El resultado de la primera
confrontación parlamentaria entre las fuerzas que apoyan la reforma
constitucional propuesta conjuntamente por PP y PSOE y las que denuncian
su contenido y las formas escasamente democráticas con las que
pretenden su aprobación ha sido apabullante: 318 votos a favor de la
reforma, 16 en contra y 2 abstenciones. PP y PSOE consiguen el apoyo del
único parlamentario de UPN. El rechazo a la reforma de PNV, ERC, BNG,
IU-ICV, UPyD y Na-Bai suma un aislado voto del grupo socialista, el de
Antonio Gutiérrez. Coalición Canaria se abstiene. Y CiU adopta la
inédita postura de no votar y unirse en la práctica a los cuatro
diputados ausentes.
Pese a ese decepcionante resultado, nada aún está perdido. Lejos de
tirar la toalla, es hora de que la ciudadanía redoble los esfuerzos para
que la confrontación política se sustancie democráticamente en un
referéndum y en un debate social que PP y PSOE intentan eludir.
La cumbre franco-alemana del 16 de agosto fue el detonante de la poco
pensada reforma constitucional propuesta por Zapatero en el tramo final
de sus últimas semanas en la Moncloa. En medio de una vacua perorata
sobre la mejora de la gobernanza europea, la pareja formada por Merkel y
Sarkozy ofreció a sus socios la amarga píldora que deberán tragar antes
del verano de 2012: incorporar la denominada “regla de oro”
presupuestaria a las constituciones de los 17 Estados miembros de la
eurozona.
Las conclusiones de una cumbre que simboliza el apabullante dominio
político que ejerce la derecha en Europa fueron saludadas por Zapatero
como “un importante avance para la unión económica de la zona euro”. En
realidad, el debate sobre la propuesta de emisión de eurobonos fue
explícitamente evitado por Merkel y ni siquiera llegó a cuajar el
aumento de la capacidad de intervención del Fondo Europeo de Estabilidad
Financiera (FEEF) para atender, en caso necesario, las necesidades
financieras de España e Italia. La cumbre no alumbró ninguna vía de
avance en una imprescindible y futura solución de la crisis de la deuda
soberana que deberá incorporar necesariamente formas razonables y
viables (aceptables por parte de todos los Estados miembros) de
mutualización de recursos, garantías y riesgos.
Por mucho que se utilicen lupas de mil aumentos, las deshilvanadas
propuestas adoptadas en la cumbre franco-alemana no guardan relación
alguna con el avance de la unión económica ni con formas embrionarias de
federalismo fiscal.
Las consecuencias reales e inmediatas de la cumbre franco-alemana no se hicieron esperar.
El 23 de agosto, en su comparecencia en el Parlamento, Zapatero ofrecía
públicamente a la oposición de derechas un acuerdo para elevar a rango
constitucional la limitación estricta del déficit público. Al final de
su segundo y último mandato, Zapatero daba sus postreros pasos en la
perseverante actuación que ha caracterizado a su Gobierno desde mayo de
2010 y que le ha conducido a asumir las políticas que proponía la
derecha europea y española, incumplir buena parte de sus compromisos y
cortar lazos y complicidades con una parte significativa de la base
electoral progresista que le aupó al poder ejecutivo. Para sorpresa de
extraños y propios, incluido el candidato Rubalcaba, Zapatero ha querido
ser el primero en incorporar a la Constitución la regla de oro
defendida por las fuerzas conservadoras y los sectores más ultras del
pensamiento económico liberal que reafirman de este modo la utilización
sectaria de su hegemonía en las instituciones europeas.
Tras los hechos ocurridos, ha quedado aún más claro que antes que casi
nada puede hacer rectificar los planes de salida procapitalista y
antisocial de la crisis económica que están en marcha y respaldan los
mercados y los órganos de poder de la UE. Nada que no sea la resistencia
de la ciudadanía a unas políticas ineficaces e injustas y la presión
popular a favor de una salida progresista que haga recaer la mayor parte
de los costes de la crisis sobre los que la han provocado y disponen de
rentas y patrimonios para soportar sus efectos y reparar los daños
cometidos. O nada que no sea una agudización de la crisis de la deuda
soberana y la perspectiva cercana y cierta de un estallido de la
eurozona que provoquen una rápida y chapucera luz verde a la emisión de
eurobonos.
