Aumentan las dudas sobre la solvencia del sistema bancario español
La última gota en la lluvia fina que desde hace meses deteriora de forma
inmisericorde la credibilidad del sistema bancario español y los
esfuerzos gubernamentales para apuntalarlo la acaba de poner Moody’s. La
agencia internacional rebaja en un peldaño la calificación del riesgo
de la deuda a largo plazo de diez entidades financieras, bancos privados
y cajas de ahorro; en dos peldaños, la de otras quince; y en tres o
cuatro peldaños, la de las cinco entidades que han salido peor paradas.
De los cuarenta bancos y cajas calificados, sólo diez mantienen el
ráting que tenían con anterioridad.
Era difícil elegir un peor momento para publicar unas valoraciones que
dejan en tan mala situación al sistema bancario español. Al día
siguiente de que Parlamento portugués rechazara el nuevo plan
gubernamental de austeridad y forzara la dimisión del primer ministro,
el socialista J. Sócrates. Y horas antes de la reunión de un Consejo
Europeo que debe aprobar medidas importantes sobre la reforma del fondo
de rescate temporal actualmente vigente, el diseño del fondo de rescate
permanente que entrará en vigor en 2013 y, como contrapartida a esta
ampliación e institucionalización del rescate financiero, el Pacto del
Euro. Un nuevo pacto de estabilidad monetaria que incluirá políticas y
compromisos de impulso de la competitividad, mayor austeridad, sanciones
más rigurosas y, quizás, un pequeño paso adelante para que la
aplicación de las nuevas sanciones se realice de forma automática o
menos permeable a las presiones de los socios más poderosos. El nuevo
Pacto del Euro sustituirá al Pacto de Estabilidad y Crecimiento y podría
convertirse en una losa para las economías con mayores niveles de deuda
pública y privada y menores capacidades competitivas que incurran en
déficit excesivos o no reduzcan a un ritmo adecuado los niveles de deuda
pública. Tiempo habrá de examinar sus pormenores.
Las calificaciones de Moody’s valen lo que valen. No pueden ser
ignoradas; menos aún cuando el probable rescate de Portugal dejaría a la
economía española al pie de los caballos. Y tampoco conviene
sobreestimarlas… ni ahora ni antes de la crisis, cuando proporcionaba
las mejores calificaciones a auténtica basura financiera y a entidades
bancarias que habían hecho de la aventura y el riesgo extremo su
negocio. No está de más la sospecha de que, al igual que antes de la
crisis, intereses contantes y sonantes hayan influido en algo en la
caída generalizada de las calificaciones. Puede que tengan razón los que
recelan que esa rebaja forma parte de un plan para acelerar la
integración de las cajas de ahorro, abaratar sus activos y adelantar su
venta a grandes grupos de inversión o bancarios. Si tal plan existe,
pronto asistiremos a nuevos movimientos que confirmen las sospechas.
Al margen de lo que diga Moody’s, la situación del conjunto del sistema
bancario español es grave. Muy grave si se exceptúa a los dos primeros
bancos privados y a la primera caja de ahorros. Más delicada aún que
hace dos años, cuando la crisis económica estaba en pleno apogeo. Y lo
peor de todo es que la estrategia liberal de reforma o sacrificio de las
cajas de ahorro puesta en marcha sirve de muy poco para arreglar las
cosas.
Para aminorar esa gravedad, habría sido muy positivo que los
responsables políticos, empezando por el Gobernador del Banco de España,
hubieran dedicado su atención y su valioso tiempo a sanear los activos
bancarios y promover un mejor funcionamiento de los canales crediticios,
en lugar de liderar campañas de agitación a favor de reformas (como la
del mercado laboral, las pensiones o la negociación colectiva) que en
nada van a contribuir a reactivar la actividad productiva, generar
empleo o superar las debilidades estructurales de la economía española y
de su sistema bancario.
Hace apenas dos años y medio, el Gobernador del Banco de España aún
sacaba pecho y ponía en valor su buen hacer profesional, sin ambages ni
falsas modestias: “Al iniciarse lo que he denominado tercera fase de la
crisis, el sector se sitúa en una buena posición de partida, y además el
Banco de España cuenta con la capacidad y tradición de saber resolver
las situaciones más complejas sin traumas para los ahorradores, ni para
la economía en su conjunto. No obstante, y aunque en el corto plazo no
haya ningún signo de problemas en las instituciones españolas, hay una
tentación en la que nunca debemos caer los supervisores bancarios: la
complacencia.” (Discurso pronunciado por el Gobernador con motivo de la
celebración del 50º aniversario de ESADE, 30 de octubre de 2008,
Barcelona)
La realidad acabó imponiendo su peso y desde hace meses la preocupación
es extrema y compartida por autoridades económicas, analistas e
inversores internacionales; además de por las empresas y los hogares que
sufren directamente la parálisis del crédito. Los problemas que más
resaltan son la imposibilidad de la mayoría de las entidades bancarias,
tanto bancos privados como cajas de ahorro, para financiarse en los
mercados internacionales, la depreciación de sus activos que aunque
imprecisa se estima cuantiosa, el ritmo creciente de la morosidad y,
sobre todo, la intensidad de los descalabros que podrían sufrir las
entidades bancarias en un futuro próximo si se confirma la prolongación
del estancamiento económico.
