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¿Qué preocupa a la ciudadanía europea?
Gabriel Flores
23-04-2014
Artículo extraído de Pensamiento Crítico

¿Qué preocupa a la ciudadanía europea?

Por mucho que el ámbito de lo financiero ocupe desde los orígenes de la crisis un espacio central en las preocupaciones y en la gestión política de los Gobiernos nacionales y las instituciones supranacionales que han afrontado sus destructivos efectos, los problemas que se han puesto en evidencia alcanzan todos los rincones de las relaciones económicas, políticas, sociales o medioambientales. La magnitud y gravedad de esos problemas han contribuido a que se valoren en mayor medida que antes las insuficiencias de la gobernanza global y la fragilidad extrema de una globalización que no dispone de instituciones y reglas adecuadas para gestionar los riesgos que genera.

La comunidad internacional cuenta ahora con una valoración más ajustada de las amenazas globales que, sin embargo, no ha tenido por el momento las repercusiones políticas ni ha promovido los cambios institucionales que cabría esperar de la envergadura de los riesgos detectados.

Ciñéndonos más al espacio de la UE y a sus peculiaridades, la crisis ha puesto en evidencia unas debilidades e incoherencias institucionales de la eurozona que, lejos de ser desconocidas, ya habían sido descritas con bastante precisión por numerosos expertos. La crisis ha revelado que el euro es vulnerable, al igual que el propio proceso de construcción de la unidad europea. La ciudadanía europea es consciente de la gravedad de la crisis y de la escasa consistencia de la eurozona. Por ello, exige que las autoridades actúen. La unión bancaria que se ha puesto recientemente en marcha no es sino un intento poco consistente de paliar esas incoherencias institucionales y darle estabilidad al funcionamiento de la eurozona.

Sin embargo, otros muchos problemas de tanta o mayor envergadura que los mencionados antes siguen en penumbra, sin recibir la atención que requieren. Así, por ejemplo, problemas tan peliagudos como los descontrolados factores que impulsan el cambio climático y el aumento de la temperatura global del planeta, la desigualdad social y territorial que promueven las políticas de austeridad que se están imponiendo o muchas de las debilidades que manifiesta la economía real, como las fracturas crecientes en la especialización productiva de los socios europeos, se sitúan muy atrás entre las preocupaciones que manifiesta la ciudadanía europea. Y, como consecuencia, cuentan poco en una acción política de Gobiernos nacionales e instituciones comunitarias que sigue centrada en las urgentes y publicitadas cuestiones de la consolidación fiscal, el equilibrio presupuestario o el rescate bancario, como anteayer lo estaba en los inquietantes signos que expresaba el discurrir de la prima de riesgo.

La cuestión no es solo que se produzca en ocasiones una notable distorsión en la percepción que tienen los ciudadanos sobre los problemas que debe superar la eurozona, sino que, al tiempo, se está generando una fragmentación creciente en la opinión pública acerca de la naturaleza de los problemas que supone la crisis, la importancia relativa de esos problemas y las soluciones que deben ponerse en marcha. Fragmentación que, en buena parte, refleja la profunda fractura financiera, económica y productiva que se ha producido entre los países del sur y del norte de la eurozona y responde a ella. 

En tales condiciones, resulta muy difícil que autoridades y ciudadanías compartan un diagnóstico de los problemas que deben superarse. Y es mucho más complicado aún que se pongan de acuerdo en unos objetivos comunes y en las políticas necesarias para lograrlos, prestando la atención necesaria a la tarea de minimizar los costes económicos, productivos y sociales en los Estados miembros que presentan mayores desequilibrios en sus cuentas públicas y exteriores como consecuencia de las debilidades de sus estructuras y especializaciones productivas. Debilidades que son anteriores a la crisis y que, paradójicamente, fueron creciendo al mismo ritmo que las economías del sur de la eurozona recibían una muy abundante y barata financiación que cebaba un diferencial de crecimiento insostenible y tóxico. Un modelo de crecimiento propicio al pelotazo y la corrupción, muy destructivo con el paisaje, despilfarrador de materiales y recursos energéticos irreproducibles que engordaban sectores y actividades a resguardo de la competencia que requerían fuerza de trabajo poco cualificada y generaban tanta rentabilidad como escaso valor añadido o progreso técnico.