En la madrugada del viernes 26 de agosto, tres días después de la
comparecencia de Zapatero en el Congreso, Gobierno, PSOE y PP pactaban
incorporar a la Constitución Española (al artículo 135) las
disposiciones que establecen el principio de estabilidad presupuestaria,
el carácter absolutamente prioritario del pago de la deuda pública y
sus correspondientes intereses (por encima de cualquier otro pago
derivado del cumplimiento de las obligaciones de Estado en materia de
sanidad, educación o protección social de parados y sectores sociales
desfavorecidos), y una vaga referencia a supuestos de catástrofes,
emergencias y crisis que permitirían desbordar los límites fijados.
PSOE y PP trasladan a un acuerdo y a una ley orgánica que deberá
aprobarse antes del 30 de junio de 2012 los aspectos y detalles que
pueden provocar durante el trámite parlamentario mayores rechazos o
desazón en diputados y senadores: el límite del 0,4% respecto al PIB del
déficit estructural global máximo del conjunto de las Administraciones
Públicas; la concreción de ese tope en 0,26% para la Administración del
Estado y 0,14% para cada una de las comunidades autónomas, ya que
ayuntamientos y diputaciones deberán cumplir un estricto equilibrio
presupuestario o déficit cero; y las sanciones que sufrirán las
Administraciones que vulneren esos límites.
Aunque los matices y la letra pequeña de la reforma constitucional que
se acuerden en los próximos pasos del trámite parlamentario pueden ser
importantes, parece claro que los contenidos de una medida que entrará
en vigor en 2020 en nada podrán contribuir a solucionar los problemas
esenciales de reactivación económica, creación de empleo, cambio en las
especializaciones productivas o modificación del modelo de crecimiento
que están detrás de la crisis de la deuda soberana española. Por otro
lado, la redacción exacta de la correspondiente ley orgánica que
establecerá muchos de los detalles de la reforma se deja en manos del
partido que gane las próximas elecciones generales y al albur de sus
particulares intereses. A nadie se le escapan los indicios de que el
partido ganador será el PP son abrumadores y resulta aún más
descabellado, por ello, que Zapatero haya abierto las puertas de la
Constitución a la justificación de la ideología y los principios
económicos de las corrientes ultraliberales, a su obsesión por minimizar
el Estado y a su menosprecio por los gastos públicos de carácter
social.
¿Para qué sirve, entonces, una reforma constitucional apresurada que no
va a tener ninguna efectividad en la resolución de los problemas que
debe superar la economía española en los próximos años?
La respuesta más razonable que se ha escuchado hasta ahora es la misma
que se ha repetido en innumerables ocasiones desde mayo de 2010: para
recuperar la confianza de los inversores y para cumplir con las
exigencias o peticiones que nos plantea Europa.
La primera parte de esa respuesta ha sido desmentida una y otra vez por
los inversores que financian la deuda soberana española y que a la menor
oportunidad demuestran su desconfianza en la capacidad de España y el
resto de países del sur de la eurozona para cumplir con sus compromisos
de pago y estabilizar y reducir sus actuales niveles de deuda pública
mientras no resuelvan sus problemas de crecimiento efectivo y potencial.
Y la segunda parte, tiene trampa porque quien exige esa reforma no es
Europa sino las fuerzas conservadoras y liberales que mandan en las
instituciones europeas y los gobiernos de los grandes países europeos
que marcan el paso de la UE y que son, precisamente, las que con sus
políticas han llevado al borde del colapso a los países rescatados, al
euro y al propio proceso de construcción de la unidad europea.
Al margen de las ilusiones y miedos que hayan podido inducir a Zapatero a
realizar esta propuesta de reforma constitucional, ¿en qué se sustancia
la incorporación a la Constitución Española de un límite del déficit
público estructural y qué consecuencias previsibles puede tener esa
reforma? La respuesta es tan simple como preocupante. Va a impedir que
los grandes proyectos de inversión pública productiva puedan financiarse
y, por tanto, llevarse a cabo, supondrá un cuestionamiento añadido de
carácter permanente al gasto público social y obstaculizará la extensión
práctica de nuevos derechos sociales al dificultar sus posibilidades de
financiación.
