Las instituciones comunitarias tienen un plan para el reforzamiento industrial de la UE. Como alguien puede extrañarse al leer esa afirmación, conviene recalcar que los continuos pronunciamientos de autoridades e instituciones comunitarias resaltando la importancia de la industria y de la política industrial son algo más que un lugar común, moda o expresión de buenos deseos.
Más aún, las ideas y propuestas reindustrializadoras de las instituciones europeas se insertan en una estrategia de salida de la crisis basada en la austeridad y la devaluación salarial que está especialmente orientada a que los países del sur de la eurozona incrementen su base industrial y la competitividad de sus industrias exportadoras, trasladando a los precios la reducción de sus costes, y logren superar las restricciones externas y fiscales que penden sobre sus respectivas economías. Nada en esa vía conservadora de reindustrialización autoriza a pensar que los problemas que afrontan las economías periféricas de la eurozona tengan algo que ver con la propia lógica de funcionamiento del mercado único, la mala gestión de la crisis realizada por las instituciones europeas en beneficio de unos pocos países, empresas y sectores sociales o las insuficiencias y debilidades institucionales de la moneda única. Y si esas posibles causas de problemas están ausentes del diagnóstico conservador a nadie puede extrañar que su estrategia reindustrializadora no entre a considerar las medidas orientadas a solucionar tales problemas.
El imperativo de fortalecer la industria europea responde, en todo caso y en cualquiera de las vías de desarrollo del tejido industrial que se propongan, a dos tipos de necesidades que la crisis ha puesto en evidencia. Y que el frágil y anémico proceso de reactivación que desde hace dos años vive la eurozona, tras superar la segunda fase recesiva, está contribuyendo a realzar.
En primer lugar, necesidades de carácter interno que surgen de una creciente fragmentación financiera y productiva de la eurozona, que ya existía antes de 2008 pero que la crisis ha intensificado, y de las debilidades institucionales de la UE para gestionar esas fracturas. El mejor tratamiento para esos problemas sería avanzar en una vía federal que implique mutualización de parte de la deuda soberana de los Estados miembros y un impulso de la inversión productiva comunitaria destinado a crear empleo y recuperar el crecimiento potencial perdido. Esa vía federalista está por ahora cerrada porque Alemania y los otros países que conforman el núcleo duro de la eurozona se niegan a que un avance formal y suficiente en esa dirección debilite sus instrumentos de presión sobre los socios periféricos.
En segundo lugar, necesidades de origen exterior. Por un lado, la reaparición de la restricción externa que con la creación del euro se había dado por desaparecida al pensar que los Estados miembros de la eurozona estaban a resguardo de ataques especulativos; sin embargo, la restricción externa ha vuelto a hacerse presente, en un primer momento asociada al alto endeudamiento privado y a la negativa de los países excedentarios del norte de la eurozona (Alemania en primer lugar) a seguir financiando los déficits corrientes de las economías periféricas, posteriormente a la crisis de la deuda soberana y la ampliación de las diferencias en las primas de riesgo y, actualmente, tras la reducción sustancial de las diferencias entre las tasas de interés a largo plazo de los Estados miembros, imponiendo un equilibrio traumático e insostenible de las balanzas por cuenta corriente. Por otro lado, la industria sigue siendo la base esencial de los intercambios comerciales internacionales y juega un papel de primer orden en la posición de la UE como potencia mundial. Sin embargo, las economías europeas experimentan desde hace más de una década un desplazamiento significativo de actividades y empleos industriales hacia los países emergentes de bajos salarios. La crisis no ha frenado un desplazamiento de actividades y empresas industriales fuera de la UE que, de proseguir, podría dejar bajo mínimos la masa crítica industrial de buena parte de los Estados miembros y, como consecuencia, del conjunto de la UE. Músculo industrial que es, sigue siendo, la principal garantía de desarrollo de la innovación, el aumento de la productividad global de los factores, el mantenimiento de empleos estables cualificados y bien remunerados y, en definitiva, el fortalecimiento de las especializaciones productivas que proporcionen ventajas competitivas asociadas a productos complejos de mayor calidad y más alto valor añadido.
La economía española debe afrontar, además, una problema específico de enorme gravedad: la lógica de funcionamiento del mercado único y el euro alimentó e impulsó una especialización productiva inadecuada, basada en las ventajas comparativas que ofrecían las actividades a resguardo de la competencia exterior (servicios a las personas y construcción), que provocó una pérdida del peso relativo del sector manufacturero y aumentó la presencia de actividades de bajo valor añadido y escasa densidad tecnológica que requerían fuerza de trabajo poco o nada especializada y, por tanto, asociada a las bajas remuneraciones y los empleos precarios.