Los rasgos que evidencian la grave situación del sistema bancario español son numerosos.
Bancos y cajas deben afrontar un excesivo nivel de endeudamiento. Las
entidades bancarias acumulan una deuda que, tras descontar la que
corresponde a los depósitos de los ahorradores, suma alrededor de 1,12
billones de euros y es, por tanto, superior al PIB generado por la
economía española en un año. A subrayar que una parte muy importante de
esa deuda es externa.
Además, deben sanear unos activos que según las últimas y provisionales
estimaciones del Banco de España acumulaban a finales del pasado mes de
enero 110.689 millones de euros en créditos dudosos (algo más del 6% del
total de créditos). Lo más grave no es el carácter aparatoso de esa
cifra; lo peor es que la morosidad y la depreciación de los activos van a
seguir aumentando e impactarán sobre los equilibrios patrimoniales
básicos de las entidades bancarias. A pesar de la creencia dominante,
los bancos sufren con mayor intensidad que las cajas el aumento de los
créditos impagados. En enero de 2011, la morosidad en los bancos suponía
52.663 millones (un 6,3% del total de créditos pendientes de cobro que
forman parte de sus activos) mientras las cajas detentaban una cuantía
algo inferior de 48.834 millones (un 5,9% del total de sus créditos). Es
difícil saber si la peor evolución de los créditos de dudoso cobro que
muestran los bancos es un reflejo fiel de la situación real de sus
balances. Podría ser la consecuencia de una peor calidad en la gestión
de los riesgos de morosidad o, más sencillamente, el resultado de una
menor utilización de las técnicas de ocultación y maquillaje que permite
la contabilidad creativa.
Aunque las tasas de morosidad que soportan los bancos son algo mayores
que las de las cajas, éstas últimas tienen una mayor exposición a los
créditos vinculados al ladrillo y, como consecuencia, mayores riesgos
potenciales. Los bancos sumaban en septiembre de 2010 un total de
434.000 millones (el 52% del total de sus activos crediticios) en
activos inmobiliarios y créditos relacionados con la construcción. Las
cajas, por su parte, un todavía más abultado montante de 588.000
millones (el 69% del total de sus créditos). Resulta imposible
cuantificar con un mínimo rigor la evolución que en los próximos dos o
tres años va a experimentar la morosidad de los créditos concedidos a
hogares, empresas de construcción y promotoras inmobiliarias y la
pérdida de valor de los activos inmobiliarios que han sido incorporados a
los patrimonios de las entidades bancarias, pero parece lógico pensar
que tanto los créditos de dudoso cobro como la depreciación de activos
inmobiliarios van a seguir creciendo. Los riesgos asumidos por bancos y
cajas durante años para inflar la burbuja inmobiliaria fueron excesivos y
tienden a conformar un volumen inmanejable de activos tóxicos que hasta
hace apenas unos meses el Banco de España y el Gobierno seguían
minusvalorando.
Por otra parte, la mayoría de las entidades bancarias españolas tienen
grandes dificultades para obtener recursos en los mercados financieros
internacionales. La aversión al riesgo de inversores y prestamistas
internacionales ha aumentado de forma extraordinaria debido a la crisis
global y a la escasa confianza en que los agentes económicos públicos y
privados españoles puedan atender sus obligaciones de pago y hacen
difícil y costosa la obtención de la financiación internacional que
requieren las entidades españolas para refinanciar su deuda o pagarla.
Tal situación acarrea permanentes problemas de liquidez que, en gran
medida, han podido ser resueltos gracias a la financiación barata y
abundante que ha proporcionado el Banco Central Europeo (BCE) y que no
sabemos cuanto tiempo va a seguir proporcionando.
Por último, los potenciales problemas de solvencia de las entidades
bancarias no pueden encontrar solución en un escenario de mantenimiento
de altas tasas de paro, duras políticas de austeridad en el gasto
público, reducción significativa de la masa salarial global y debilidad
de la demanda interna que impiden la reactivación económica, achican el
negocio bancario, ocasionan un alza importante de la morosidad y
alientan la desvalorización de los bienes inmobiliarios.