En el terreno de las ideas, servirá para consagrar en la Constitución la
ideología ultraliberal que afirma que los Estados no saben seleccionar
proyectos de inversión eficaces que permitan modernizar el aparato
productivo, mejorar infraestructuras básicas y ampliar el potencial de
crecimiento de la economía. Una ideología ultraliberal que denuncia que
los proyectos en los que se embarca el sector público están marcados, en
todos los casos y ocasiones, por la corrupción, el despilfarro y la
ineficiencia. A diferencia, claro está, de unas empresas privadas que en
el imaginario neoliberal siempre realizan inversiones eficientes y
productivas. De nada vale que esas concepciones hayan sido desmentidas
una y otra vez por la experiencia histórica cercana y lejana. De nada
parece servir que la historia de la reciente burbuja inmobiliaria
demuestre hasta qué punto la brújula de la máxima rentabilidad conduce a
la monstruosa evidencia de una inversión irracionalmente elevada e
insostenible que genera tantos beneficios para los inversores como
pelotazos entre sus allegados y destrucción de factores productivos,
recursos naturales y materiales insustituibles que impactan
negativamente en las condiciones de vida de la ciudadanía y en el
potencial de crecimiento a largo plazo.
Si lo que realmente piensan las autoridades alemanas es que resulta
imposible un control efectivo por parte de las instituciones
comunitarias de las prácticas manirrotas de los gobiernos del sur de la
eurozona, no hay regla de oro que valga y lo que deberían hacer es
manifestar abiertamente su posición, defender con lealtad ante sus
socios los intereses nacionales que consideren conveniente y dejar de
fastidiar. Y, a continuación, atreverse a explicar a sus electores las
pérdidas que sufrirían los exportadores alemanes con el debilitamiento
de la unión económica y las pérdidas que encajarían los bancos alemanes
si la imposibilidad de atender los pagos de su deuda pública por parte
de los países periféricos de la eurozona se traduce en una declaración
formal de impagos.
Si por el contrario, Merkel y los países centrales de la UE que
respaldan las propuestas alemanas consideran que la responsabilidad en
el control de las cuentas públicas no es un patrimonio exclusivo de sus
virtuosas autoridades y que reglas e incentivos comunitarios pueden
propiciar una actitud responsable en la gestión de las cuentas públicas
por parte de los gobernante de los países periféricos, deberían proponer
unas reglas menos bastas, mecánicas y rígidas que las que han planteado
hasta ahora y posibilitar que se atienda adecuadamente las muy
diferentes situaciones económicas de los Estados miembros, tanto de sus
estructuras y especializaciones productivas como de las desiguales
presiones que deben soportar para alcanzar situaciones aceptables de
estabilidad macroeconómica, sin confundirla con estabilidad monetaria.
Tendrían que ser reglas suficientemente flexibles que diferenciaran, en
un primer nivel, el control y las restricciones destinadas a limitar el
gasto público superfluo de la promoción que merece la inversión
productiva; y, en una posterior aproximación, seguir distinguiendo entre
los pagos destinados a alcanzar los niveles mínimo de protección social
que exige la ciudadanía de los gastos que pueden ser recortados sin
suponer mayores costes sociales o económicos. Reglas capaces de
garantizar los recursos públicos destinados a incrementar la cohesión
social y territorial de la UE, que es también pese a su marginación
actual un principio consustancial del modelo social europeo, y a
promover una inversión pública eficiente o, en sentido contrario,
capaces de impedir gastos inútiles y proyectos de inversión faraónicos
que no tienen justificación económica, social o medioambiental.
Claro está que esa combinación de restricciones e incentivos es más
difícil de implantar que los límites cuantitativos mecánicos,
obligatorios para todos (desconsiderando las condiciones concretas y las
necesidades específicas de cada socio) y, en gran parte arbitrarios
(¿por qué el 3% o el 0,4% del PIB en el volumen del déficit público
global o estructural y no cualquier otra cifra?) que están imponiendo.
Pero nadie ha dicho que la tarea de control y promoción de la necesaria
estabilidad macroeconómica sea fácil y menos aún en una unión monetaria
que sufre de las debilidades e incoherencias institucionales de la
eurozona. Resulta ridículo que para alcanzar el control macroeconómico
que preconizan los grandes líderes europeos, las únicas medidas que
proponen (y tratan de imponer) sean intensificar controles
simplificadores y contraproducentes sobre la evolución cuantitativa de
unas cuantas variables monetarias y presupuestarias e incrementar las
sanciones para las economías de los socios más débiles que no pueden
alcanzar esos objetivos cuantitativos sin grandes costes económicos y
sociales.
