Economía del colapso
Aunque en nuestra imaginación las
catástrofes suelan adoptar una forma apocalíptica, como en el desastre
de Hiroshima y Nagasaki, a menudo tienen formas menos teatrales: una
sucesión de pequeños desastres que acaban por generar un resultado
brutal. Muchas de las mayores tragedias de la humanidad, como la
sucesión de grandes guerras, han venido precedidas por esta dinámica de
los pequeños fallos que al final han conducido a una crisis inevitable.
Ésta es la forma que siempre he pensado que va a tomar —posiblemente ya
ha tomado— la crisis ambiental y la forma que está adoptando la
evolución de la actual crisis —mejor, recesión— económica. Mientras
suceden una serie de desastres intermedios aún queda espacio para
enderezar el rumbo, pero el apego a una línea de conducta inadecuada
bloquea esta posibilidad y conduce a una situación fuera de control.
Estamos
asistiendo a un nuevo episodio de este espiral de tragedias. Una nueva
tormenta irlandesa (siempre hay un país que sirve para nombrar cada
capítulo, un nombre que sirve para eludir el carácter sistémico del
proceso) que, de momento, ya ha justificado un plan de rescate y su
contrapartida de costes sociales, pero que anuncia nuevos episodios
(como los viejos comics de “aventis”) enfocando a Portugal, a España y,
más allá, a Italia y Bélgica. Si el rumbo no cambia parece evidente que
el ajuste español, por su tamaño, acarrearía un salto cuantitativo
importante. Que el modelo irlandés era inestable lo veía cualquiera que
no hubiera sido adoctrinado en la dogmática de la economía neoclásica
moderna. Pero el ajuste actual no se explica sólo en los fallos del
modelo sino también en la contumacia de las recetas.
Por una
parte desde el crac de Lehman Brothers la consigna ha sido no dejar
quebrar ningún banco más. En teoría esto se limitaría a aquellos con un
tamaño multinacional, pero en la práctica la cobertura se ha extendido a
un número mucho mayor de entidades. Ello supone una ruptura de la
lógica normal de la economía mercantil, que permite la quiebra o
concurso voluntario. (El acreedor deja de pagar, negocia una “quita” o
reducción de su deuda, unos plazos de pago generosos y, si todo ello es
insuficiente, se liquida; lo que supone que los deudores pierden parte
de sus ingresos, pagan por sus errores a la hora de evaluar riesgos). La
única forma de evitar este proceso es transfiriendo la deuda al sector
público, impidiéndo a éste actuar como un ente privado y por tanto
endeudando de sopetón al conjunto de la población. La justificación que
se da al impedimento de la quiebra bancaria es que, de producirse,
afectaría gravemente al hipersensible sistema financiero, lo que
generaría un proceso en cadena de incalculables y peligrosas
consecuencias. Pero si se acepta este razonamiento, lo que hay que hacer
es una regulación/reordenación del sistema financiero que reduzca su
hipersensibilidad, que imponga cortafuegos, impida comportamientos
erráticos, corte la especulación generadora de desastres. El sistema
financiero siempre ha sido una fuente de problemas, pero no cabe duda
que la liberalización neoliberal ha incrementado su inestabilidad y sin
reconducir este problema sólo queda averiguar dónde estallará la próxima
bomba y a qué país le tocará aplicar un ajuste/rescate.