El estallido de las burbujas inmobiliaria y crediticia puso de manifiesto las debilidades de un modelo de crecimiento y una especialización productiva que han facilitado que los impactos de la crisis sobre el empleo, el tejido productivo y empresarial y el crecimiento potencial hayan sido tan destructivos. El modelo de crecimiento de la economía española que prosperó durante el decenio anterior al estallido de la crisis puede darse por liquidado y ha dejado de ser viable. Hoy y en un futuro previsible. La salida de la crisis requiere, en el caso de la economía española y las otras economías del sur de la eurozona, de la reinvención de un modelo económico sostenible que para emerger debe contar con el impulso, entre otros factores, de una estrategia de reindustrialización o, en un sentido más amplio, de políticas encaminadas a modernizar las estructuras y especializaciones productivas.
La crisis ha contribuido decisivamente a que las posiciones opuestas por principio a toda intervención pública hayan perdido la batalla de las ideas y, más aún, de la práctica política. La reindustrialización es hoy un imperativo que casi nadie discute o que sólo cuestionan los economistas más dogmáticos adscritos a las corrientes más ultraliberales que siguen sosteniendo, frente a toda evidencia, que los mercados siempre asignan eficientemente los recursos y que hay que dejar en sus manos la determinación de las especializaciones que más convienen a cada economía y la decisión exclusiva de qué sectores y empresas deben crecer o desaparecer. A partir de 2008, todos los gobiernos de todos los países capitalistas desarrollados intervinieron para evitar que la recesión desembocara en el colapso de la actividad económica y el hundimiento de sectores (los casos del sector bancario y la automoción han sido especialmente llamativos y generalizados) y empresas especialmente golpeados por la crisis, mostrando el carácter imprescindible de la acción pública. También es verdad que las políticas de austeridad generalizadas y, en el caso de las economías del sur de la eurozona, extremas que se impusieron a partir de mayo de 2010 por las instituciones europeas provocaron una segunda fase recesiva y siguen acogotando las posibilidades de recuperación económica.
La crisis, en todo caso, ha revalorizado la importancia del sector industrial y el papel esencial que juega la actividad manufacturera en múltiples terrenos que definen la capacidad de decisión y la posición de cada economía nacional en la división internacional del trabajo o su inserción en la globalización: la innovación, las ganancias de productividad, el impulso de la investigación y el desarrollo, el efecto tractor sobre los servicios a las empresas o el empleo de calidad. El debate se ha trasladado así desde una dicotomía simplificadora, el sí o el no a la intervención pública que supone toda política industrial, hacia el análisis de alternativas complejas que afectan a qué combinación de herramientas y acciones pueden utilizar las Administraciones Públicas (AAPP) para favorecer la reindustrialización, qué ventajas competitivas debe impulsar la acción de las autoridades económicas, en qué temas u objetivos conviene que la intervención pública sea europea, nacional o regional y cómo evitar que el necesario impulso político implique trabas a la competencia, suponga la creación de posiciones dominantes en determinados mercados o entre en conflicto abierto con la política europea de competencia.
A principios de mayo de 2014, las más grandes empresas españolas agrupadas en el Consejo Empresarial para la Competitividad fueron a La Moncloa a expresar su apoyo a Rajoy y solicitar al presidente del Gobierno, entre otras cosas, un “renacimiento industrial de España”. Es solo un botón de muestra de lo ocurrido durante el mandato que acaba este año de Rajoy. Las grandes empresas españolas pensaban por aquellas fechas, con razón, que el deterioro del viejo escenario político, el alto grado de involucración del PP en prácticas corruptas y el largo ciclo electoral que se iniciaba ese mismo mes con las elecciones al Parlamento Europeo abría una ventana de oportunidad para lograr del Gobierno del PP medidas aún más amigables con los intereses de sus compañías. Acertaron de pleno y sus cuentas de resultados han seguido engordando en la misma proporción que disminuían los costes laborales y fiscales de las grandes empresas, se seguía avanzando en la desregulación del mercado de trabajo, se abrían nuevos campos de negocio con la privatización y el deterioro de los bienes públicos y se incrementaba el dominio empresarial sobre las condiciones de trabajo, contratación y despido de sus empleados.