No obstante, pese a que la gravedad de la situación no puede ocultarse
ni maquillarse, la existencia de algo más de 62.000 millones de euros en
provisiones específicas y genéricas ya constituidas permiten compensar
una parte significativa de la cuantía total de los créditos dudosos que
finalmente resulten incobrables. Y, además, hay que contar con los
fondos que podría movilizar el Fondo de Reestructuración Ordenada
Bancaria (FROB) para cubrir las pérdidas derivadas de una
intensificación de los créditos incobrables y la depreciación de los
activos inmobiliarios. Por ello, aunque existan muchas discrepancias en
torno a los fondos necesarios para rellenar el potencial agujero que
puede producirse en los balances de las entidades bancarias, pocos dudan
que esas necesidades van a ser de entidad: el Banco de España limitaba
su cuantía actual a 15.500 millones de euros en su última estimación del
pasado 10 de marzo, pero horas antes la agencia Moody’s ampliaba su
estimación potencial hasta los 50.000 millones y hay especialistas de
prestigio que elevan el monto de las pérdidas potenciales hasta los
180.000 millones si terminan afirmándose escenarios económicos
negativos.
A pesar del amplio abanico de las estimaciones de pérdidas actuales o
potenciales, la solvencia de buena parte de las entidades puede
considerarse relativamente asegurada por los instrumentos que ya han
sido creados para salvaguardarla. Siempre, claro está, que la mala
situación de la economía española no empeore, se prolongue más allá de
2013 o que la crisis de la deuda soberana de los países de la eurozona
no siga agravándose y aproximándose por el oeste. Ninguna de las tres
hipótesis anteriores puede ser descartada y, sumadas, añaden grandes
dosis de incertidumbre a la evolución de los riesgos vinculados a un
incremento inmanejable de la morosidad o a una depreciación más intensa
de los activos bancarios.
Los problemas del sistema bancario español tienen como consecuencia que
los créditos no lleguen a la mayoría de los agentes económicos privados
que los demandan y que, cuando llegan, resulten tan selectivos como
caros. Y van a seguir así hasta que no se realice el saneamiento de unas
entidades bancarias que deben disminuir significativamente sus niveles
de endeudamiento y mostrar una situación patrimonial y unas cuentas de
resultados que permitan recuperar la confianza de los mercados
financieros internacionales.
Nadie se ha hecho hasta ahora responsable de la mala situación que
presenta el sistema bancario ni de los activos dañados que en cuantía
similar acumulan bancos y cajas. Menos aún, por considerarlo un asunto
esencialmente privado, de la falta de atención que recibe buena parte de
la demanda de financiación que requieren hogares y empresas
solventes.
La burbuja inmobiliaria y crediticia fue inflada durante más de una
década por mercados, agentes económicos y entidades bancarias incapaces
de valorar los riesgos que asumían y cegados por unas altas tasas de
rentabilidad que obtenían endeudándose a bajos tipos de interés y
dopando financieramente actividades vinculadas a la construcción que
proporcionaban altas rentabilidades, pero que en nada mejoraban la
productividad y la competitividad de la economía española. Ni los
directivos de las entidades ni el supervisor del negocio bancario ni
cualquier otra autoridad política o económica han asumido algún tipo de
implicación o responsabilidad en el desaguisado producido.
Nada se hizo, tras el estallido de la crisis, para recuperar parte de
los canales y flujos crediticios desaparecidos y nadie se ha
responsabilizado de esa inoperancia. Y cuando las autoridades bancarias y
los responsables políticos despiertan a la realidad y perciben que no
han hecho nada o casi nada y que es imprescindible mejorar la situación
del sistema bancario se centran casi exclusivamente en aumentar los
requisitos de capitalización del conjunto de entidades bancarias,
endureciendo de forma tan unilateral como sesgada las exigencias de
patrimonio neto de las cajas de ahorro.
La recapitalización no implica ni presupone el saneamiento de las
entidades bancarias. La recapitalización supone un aumento de los fondos
propios de bancos y cajas que permitirá una positiva ampliación de los
márgenes de actuación para que las entidades afronten y encajen los
riesgos derivados de una mayor depreciación de sus activos. Nada más y
nada menos.
Sanear en profundidad el sistema bancario es otra cosa y requeriría que,
previamente, se reconociera y cuantificara la elevadísima exposición al
riesgo asociado al ladrillo en la que ha incurrido la inmensa mayoría
de las entidades bancarias, tanto cajas como bancos. Y tal
reconocimiento ocasionaría, dada la situación de buena parte de las
entidades, una grave pérdida de credibilidad del conjunto del sistema
bancario. Por ello, probablemente, para no perjudicar aún más la escasa
confianza en nuestro sistema bancario, el Gobierno ha optado por un
reconocimiento paulatino de los activos dañados y concentra sus
esfuerzos en promover la recapitalización de las entidades bancarias,
pese a que tal objetivo pueda ocasionar un nuevo obstáculo para la
reanimación del crédito.