Por otra
parte está la Unión Europea. Creada con un modelo que por un lado deja
sin control los movimientos del capital y por otro genera directrices
rígidas a seguir por los gestores públicos. Un modelo de actuación
impuesto al alibi por la dogmática neoliberal y por la pretensión de los
grandes países (especialmente Alemania) de imponer sus directrices al
resto. El resultado es un modelo que ha fallado en la prevención de los
problemas (es notorio el nulo control del pomposo Banco Central Europeo
sobre la actuación de la banca privada) y constituye un fracaso en el
tratamiento de la enfermedad. La política de austeridad impuesta a los
países con problemas no sólo genera enormes costes sociales sino que
convierte el endeudamiento en un mal endémico para muchos años. La
negativa del BCE a intervenir en el mercado de la deuda (como sí lo ha
hecho la Reserva Federal comprando cantidades ingentes de bonos basura)
alimenta las tensiones financieras de los estados en dificultades, pues
permite a los piratas financieros hacer “apuestas” que fuerzan a
incrementos criminales de los tipos de interés. Muchas de estas
presiones no se hubieran desencadenado si el BCE hubiera adquirido deuda
griega e irlandesa y mucho menos si no se hubiera forzado a los estados
a “socializar” las deudas privadas de sus bancos.
El camino del
desastre está marcado por políticos y técnicos incompetentes que no
saben reconocer que el manual con que se orientaban lo había escrito
gente fantasiosa pero poco realista. La fuerza de los intereses creados,
de un sistema financiero todopoderoso impone un guión de tragedia
griega. Con sujetos que no pueden escapar de una lógica atroz. La
combinación de poderosos, y obsesivos, intereses de la elite mundial con
la desorientación, seguidismo y conservadurismo de los dirigentes
públicos (políticos y asesores) configura un cóctel letal para el
bienestar de la inmensa mayoría de la población.
Nos quieren
hacer pagar por un endeudamiento que es, básicamente, el resultado de
los problemas generados por el modelo neoliberal: el desequilibrio
exterior recurrente de muchos países, las desigualdades de renta
intolerables y un sistema financiero desbocado. Sin atajar estas tres
grandes cuestiones la sucesión de sociedades con problemas será
persistente (y su injusta traducción en graves costes sociales para la
mayoría). Y por ello hay que partir de la base de que el tema de la
deuda no tiene solución sin una reducción de la misma. Y la vía que se
me ocurre más sencilla es dejar que los grandes deudores privados, los
bancos con problemas, quiebren y funcionen los mecanismos clásicos de la
quita y el aplazamiento de pagos. Evidentemente no es la solución
global. Pero sí puede ayudar a impedir la expansión de una dinámica
enloquecida, al tiempo que ponga a debate las estructuras profundas que
están en el origen principal de los problemas: la dinámica de la
globalización, las políticas neoliberales, el modelo de construcción
europea...
En manos de los pirómanos
Tras examinarse ante
los grandes financieros internacionales, ahora Rodríguez Zapatero ha
repetido ante los verdaderos amos del país. Sólo ha sacado de la
convocatoria, por razones de imagen, a las principales empresas de
capital multinacional que controlan posiciones clave en el sector
industrial (aunque la presencia de multinacionales es tan grande que no
ha podido evitarlas del todo, Agbar y Cepsa se han colado en la
convocatoria). Se trata de una muestra representativa de quién manda en
el país, de cuáles son sus intereses reales, de cuál es su grado de
control sobre las decisiones públicas.
Si adoptamos un punto de
vista sectorial, encontramos 7 empresas financieras (Santander. BBVA,
Banco Popular, Banco Sabadell, la Caixa, Caja Madrid y la aseguradora
Mapfre), 8 ligadas a la construcción y a la gestión de servicios
públicos (ACS, FCC, Acciona, OHL, Sacyr, Ferrovial y las ingenierías
Técnicas Reunidas y Abengoa ), 5 energéticas (Repsol, Cepsa, Gas
Natural, Endesa, Iberdrola), 5 gestoras de servicios públicos (Hispasat,
Telefónica, Abertis, Agbar y la aeronaútica Iberia), 3 turísticas (Sol
Melià, Globalia y Riu), 3 de distribución (el Corte Inglés,
Inditex-Zara, Mercadona, más el representante de Anfac), 2 de medios de
comunicación (Telecinco, Planeta) y sólo 5 ligadas a distintas
actividades industriales y tecnológicas: Gamesa (equipos eólicos), Indra
(electrónica), MCC (grupo de las cooperativas vascas), Grifols
(farmaceútica) y Ebro Foods (alimentaria). Esta sola enumeración es
significativa del peso que tienen las distintas actividades en el núcleo
central de nuestro capitalismo. La mayor aglomeración sectorial se
encuentra también en aquellos que han protagonizado la burbuja
financiero-constructora. Por el contrario conviene subrayar que el único
grupo con una presencia claramente industrial es, no casualmente, un
grupo cooperativo que, por muchas cuestiones críticas que tiene
abiertas, sigue funcionando con una lógica bastante distinta que la que
ha regido en las empresas capitalistas prototípicas.