Con posterioridad al estallido de la crisis, la estrategia conservadora de salida de ella que se ha impuesto está intensificando esas debilidades del modelo de crecimiento y transformándolas en pobreza, paro, vulnerabilidad social y riesgos de exclusión para sectores muy amplios de las clases trabajadoras. Pobreza y paro masivos que no son, en la estrategia conservadora basada en la austeridad, productos pasajeros sino señas de identidad y bases sobre las que se pretende sustentar una recuperación económica tan vacilante como precaria.


Hay que prestar atención a los datos que aporta el último Eurobarómetro de otoño (EB80, publicado en diciembre de 2013 por la Dirección General de Comunicación de la Comisión Europea) a propósito de la opinión que expresa la ciudadanía europea sobre los problemas que tienen más incidencia en su vida y mayor impacto en su país.

A la pregunta de cuáles son los dos problemas más importantes a los que se enfrentan sus respectivos países, el 49% de las personas encuestadas en el conjunto de los 28 países de la UE responden que el paro, y el 33%, la situación económica. Porcentajes muy parecidos a los del anterior Eurobarómetro (EB79, primavera de 2013), aunque se reduce en dos puntos porcentuales la preocupación por el paro mientras se mantiene en idéntico porcentaje la que despierta la todavía muy frágil situación económica.

Sin embargo, la fragmentación de las preocupaciones es muy grande. Tanto entre los países del norte (Alemania, Austria, Bélgica, Holanda y Finlandia) y del sur (España, Grecia, Italia y Portugal) y de la eurozona, como entre los propios países que podríamos agrupar en una u otra de esas dos categorías.

Los resultados obtenidos en Alemania y España, muestras de los dos agrupamientos de países mencionados, permiten observar que en España, como era de esperar, el paro concentra todas las preocupaciones (un 74% de las personas encuestadas lo colocan como uno de los dos problemas capitales que debe afrontar el país), seguido a gran distancia por la situación general de la economía (un 40% de los encuestados sitúa este problema entre los dos primeros).

En Alemania, en cambio, las preocupaciones muestran mayor grado de dispersión. En primer lugar, se sitúa la inflación (25%); después, la deuda pública (23%). Resultado absolutamente sorprendente si se considera que en Alemania, como en el conjunto de la eurozona, el aumento del nivel general de precios se sitúa en mínimos históricos (muy por debajo del límite del 2% que el BCE tiene por objetivo), la tendencia que predomina es la desinflación y una de las mayores preocupaciones de la autoridad monetaria es el riesgo cierto de deflación. Y algo similar ocurre con la deuda pública, ya que Alemania acredita actualmente un ligero superávit de sus cuentas públicas y una deuda pública elevada, pero en retroceso y perfectamente manejable.

Es difícil encontrar un ejemplo más claro de la espectacular diferencia entre las preocupaciones de las opiniones públicas de dos países que comparten, entre otras muchas cosas, la misma moneda y un mercado único. Preocupaciones diferentes que responden, lógicamente, a la muy distinta situación y a los muy distintos niveles de estabilidad o desequilibrio de las economías alemana y española.

Pero debe haber algo más para explicar tamaña diferencia en las opiniones públicas. Si en España parece natural que la preocupación se centre en el paro, no parece razonable que la opinión pública alemana esté alarmada por un problema inexistente (la inflación) y tenga como segundo tema de preocupación un problema (la deuda pública) que está totalmente controlado. No parece lógico, pero es así. Y esa distorsión hay que achacarla a un modo ideológico de observar la realidad, valorar los problemas propios y ajenos e ignorar las complejas interrelaciones entre esos ligeros problemas propios y los angustiosos problemas de algunos de sus socios.

Las diferencias se repiten de nuevo cuando la pregunta se refiere a los dos problemas principales que afectan personalmente a los encuestados. En España se vuelven a situar como problemas principales el paro (39%) y la situación económica (32%). En Alemania, otra vez sorprendentemente, la preocupación por la inflación aumenta (43%), mientras el azaroso futuro de las pensiones (16%) se sitúa en segundo lugar.

