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Micromachismo
Paloma Uría
08-03-2017
Artículo extraído de Página Abierta
Paloma Uría
Micromachismo
Enero de 2017.
(Página Abierta, 248, enero-febrero de 2017).
Ha sido el psicólogo argentino Luis Bonino quien ha popularizado la palabra
micromachismo. Este psicólogo y terapeuta utilizó el término, en un principio, para referirse
a ciertas estrategias de ejercicio de violencia y coacción en las relaciones de pareja en los
casos de maltrato. Son, en su opinión, estrategias que implican intencionalidad por parte
del varón que las utiliza. Pero si bien se parte del análisis de las relaciones de pareja en
casos de maltrato, pronto se extiende el análisis a las relaciones entre hombres y mujeres
en general, ampliando al mismo tiempo el concepto de violencia, de suerte que todo
comportamiento masculino, intencionado o no, que implique desvalorización,
discriminación o desprecio hacia las mujeres es un comportamiento violento que tiene
como objetivo mantener el poder de dominio de los hombres sobre las mujeres, es decir, el
mantenimiento del patriarcado.
Se nos presentan aquí al menos tres problemas conceptuales: el de patriarcado, el de
poder y el de violencia. El término patriarcado designa hoy un concepto vago, poco
preciso. En su origen, cuando lo hace suyo el movimiento feminista, se refiere a una
estructura social que mantiene sometidas, oprimidas, explotadas y discriminadas a las
mujeres y que se basa, según las diversas teorías, o bien en un sistema de producción
(por influencia marxista se habla de patriarcado capitalista) o bien en un sistema de
apropiación por parte de los hombres de la capacidad sexual o reproductora de las mujeres
(distintas versiones del feminismo radical).
Poco a poco estas teorías van debilitándose en la medida en que se debilitan los llamados
“grandes relatos”, y patriarcado pierde su significado estructural y pasa a tener un
significado más bien descriptivo, que puede ser, a veces, sinónimo de machismo o de
desigualdad o de discriminación de las mujeres, en general o en ámbitos concretos, y
puede significar también simplemente una actitud, cuando se usa como adjetivo (patriarcal)
[1].
Pero, últimamente, ha vuelto a adquirir un significado aparentemente más preciso: se
generaliza la idea de que el patriarcado es el poder que los hombres ejercen sobre las
mujeres. Aquí nos encontramos con otro concepto difuso, el concepto de poder, extraído
de la sociología, que suscita debates y controversias sobre su significado y que,
probablemente, se ha incorporado al discurso feminista a través de Judith Butler y, como
remota referencia, a Foucault (microfísica del poder) [2].
Desde el punto de vista de las relaciones interpersonales podemos considerar que los
hombres han ostentado poder de dominio sobre las mujeres y este poder ha sido
consagrado por las costumbres y por las leyes; pero no es menos cierto que, desde el
desarrollo de las sociedades democráticas –aún con sus limitaciones–, y sobre todo con la
irrupción del movimiento feminista, este dominio ha desaparecido de las leyes positivas y
es criticado por amplios sectores de nuestra sociedad, lo que no obsta para que siga
siendo causa de la subordinación, dependencia y sumisión de muchas mujeres. Sin
embargo, no parece que la estructura social española descanse ni exclusiva ni
fundamentalmente sobre el poder de los hombres sobre las mujeres. Las sociedades
humanas son sumamente complejas, con múltiples ejes de opresión, por lo que las
relaciones de poderes y contra poderes sociales son bastante complicadas y exigen
análisis rigurosos y concretos para que puedan ser modificadas.
El otro problema es el uso del término violencia. Cierto que la semántica es
suficientemente flexible para que los hablantes, fuera del ámbito científico, utilicemos las
palabras con un valor polisémico o metafórico, pero también lo es que para un correcto
entendimiento en los debates conviene acordar el sentido preciso que se les da en cada
momento concreto.
Así, en un principio, en el feminismo se reservaba el término violencia para el dominio o el
abuso ejercido mediante el uso de la fuerza física o psicológica, especialmente la ejercida
en el abuso o violación sexual o en el maltrato doméstico. Se utilizaban otros términos,
como discriminación, explotación, desprecio o desvalorización para otros episodios de
desigualdad o sumisión de las mujeres. Bien es cierto que podemos, si nos parece
oportuno, designar como violencia toda manifestación de opresión, explotación o
desigualdad, pero entonces se nos plantean cuando menos un par de problemas.