Es absolutamente inadmisible, porque es una burla a la capacidad de
comprensión de sus interlocutores, la cháchara que se ha desatado en los
últimos días de agosto para justificar la reforma constitucional y que
trata de meter en el mismo saco del debate todo tipo de gastos públicos,
pontifica sobre la inexistencia de diferencias “entre la política
económica de izquierdas y de derechas” cuando hay que pagar tantos
intereses de la deuda y se engolfa en interrogantes tan ingeniosos como
el “¿quién ha dicho que sea de izquierdas endeudarse?”. Pues nadie,
nadie ha hecho semejante afirmación. Lo que sí se ha repetido en
innumerables ocasiones y con razón es que aceptar como obligación
constitucional que el Estado tenga un déficit mínimo reduce la capacidad
del sector público para acometer inversiones productivas eficaces y que
dar prioridad al pago de la deuda pública frente a todo tipo de gasto
social o de inversión pública no sólo es de derechas, sino muy de
derechas y forma parte de la monserga ideológica de los sectores más
ultras e indocumentados del pensamiento económico.
La reforma constitucional va a suponer, a partir del momento que se
apruebe y no sólo a partir del día que entre en vigor, un obstáculo
difícilmente superable para que la inversión pública cumpla el papel
insustituible que debe jugar en la modernización del aparato productivo,
la mejora del sistema educativo o el refuerzo de la investigación que
son imprescindibles para iniciar una nueva fase de recuperación que
permita compensar el tejido productivo, el empleo y el bienestar social
que han sido destruidos por la crisis y por el hundimiento de un modelo
de crecimiento y de unas actividades económicas que son irrecuperables.
En el terreno político, las consecuencias de la reforma constitucional
son aún más perversas. La inesperada propuesta de Zapatero y la
aceptación inmediata de Rajoy se producen , precisamente, cuando el
movimiento 15-M ha conseguido colocar en la agenda política y en el
debate social las preocupaciones de la ciudadanía sobre la calidad de
nuestra democracia, su escasa representatividad, la inclinación de los
representantes políticos a amoldarse a los dictados que marcan los
mercados o instituciones no legitimadas por el voto democrático y la
tendencia de gobernantes y legisladores a desconsiderar en sus
decisiones la opinión de la ciudadanía. Es precisamente en momentos en
los que el cuestionamiento de la clase política ha alcanzado mayor
intensidad cuando Gobierno, PSOE y PP alcanzan un pacto de reforma de la
Constitución con un apresuramiento injustificable y con el compromiso
expreso de no recabar la opinión de la ciudadanía mediante referéndum.
No podía nuestra clase política dar un ejemplo más claro de la escasa
calidad democrática de la política que practican, de su miedo a debatir
públicamente sus propuestas y de la desconfianza que manifiestan en su
capacidad para justificar en foros y debates públicos transparentes y
abiertos a la controversia sus decisiones. Es difícil, pero parecería
obligado que una organización política democrática como el PSOE fuese
capaz de defender ante la ciudadanía y ante sus propios electores por
qué lo que ayer consideraba ajeno y un paso atrás hoy lo hace suyo y lo
defiende como un paso adelante.
Parece clara, también, la necesidad de que todos los sectores
democráticos y progresistas denuncien esta reforma constitucional, tanto
por las formas poco democráticas en que se pretende llevar a cabo como
por su contenido, y se sumen a la exigencia de un referéndum que
favorezca un debate público transparente que proporcione información y
elementos de interpretación a la ciudadanía, permita una confrontación
democrática de todas las opiniones, devuelva a la mayoría social su
capacidad de decisión y, de paso, obligue a los representantes políticos
a escuchar las opiniones y la valoración que hacen sus conciudadanos de
su actuación.
Por de pronto y si aún no lo ha hecho puede sumar su firma a la
exigencia de referéndum promovida por el profesor Vicenç Navarro:
http://actuable.es/peticiones/pide-referendum-ratificar-reforma-la-constitucion.
Y, a continuación, sumarse a la reclamación de una democracia de calidad
y una salida progresista a la crisis que no acepte las imposiciones de
inversores e instituciones europeas y que se comprometa a que los
derechos económicos, laborales y sociales de la población sean tenidos
en cuenta y respetados.
A veces, los partidos de izquierdas deben extraer dolorosas enseñanzas
por no haber rectificado a tiempo y empecinarse en el cueste lo que
cueste sin atender la opinión de su base social y electoral. A veces,
una ciudadanía consciente de sus derechos puede dar lecciones de
responsabilidad y racionalidad a sus representantes políticos y exigir
su derecho a decidir en referéndum un asunto de tanta importancia como
una reforma constitucional en la que hay tanto en juego. Nos encontramos
ante una de esas raras ocasiones. Y no hay que desaprovecharla.
Nos ha fallado. Nos han fallado. Y hay que decírselo antes de que se
retiren o que las urnas les indiquen el camino a su casa… por si alguien
tiene el coraje de reconocer errores y capacidad para rectificar.