Más allá de lo extraño que nos pueda resultar las prioridades que establece la opinión pública alemana al destacar los problemas que sufre, lo realmente grave es que el peso y la influencia en la gestión de la crisis de la eurozona no son los mismos en el caso de la opinión pública alemana que en el de la española. La hegemonía y el poder no se reparten de forma democrática entre los Estados miembros de la UE ni entre los ciudadanos europeos. La opinión de la ciudadanía alemana y las decisiones de los votantes alemanes son tenidas en cuenta por sus gobernantes y por las instituciones comunitarias. La opinión de la ciudadanía española, en cambio, ha sido ignorada por sucesivos Gobiernos españoles y por las autoridades comunitarias.

Los votos de la población española han sido capaces de cambiar Gobiernos, pero desgraciadamente no han podido modificar los hábitos de unos gobernantes que, alcanzado el poder, hacen oídos sordos a las reclamaciones y exigencias de la ciudadanía hasta las próximas elecciones. Y que una vez desplazados a la oposición dedican una parte importante de sus esfuerzos a desdecirse de lo que han dicho y hecho durante su mandato.

Otra cuestión que merece alguna atención es la escasa preocupación que suscitan en la ciudadanía europea los problemas relacionados con el medioambiente, el clima y la energía. Estos temas ocupan el decimosegundo lugar entre los problemas que más preocupan: apenas un 5% de las personas encuestadas los colocan entre los dos más importantes que debe afrontar su país, y un porcentaje aún menor, del 4%, entre los dos principales problemas que afectan al conjunto de la UE. Tanto o más preocupante que ese desprecio por cuestiones centrales y cada día más acuciante es la enorme diferencia en las opiniones que al respecto expresan los países del norte de Europa y, más concretamente, Alemania (donde el porcentaje de personas que sitúan estos asuntos entre los dos problemas principales es de un 15%) y los países del sur, en los que los porcentajes se sitúan en un mínimo 1% en España, Italia o Portugal y en un 2% en Grecia.


No va a ser una tarea fácil desenredar el complejo ovillo de realidades distintas, intereses contrapuestos y opiniones públicas que divergen en las prioridades que establecen en lo que entienden como sus problemas. Más aún por la innegable hegemonía de un relato destinado a exculpar a los países del norte de la eurozona, a los mercados financieros y a los grandes grupos bancarios de toda responsabilidad en la génesis de la crisis y en el desarrollo posterior de los problemas.

El diagnóstico conservador de la crisis y la estrategia para salir de ella que se ha impuesto gozan de un masivo predicamento entre las ciudadanías de los países del norte de la eurozona que choca frontalmente con la realidad de unos mercados que no sólo no percibieron ningún signo de la insostenibilidad o los riesgos que estaban alimentando, sino que asignaron de la forma más ineficiente posible buena parte de los recursos financieros que obtenían en los países excedentarios del norte de la eurozona y destinaban, a cambio de un notable diferencial de rentabilidad, hacia los países del sur y algún otro Estado miembro periférico. Flujos financieros tan abundantes como baratos que, al tiempo que impulsaban un fuerte crecimiento económico de carácter insustancial e insostenible, contribuyeron de forma decisiva a acelerar los procesos de desindustrialización y las inconvenientes especializaciones productivas y exportadoras que se habían ido afianzando en las economías receptoras desde, al menos, su incorporación al euro.

En la práctica, la grave situación de la economía real, incluida la explosión del desempleo, y la precariedad que sufren capas muy amplias de la población en los países del sur de la eurozona han ocupado un espacio marginal en las tareas de reflexión, diagnóstico y gestión de la crisis por parte de las autoridades nacionales y comunitarias. Los problemas bancarios, financieros o monetarios no deberían seguir eclipsando otras cuestiones tan reales como aquellos y, al menos, de tanta relevancia.

No obstante, es necesario reconocer la gravedad de los problemas que afectan al sistema financiero y bancario español (y comunitario) y la urgencia de resolverlos. Pero convendría tener claro, por ejemplo, que una unión bancaria real y eficaz, en el dudoso caso de que finalmente, dentro de 5 o 10 años, acabe constituyéndose a partir de los compromisos alcanzados hasta ahora por las instituciones comunitarias, no serviría para alentar la imprescindible convergencia económica de los Estados miembros ni para resolver los importantes desequilibrios y fracturas que tanto la expansión previa al estallido de la crisis global como estos últimos años de recesión, estancamiento y deterioro de factores productivos han exacerbado.




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