Uno, que será preciso aclarar en cada caso quien o quiénes ejercen dicha violencia sexista
(los hombres, el Estado, el sistema capitalista, el binarismo de géneros, las estructuras
sociales, la mentalidad colectiva) y quiénes la sufren (las mujeres, las personas trans,
gays, lesbianas, intersexuales…) para poder oponerse a ella con efectividad.
Otro, que si a todo llamamos violencia, ¿qué nombre reservamos para el maltrato físico o
psicológico y la violencia sexual, dos de las lacras más graves que sufren todavía muchas
mujeres en nuestra sociedad? Llamar a todo violencia difumina estas últimas graves
conductas y violaciones de los derechos humanos y no contribuye a situar claramente los
diversos problemas y situaciones de desigualdad y opresión de las mujeres.
Aunque esta concepción extrema del patriarcado y del poder subyace a la teoría de los
“micromachismos”, en muchos casos esta elaboración no es explícita. En una sección
aparecida en un diario digital titulada Micromachismos, las lectoras comunican
experiencias diversas que consideran abusivas, machistas y violentas. Ahí nos
encontramos con una lista de comportamientos masculinos de índole y gravedad muy
diversa; generalmente también son comportamientos individuales que no suelen perseguir
siempre un control o represión o violencia concreta sobre una mujer, sino simplemente una
manifestación de machismo, y, en el peor de los casos, de desprecio hacia las mujeres. Es
decir, son manifestaciones, más o menos graves, de una conciencia individual machista,
que puede o no reflejar una conciencia social machista.
Entre los ejemplos hallamos el llamado lenguaje sexista por el uso del genérico masculino,
el relato de chistes “verdes”, ciertas miradas recibidas (y probablemente lanzadas) como
lascivas… (por ejemplo, la mujer que se encuentra incómoda al entrar en un bar por cómo
la miran unos tíos), la publicidad considerada sexista…
Otros ejemplos relatados son muestra de una educación “antigua”, de un tiempo no muy
lejano en el que se consideraba a las mujeres más débiles, menos dueñas de su destino o
más dignas de un supuesto respeto: el camarero que pone la cuenta delante del varón en
la pareja, o que supone que la bebida alcohólica es para el hombre y el café para la mujer,
o el caballero que hace ademán de besar la mano de la señora en un saludo, o que cede la
parte interior de la acera… A veces, el referirse a una chica con displicencia o
minusvaloración (“mire lo que hace, señorita”) o el evadirse de las tareas domésticas.
Muchos de estos ejemplos son efectivamente comportamientos machistas, otros, inercias
del pasado, otros se viven como abusivos por muchas mujeres…, pero no me parece que
puedan ser analizados exclusivamente como estrategias de control, de poder por parte del
colectivo masculino y mucho menos de ejercicio de violencia intencionada. Sin embargo,
nos encontramos con que en ambientes feministas estos “micromachismos” se convierten
en la principal manifestación de la “opresión de la mujer” y la base de toda violencia,
desplazando la lucha feminista principalmente al nivel de lo personal y de lo cotidiano al
pasar sin más explicación del nivel estructural a la relación interpersonal.
El feminismo se enfrenta a un triple desafío: la transformación de la estructura social y
política, la transformación colectiva y la transformación individual. En el primer caso se
apela a las instituciones y se reivindican cambios legislativos, apoyo, promoción y, en
algunos casos, protección. En el segundo caso se apela a la conciencia social, a los
cambios de la mentalidad colectiva, a la transformación de las inercias sociales, a la
opinión pública, a los comportamientos sociales. En el tercer caso, las mujeres se
enfrentan con la transformación personal: la propia y la de las personas con las que
conviven, especialmente los hombres.
En sus inicios, el movimiento feminista, que procedía de la izquierda, dirige sus mayores
esfuerzos a exigir cambios políticos y sociales que se plasmasen en leyes que reconozcan
derechos. Pero hay que tener en cuenta que uno de los lemas de más calado en la
conciencia feminista fue el de “lo personal es político”, con lo que se lleva a la esfera de las
demandas públicas cuestiones hasta entonces relegadas al ámbito de lo privado.
