los hombres patriarcales, el amor es una guerra en la que siempre hay que ser el vencedor. Pierde el que se enamora ciega e irracionalmente, porque peligra todo su poder, su libertad, su autonomía. No hay nada más humillante para un hombre que verse dominado por una mujer y que los demás se rían. Desde esta lógica belicista, a los hombres les cuesta mucho enamorarse, comprometerse, convivir y trabajar en equipo con las mujeres.
Estos son algunos de los mandatos patriarcales que condicionan la construcción de la identidad masculina y las relaciones que los hombres mantienen con ellos mismos, entre ellos y con las mujeres. Los hombres se someten a este modelo de opresión y sumisión en diferentes grados, y su posición en la jerarquía de la dominación va variando a lo largo de su vida. Cuando son niños ocupan las escalas más bajas (aunque las niñas están todas debajo); cuando enferman, cuando envejecen y pierden su fuerza física y sus facultades, los hombres pierden poder y vuelven a las posiciones más bajas, aunque siempre por encima de las mujeres.
Todos los hombres que no se adaptan a las normas, que no cumplen con los estereotipos, que no asumen los roles o que desobedecen los mandatos patriarcales viven en las posiciones más bajas de esta jerarquía patriarcal. Las masculinidades disidentes se ven como un peligro porque desmontan los mitos patriarcales sobre la virilidad, y son la prueba de que hay muchas formas de ser hombre. De hecho, la masculinidad no es algo exclusivo de los hombres: hay personas que, aunque son criadas y socializadas como mujeres, se sienten hombres. Hay mujeres que son muy masculinas y otras que se masculinizan: la diversidad de las identidades de género es enorme.
En la medida en que vamos visibilizando otras masculinidades y vamos inventando otras nuevas, el patriarcado se va resquebrajando. Cada vez hay más hombres trabajando para visibilizar la diversidad de las masculinidades y para generar espacios de resistencia al patriarcado. Están aprendiendo a gestionar y a expresar sus emociones, a resolver sus problemas sin utilizar la violencia y a relacionarse con las mujeres desde la igualdad y el compañerismo. Las nuevas masculinidades están cambiando el mundo: como lo personal es político, con cada hombre que desobedece, con cada hombre que se libera, muere un poco el patriarcado.