La economía española ha entrado ya en el cuarto año de crisis y la
debilidad de las entidades y los canales de crédito sigue suponiendo una
dificultad añadida para la reactivación económica. Y no cabe esperar
que las reformas emprendidas permitan superar a corto plazo la parálisis
del crédito.
Los responsables del Banco de España y las autoridades económicas han
hecho muy poco por sanear los balances de bancos y cajas, se
despreocuparon de reducir los riesgos que amenazaban su solvencia y
limitaron su actuación a exigir un aumento del colchón de las
provisiones que permiten imputar en sus cuentas de resultados parte de
las pérdidas potenciales. Ahora, lejos de reconocer su inoperancia y su
incapacidad para valorar los riesgos y solucionar la delicada situación
del sistema bancario, se apresuran a restaurar la solvencia y la
rentabilidad de los bancos privados a costa de sacrificar las cajas de
ahorro, sin que ese sacrificio implique algún paso adelante en la
reanimación del crédito ni, mucho menos, en la salida de la crisis
económica.
Las cajas podrían haberse convertido en el instrumento público idóneo
para, con el imprescindible rigor, promover los flujos crediticios que
requieren las pequeñas y medianas empresas para subsistir, expandir la
oferta y calidad de los bienes públicos y financiar proyectos viables de
inversión productiva que generaran empleos, rentas y nuevas actividades
económicas sostenibles. Lejos de aprovechar los recursos y la
experiencia de las cajas de ahorro como banca relacional de proximidad,
con fuertes vínculos en sus territorios y comunidades de referencia,
proveedora de productos y servicios bancarios poco sofisticados pero de
gran incidencia social y eficacia económica, el Gobierno ha preferido
también en este terreno hacer suya, sin reserva alguna, la reforma de
las cajas respaldada por los grandes grupos bancarios y desconsiderar
toda posibilidad de constituir un banco público que coloque los recursos
financieros al servicio de un proyecto de modernización productiva y un
nuevo modelo de crecimiento y que integre la generación de empleo, la
eficiencia energética y la rentabilidad social en los análisis para la
concesión de sus créditos.
Aunque todavía es demasiado pronto para formular hipótesis rigurosas
sobre el desenlace del proceso de reformas del sistema bancario, lo más
probable es que desemboque en una pérdida de peso de las cajas y un
mayor predominio de los grandes bancos privados. Ofrecer a inversores y
grandes grupos bancarios una parte significativa del patrimonio y de la
cuota de mercado que poseen las cajas puede suponer nuevas fuentes de
rentabilidad y una vía específicamente española de saneamiento de los
grandes bancos privados, pero no implica necesariamente ganancias de
eficiencia, mejor atención a los clientes o ampliación de la oferta de
servicios bancarios. Los procesos de limitación (y desmantelamiento) de
las cajas que se han puesto en marcha contribuirán a reforzar el poder
de mercado y mejorar las cuentas de resultados de los grupos bancarios
que sobrevivan, pero que sean buenos para éstos no significa que vayan a
tener efectos positivos para la economía española ni, mucho menos, que
se mantenga la función que hasta ahora realizaban las cajas a favor de
la cohesión social y territorial de las comunidades de las que formaban
parte. Tampoco, claro está, van a suplir la obra social de las cajas.
Si el desenlace final de las reformas es, como aquí se presume, un
escenario financiero con más bancos privados y menos cajas de ahorro
habrá nuevos riesgos de exclusión para los sectores sociales más
vulnerables, más dificultades para que las pequeñas empresas y los
hogares con menos recursos accedan a los créditos y servicios
financieros que necesitan y menos incentivos para retener o localizar
actividades económicas en las regiones y comunidades autónomas
periféricas.
Parece que nadie es responsable de la situación en la que se encuentra
el sistema bancario. Y, por lo que barrunto, nadie tampoco se va a
responsabilizar de las consecuencias de la estrategia liberal de
transformación de las cajas de ahorro que ha terminado imponiéndose.
Probablemente, las urnas acabarán ajustando esa responsabilidad política
y cobrándola en votos. El problema es que los costes ocasionados a la
economía española y a los intereses de la mayoría de la población por
las decisiones adoptadas son, en gran medida, irreparables y va a costar
mucho esfuerzo y mucho tiempo compensar los daños y recuperar lo
perdido. Y esos errores y sus consecuencias nadie los va a pagar.
Gabriel Flores | Economista