Apenas hay controversia hoy en torno a un tema, la reindustrialización, que en el pasado absorbió mucho tiempo y suscitó numerosas y enfrentadas opiniones. La intervención pública a favor de la reindustrialización ha sido legitimada en la práctica. La política industrial es un concepto y una herramienta aceptada por la inmensa mayoría de los partidos políticos y los agentes económicos y sociales, aunque sigan manteniéndose reticencias e importantes diferencias sobre el alcance de la política industrial, sus contenidos o los agentes que deben participar en su diseño, aplicación y seguimiento. Y hay que incluir en esa gran mayoría favorable a la expansión del sector industrial a un Ministerio de Industria que ha confundido durante toda la legislatura la imprescindible modernización productiva del sector con la aprobación de ayudas generosas a los grandes grupos empresariales y patronales de la industria.
El debate debe avanzar, por tanto, en terrenos de más concreción. Más aún, tras constatarse en las elecciones europeas y en las autonómicas de Andalucía que el cambio político es posible y que es factible el acceso de fuerzas progresistas y de izquierdas a posiciones de poder institucional desde las que tendrán que lidiar con las presiones reindustrializadoras que van a seguir manteniendo las grandes empresas y a las que tendrán que contraponer una alternativa y una vía de fortalecimiento industrial que beneficien al conjunto del tejido empresarial, formado esencialmente por pequeñas y medianas empresas, y a la mayoría social.
Para avanzar en ese debate, convendría detenerse un momento para intentar responder al siguiente interrogante: ¿las propuestas de reindustrialización y modernización productiva pueden desligarse de las diferentes estrategias de salida de la crisis que se propongan o deben estar en consonancia con la estrategia concreta de la que forman parte?
Valga un ejemplo como muestra del dilema práctico que encierra el interrogante anterior. En octubre de 2013 el Pacte +Indústria, formado por sindicatos, organizaciones patronales, universidades y colegios profesionales de Cataluña, presentaba al President de la Generalitat y al conceller de Empresa i Ocupació el documento “Propostes per a un nou impuls a la Indústria a Catalunya” donde se desgranaban 138 propuestas sobre financiación, formación, energía, infraestructuras, I+D+i, clusters e internacionalización destinadas a reactivar la actividad industrial en Cataluña.
El documento es sólido, sus promotores configuran el más extenso compromiso de la sociedad catalana que pueda imaginarse, las propuestas que se plantean abordan con rigor los problemas que afronta la industria catalana y los objetivos que se pretenden son tan necesarios como convenientes. Como se ve por el alto número de propuestas que propone dicho pacto, resulta difícil abordar de una forma más completa los múltiples aspectos que supone la tarea de impulsar la reindustrialización de la economía catalana. Y sin embargo, el documento adolece de una limitación central. No se aborda en ningún momento el análisis de la estrategia conservadora de salida de la crisis. Probablemente porque muchos de sus promotores están de acuerdo con las políticas que caracterizan a la estrategia de austeridad y devaluación interna que está en vigor desde 2010. Y ello impide tratar asuntos de importancia capital, como la necesidad de una reforma fiscal progresista, la lucha contra el fraude, la condena a la fea costumbre de tener cuentas en paraísos fiscales o la crítica a una reindustrialización basada en la competitividad vía precios que lleva años aplicándose y que descansa, como todo el mundo sabe, en factores como la contención salarial, la presión sobre la demanda doméstica, la desregulación del mercado laboral o la pérdida de derechos, que perjudican fundamentalmente a las clases trabajadoras.
Puede argüirse, con razón, que la virtud de ese tipo de documentos y pactos reside precisamente en poner de acuerdo al conjunto de la sociedad (en este caso la sociedad catalana) o a una parte notable de sus fuerzas vivas en el respaldo a medidas concretas que, de llevarse a cabo, alentarían la reindustrialización y modernización productiva. Y es cierto que abordar temas en los que las discrepancias son claras y de importancia más que notable podría impedir todo acuerdo. El problema, por tanto, no es el de hacer primar las discrepancias, sino el hacer saber que tales discrepancias existen y cómo plantearlas a la ciudadanía para su conocimiento y para que pueda sopesar las alternativas que existen y, más allá o más acá de cada pacto que sea conveniente o forzado realizar, en qué dirección se pretende avanzar y qué líneas trojas no se pueden sobrepasar al negociar esos pactos.
Conviene tener claro que no cualquier propuesta o medida de impulso industrial es buena o, simplemente, eficaz para conseguir lo que se pretende y que cada vía o programa de reindustrialización responde a unos intereses particulares y supone unos costes que no recaen por igual en los diferentes sectores, empresas y actividades afectados por las ayudas, incentivos o restricciones que forman parte de la política industrial. Ni todas las políticas industriales son buenas ni todas las vías de reindustrialización convienen al desarrollo económico o a los intereses y necesidades de la mayoría social.