La última cumbre del Consejo Europeo, celebrada en Bruselas los pasados 28 y 29 de octubre de 2010, ha pasado desapercibida. Las opiniones públicas y las elites políticas nacionales de los Estados miembros parecen no haberse dado por enteradas. Pese a que los medios de comunicación han cumplido con su tarea y han expuesto con sobriedad los principales acuerdos, las fortalezas y debilidades de la alianza franco-alemana que han permitido alcanzarlos y diversos análisis sobre las diferentes posiciones y los principales debates desarrollados por los jefes de Estado y de Gobierno participantes, buena parte de la ciudadanía ha recibido con indiferencia o desinterés las noticias de lo ocurrido, no sabe muy bien qué han discutido o acordado los máximos dirigentes de la UE, para qué sirven sus acuerdos o qué tienen que ver con las necesidades e inseguridades que sienten.
Una cumbre europea más que pasa sin pena ni gloria; pero, ¿puede considerarse una cumbre más, la pasada reunión del Consejo Europeo? Toda la información disponible indica que no, que tanto los acuerdos alcanzados como los debates aplazados hasta diciembre tienen mucha más miga de lo que se puede apreciar a primera vista. La inflexión conservadora que se expresó el pasado mes de mayo con el ajuste fiscal impuesto al conjunto de los países comunitarios se ha consolidado y se extiende a otros aspectos del proyecto europeo. Las fuerzas conservadoras despliegan todo su poder en las principales instituciones y órganos de decisión de la UE; convendría, por ello, que las corrientes de izquierdas y progresistas no se despistaran e intentaran no perder de vista lo que está en juego en las altas instancias comunitarias y sus repercusiones sobre la crisis económica y social que afecta al conjunto de los Estados miembros.
Las decisiones adoptadas por los líderes europeos van encaminadas a establecer normas presupuestarias más estrictas, hacer más rigurosas las reglas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y aplicar sanciones más ágiles y severas a los socios que incumplan los acuerdos. La notable sensibilidad de estos líderes europeos con la protección de las finanzas públicas y la decisión que muestran en la tarea de reforzar y prolongar durante años las políticas de consolidación fiscal contrastan con la despreocupación con la que abordan los problemas relacionados con el desempleo o el deterioro de los bienes públicos. ¿No deberían preocuparse un poco menos de mantener en equilibrio las cuentas públicas y un poco más por generar empleos y proteger el bienestar de la población? ¿Hacia dónde pueden conducirnos unos líderes que, para mantener en niveles razonables los desequilibrios de las cuentas públicas, sólo se les ocurre retrasar la edad de jubilación, recortar las pensiones, reducir la protección social, menguar la provisión de bienes públicos, propiciar la desregulación de los mercados de trabajo o minusvalorar derechos laborales y sociales tan duramente conseguidos y a los sindicatos de clase que los han hecho posibles?
Los debates de la última cumbre europea se refieren a temas de innegable complejidad técnica que afectan al entramado institucional de la UE y no resultan fáciles de entender. Sin embargo, merece la pena intentar descifrarlos: los asuntos que los líderes europeos tienen en sus agendas de discusión y decisión van a tener en los próximos meses un impacto decisivo sobre las posibilidades de salida de la crisis económica y a la hora de precisar qué sectores sociales y actividades económicas van a pagar finalmente los costes provocados por la crisis; a medio y largo plazo, van a contribuir a definir la orientación, posibilidades y principales características del proceso de construcción de la unidad europea.
Este artículo pretende alimentar el interés por algunos de estos asuntos, requisito imprescindible para conocer y criticar el diseño conservador de la UE que está sobre la mesa y que es respaldado por las instituciones comunitarias y los gobiernos de los Estados miembros.
1. No es solo la crisis, son también las políticas conservadoras
La crisis económica global ha puesto en evidencia las debilidades institucionales de la UE. Probablemente, si el esquema institucional del área del euro hubiera sido más coherente, los ataques de los mercados de deuda que han sufrido este año los países periféricos de la eurozona no se habrían producido o no habrían tenido tanta intensidad ni, como consecuencia, la capacidad demostrada de abortar vías nacionales específicas, menos conservadoras que las que finalmente se han impuesto, que pretendían combinar de forma más equilibrada ajuste fiscal, reactivación económica, protección social y cambios en el modelo de crecimiento y las estructuras productivas encaminados a propiciar economías más sostenibles. Tampoco habrían podido amenazar la propia supervivencia del euro.
Son esas debilidades institucionales, más allá de las torpezas en la gestión o de los errores que puedan cometer las autoridades comunitarias, junto a la orientación conservadora de las políticas que respaldan las instituciones europeas, las que explican la delicada situación de la deuda pública de los países periféricos del euro en los últimos meses y la mediocre reactivación de la UE.
La reorganización institucional de la eurozona está por hacer. Del grado de acierto o desacierto de los líderes europeos al realizar esa reorganización dependerá que el proceso de construcción de la unidad europea se estanque y debilite o, por el contrario, prosiga y se fortalezca.
Por otra parte, la fuerte degradación de los desequilibrios de las cuentas públicas en los dos últimos años en el conjunto del mundo capitalista desarrollado se ha visto acompañada de una grave situación en la que se entremezclan un notable endeudamiento privado y oscuras perspectivas de reactivación que complican extraordinariamente la tarea de compaginar la superación de la crisis y conseguir la reducción prevista de los déficit fiscales. Todo invita a pensar que la gestión de las finanzas públicas va a ser el tema central de la política económica durante los próximos años. La reducción de los desequilibrios y el alto endeudamiento que presentan tanto el sector público como el sector privado no son objetivos que puedan lograrse en unos pocos años.