Hay otras
lecturas posibles de esta “selección nacional”. Por ejemplo, resulta
palpable que once de las empresas participan del patronato de la
Fundación Fedea, el principal productor de propuestas neoliberales y de
reformas estructurales del país (sólo cuatro de sus empresas-patrones
han sido excluidas del magno evento, la extranjera BP, las menores Bolsa
de Madrid e Ibercaja y el grupo March, ya representado a través de sus
participadas ACS y Abertis). Muchos de los presentes han firmado
asimismo el documento, también neoliberal, de la Fundación Everis. El
peso de empresas cuyo negocio se basa en la gestión de servicios
públicos o el suministro público es aplastante (incluidas aquellas que
provienen directamente de las privatizaciones de la década pasada). No
era por tanto imaginable que de la mayoría de estas empresas salieran
propuestas orientadas a un cambio profundo del modelo productivo, sino
más bien demandas que refuercen sus líneas de negocio. Ellas han sido
las principales creadoras-beneficiarias del modelo que nos ha conducido
al desastre. Y en lugar de exigirles responsabilidades y emprender su
reforma estructural, se les pide una vez más que sigan orientado nuestro
futuro.
El resultado de la reunión ha seguido la pauta esperada.
Más bien han sido las empresas las que le han marcado el camino al
Gobierno, y le han exigido “que no le tiemble el pulso”, que no ceda
ante las presiones sociales. Y han sido precisos en sus demandas:
culminar la concentración/privatización de las cajas, aclarar el modelo
energético (freno a las renovables que complican el modelo de negocio)
y, sobre todo, reforma laboral y de pensiones. Ya ha salido la propuesta
de crear un organismo nacional de control de la competitividad para
“poner presión”, o sea institucionalizar el desguace de derechos
sociales, la eliminación de barreras ambientales, condicionar la entera
vida social al evanescente objetivo de la competitividad.
En una
lectura crítica, el grado de sumisión de los poderes públicos a los
intereses de una minoría que globalmente representa un modelo de
capitalismo rentista y parasitario resulta absolutamente escandalosa.
Desde una perspectiva democrática, constituye un acto absolutamente
irresponsable que las únicas voces que escuche un presidente de Gobierno
de izquierdas sean las de estos intereses oligárquicos o las de sus
asesores áulicos (los 100 insignes). Desde una perspectiva reformista,
el desprecio que se hace al tejido social (incluso a los segmentos más
vivos del mundo empresarial) demuestra la estolidez de unas elites
dirigentes que sólo son capaces de pensar la economía en clave de unos
pocos intereses. El gobierno se rebaja a ser un mero ejecutor de los
grandes intereses, con unas formas que nos llevan a recordar las más
esquemáticas formulaciones marxistas sobre el papel del Estado. Podemos
pensar en inculpar a estos dirigentes políticos por alentar a los que
han creado un grave problema de inseguridad económica.
Macroproyectos y saqueo público
Los
grandes proyectos de infraestructuras se hacen más en función de los
beneficios que de las necesidades reales. Sus promotores y
propagandistas exageran siempre los beneficios potenciales y minimizan
sus impactos sociales y ambientales. Para el negocio todo vale. Es algo
que economistas ecológicos como José Manuel Naredo y Federico Aguilera
llevan años demostrando. La “crisis de las autopistas” constituye un
ejemplo de libro de todo este entramado de intereses, despilfarro y
saqueo público.