Ya no es sólo el derecho al voto, al trabajo sin discriminación, en una palabra, al espacio
público; sino que se exige legislar sobre la vida privada, donde las mujeres
experimentaban una parte sustancial de su discriminación y violencia: divorcio, aborto,
agresiones, malos tratos en la pareja (también psicológicos…), incluso se exigen leyes que
puedan contribuir al reparto del trabajo de cuidado en la familia; es decir, se llama al
Estado a intervenir en el espacio privado de una forma difícil de imaginar anteriormente.
Con esto se avanzó en derechos sociales, en igualdad, en derechos sexuales y
reproductivos. Las principales demandas parecen hoy haberse alcanzado, aunque sea de
manera imperfecta, pero todavía resta un buen camino por recorrer. Aunque la acción
legislativa puede mejorarse y ampliarse, parece haberse llegado a un techo que depende
más del segundo factor que antes enunciaba: la feminización de la conciencia social o
colectiva, especialmente entre los hombres, aunque también entre las mujeres. A ello se
opone la influencia de la religión, de la moral tradicional, de costumbres heredadas e
interiorizadas, de algunos privilegios, por qué no, masculinos e incluso algunas
comodidades, inhibiciones… de las mujeres.
Si examinamos las causas de la violencia, de la desigualdad salarial, del reparto del
cuidado, descubriremos que las iniciativas desde el aparato legislativo del Estado no
bastan: la mayor desigualdad salarial se da en Alemania, el reparto del cuidado en Suecia
conlleva mayor trabajo precario o a tiempo parcial de las mujeres, la violencia machista
perdura en los países de legislación feminista más avanzada. Nos encontraremos o bien
con machismo o bien con inercias “patriarcales” sumamente arraigadas.
Sin embargo, es evidente que también lo que llamo conciencia social ha experimentado
profundas modificaciones (3). La opinión pública mayoritaria rechaza la violencia, la
desigualdad salarial, parece asumir el reparto de tareas domésticas, etc. Cabe pensar que
hombres y mujeres han cambiado en gran medida sus comportamientos, su manera de
relacionarse…, pero ¿cómo de profundos son estos cambios? ¿Cómo contribuir a
arraigarlos y a profundizarlos? En gran medida van a influir en ello los avances de las
mujeres en todos los terrenos, aunque en algunos sectores estos avances generen
rechazos.
Ahora bien, es una tarea de los Gobiernos, de las organizaciones políticas y sociales, de
las organizaciones de mujeres, de la intelectualidad feminista contribuir a la labor de
combatir el machismo social que todavía perdura, y esto implica, evidentemente,
profundizar en la transformación individual, en las relaciones personales, teñidas muchas
veces de machismo, pero también de victimismo por parte de las mujeres. Quizá para todo
ello sería preciso reformular lo que entendemos por feminismo, por relaciones igualitarias,
por violencia y por poder. Que no es poco.
Extraído de un “Taller sobre micromachismos”:
“Los micromachismos son una práctica de dominación y violencia masculina en la vida
cotidiana. Se trata de comportamientos de control y dominio, naturalizados, legitimados e
invisibilizados, que se ejecutan impunemente con conciencia o sin ella. Se trata de
microabusos y microviolencias que procuran que el varón mantenga su privilegiada
posición de género. Son la base del resto de las formas de violencia contra las mujeres:
maltrato físico, psicológico, emocional, sexual…”
Conclusión del mismo taller: “…Los micromachismos son machismos, más sutiles, pero
también son violencia contra las mujeres, que tienen su fundamento en las relaciones de
poder propias del sistema patriarcal”.
(1) También, a veces, cuando se alude al patriarcado, se evoca una especie de fantasma o complot
conspirativo masculino responsable de mantener discriminadas o sometidas a las mujeres.
(2) Si Foucault considera que el poder no reside ya solo en el Estado, sino que penetra en todo el cuerpo social
en forma de micropoderes, se puede interpretar que una vez que “el patriarcado” ha perdido el poder
institucional que le garantizaba el Estado, ahora ejerce su poder por medio de micropoderes, que serían los
descritos como micromachismos; de suerte que éstos no serían ya manifestaciones más o menos extendidas,
más o menos graves de machismo, sino estrategias deliberadas del patriarcado para mantener el poder y el
control de los hombres sobre las mujeres.
(3) A veces los cambios son contradictorios: ¿cómo compaginar el reparto del cuidado con la creciente
valoración de la maternidad enfatizando el papel de las mujeres en la relación madre/



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