El Gobierno del PP impulso la construcción de una
nueva generación de autopistas de peaje, la mayoría en las cercanías de
Madrid (radiales, eje Aeropuerto, Madrid-Ocaña-La Roda, Madrid-Toledo) y
en el Sureste (circunvalación de Alacant, Alacant-Cartagena,
Cartagena-Vera). Una vez realizados estos proyectos, que se han
financiado con avales públicos que totalizan 3.513 millones de euros, se
han demostrado un fiasco. Por dos razones básicas: porque el tráfico
real es muy inferior al previsto para justificar el proyecto (en el caso
más escandaloso, la Madrid-Barajas, sólo se ha llegado al 13% del
tráfico previsto) y porque algunos fallos judiciales elevaron
sustancialmente el pago de las indemnizaciones a los propietarios de los
terrenos expropiados para construir las vías. Todo un clásico de los
macroproyectos: exageración de los beneficios potenciales y saqueo de
los intereses de personas con poco poder social. Lo lógico, de seguir
los manuales de capitalismo competitivo, es que las empresas que erraron
sus previsiones apechuguen en forma de pérdidas. Pero en el
neocapitalismo oligárquico los problemas se resuelven apelando una vez
más al paternalismo sumiso de papá Estado, y así las autopistas (sus
promotores) van a ser salvadas con dinero público: Por una parte con
créditos participativos del Gobierno (inicialmente 135 millones de
euros, hasta alcanzar los 250 millones), esto es, créditos que pasan a
convertirse en capital no recuperable en caso (seguro) de pérdidas. Y
por otra parte con una aportación de 80 millones de euros como “adelanto
de ingresos”, justificados como la diferencia entre los ingresos reales
por peajes y el 80% de los ingresos teóricos previstos en los próximos
tres años (algo totalmente fantasioso visto el bajo nivel de uso de
estas autopistas). Como parece que el PP está poniendo trabas a esta
última cuestión, el Gobierno ya ha aprobado el pasado 26 de noviembre un
nuevo régimen tarifario y una prolongación del plazo de concesión a
alguna de estas empresas (la RII de Madrid, la Alicante-Cartagena).
Seguramente el siguiente paso será la nacionalización completa, regada
eso si de una nueva compensación.
A riesgo de pasar por demagogo
no me resisto a transcribir los nombres de los propietarios beneficiados
por la medida. No hace falta ser muy experto en economía para adivinar
los nombres de los interfectos: Abertis, Acciona. ACS, OHL, FCC,
Ferrovial, Sacyr, OHL, Caja Madrid (todos invitados por Zapatero) a los
que se suman algunos elementos de la segunda línea de empresas
constructoras (Comsa Emte, ICC, Ploder, Sando, Azvi). Puestos a ser
malpensados vale la pena anotar que casi todas las empresas del núcleo
duro aparecen implicadas en varios de los más importantes escándalos de
corrupción que asolan el país, como el caso Brugal (Sacyr), Orihuela
(ACS, Acciona), Telde (ACS) o el Palau de la Música (Ferrovial). Eso sí:
todos ellos empantanados en complejos procesos de los que nunca se
llega a ver la salida. Es incluso morboso detectar que ha sido el grupo
parlamentario de CiU el principal promotor de la medida. Una buena
muestra de su modelo de colaboración público- privada.
Más allá
de la anécdota cruel de inflar con fondos públicos la cuenta de
resultados de unas empresas incompetentes (pues ello y no otra cosa es
invertir en una actividad que no tiene mercado) lo que este caso muestra
a las claras es la lógica de muchas de las políticas de
infraestructuras: megaproyectos pensados sobre todo desde el punto de
vista de conseguir transferencias públicas a costa de construir
equipamientos infrautilizados, de tronchar el territorio, de destruir
otras formas de actividad y de generar graves problemas ambientales. Tdo
ello da una idea de cómo estamos sometidos al poder obsceno de una
oligarquía despiadada y unos políticos sin sentido de lo público.