Otro problema diferente, que no debe confundirse con la necesidad de abordar y reducir los desequilibrios de las cuentas públicas o con la previsible prolongación del desendeudamiento del sector privado, es el sesgo antisocial y antieconómico que las fuerzas políticas conservadoras han impuesto a las políticas de consolidación fiscal aprobadas por la UE. La absoluta prioridad y la irracional intensidad de los ajustes fiscales que se exigen a los países periféricos de la eurozona van a tener unas repercusiones muy graves, tanto porque traban las posibilidades de recuperación económica de estos países como porque deterioran el potencial de crecimiento del conjunto de la Unión y, especialmente, de las economías con mayores deficiencias estructurales.
2. Debilidades e incoherencias institucionales de la UE
Las incoherencias institucionales de la zona euro eran sabidas desde que la unión monetaria comenzó a dar sus primeros pasos. Siguen siendo conocidas de sobra: dieciséis países europeos comparten una moneda y emiten deuda soberana en euros sin contar con una mínima armonización fiscal ni con un presupuesto comunitario que permita transferencias financieras significativas entre los socios; tampoco, con un prestamista de último recurso.
En tales circunstancias, no existía ni existe ninguna posibilidad de frenar o contrarrestar las tendencias espontáneas al aumento de la heterogeneidad en las estructuras productivas de los países socios que comparten el euro. El resultado de esas previsibles tendencias económicas ha sido y seguirá siendo en el futuro, si las instituciones comunitarias no hacen nada por remediarlo, un aumento de las divergencias en las especializaciones productivas de las economías atrasadas del sur, concentradas en actividades de menor densidad tecnológica y valor añadido que las que predominan en los países más avanzados de la UE. Tales divergencias dificultan que la política monetaria que define el Banco Central Europeo pueda adaptarse a los muy diferentes requerimientos de las economías de los Estados miembros. Algo similar cabe decir de la política cambiaria o, lo que es lo mismo, de las consecuencias de mantener un euro fuerte para las economías con mayor capacidad exportadora que muestran notables superávit en sus cuentas exteriores y para los socios con mayores déficit en sus saldos comerciales con el exterior. Y lo mismo, de las destructivas consecuencias económicas del extremista ajuste fiscal impuesto a los países con menor nivel de desarrollo, que son también los que presentan mayores riesgos en sus deudas soberanas y mayores desequilibrios macroeconómicos, tanto en sus cuentas públicas como en sus intercambios comerciales con el resto del mundo.
Consciente de esas incoherencias fundacionales y de la dificultad de gestionar en tales condiciones una moneda única, la UE se dotó de dos instrumentos o dispositivos destinados a actuar como sustitutos de la integración presupuestaria:
- El
Pacto de Estabilidad y Crecimiento, basado en una interpretación mecánica y restrictiva de la estabilidad nominal a la que se identifica de forma muy simplista con estabilidad macroeconómica. De hecho, el mencionado pacto confunde de forma deliberada la necesaria estabilidad macroeconómica con ratios cuantitativos y arbitrarios relacionados con la inflación, las tasas de interés, el déficit y la deuda del sector público. Sirvió de muy poco antes de la crisis y no ha servido de nada durante la crisis. No ha funcionado ni como mecanismo de control o supervisión ni como incentivo de políticas de estabilidad macroeconómica; tampoco, como herramienta sancionadora para los países que incumplían sus contenidos.
- Las
Orientaciones Generales de las Políticas Económicas que concretan los objetivos de la Estrategia de Lisboa 2000-2010 en forma de recomendaciones del Consejo, entre las que destacan las destinadas a impulsar la liberalización y flexibilidad de los mercados. La pretensión de favorecer la desregulación del mercado de trabajo, a la que se identifica de forma tan interesada como errónea con flexibilización, se ampara tras el aparentemente neutral concepto de “flexiseguridad” y ocupa en términos efectivos (al margen de la hojarasca que acompañaba a la pretensión de hacer de la UE la zona más competitiva del mundo y alcanzar el pleno empleo antes de 2010) un lugar prioritario en la Estrategia de Lisboa. El objetivo de tal desregulación es convertir al empleo y los costes laborales en las variables de ajuste que permitan encajar y absorber los efectos de potenciales crisis. La desregulación del mercado laboral, tan querida por las corrientes neoliberales, avanzó de forma desigual antes de la crisis en todos los países comunitarios, pero han sido la crisis global y las políticas de ajuste impuestas en los últimos meses las que están siendo utilizadas por las fuerzas conservadoras europeas para intentar dar un impulso definitivo a la desregulación del mercado de trabajo y las relaciones laborales.
Pese a que los mecanismos diseñados para impulsar la estabilidad nominal y la desregulación se han revelado como muy poco eficaces para prevenir o aplacar la crisis, los líderes europeos han decidido persistir en la primitiva concepción de que pueden servir, si se refuerzan y se endurecen las sanciones a los países que incumplen los ratios de estabilidad nominal y se intensifica la desregulación del mercado de trabajo, como sustitutos de una integración presupuestaria que se rechaza de plano.
La heterogeneidad y la divergencia en las especializaciones productivas son tendencias espontáneas y normales en una unión monetaria: la libre circulación de capitales entre los países de la eurozona y la inexistencia del riesgo asociado al tipo de cambio propician la especialización de cada país en función de sus particulares ventajas comparativas. Así ha sucedido antes de la crisis y así sucederá después de la crisis. Antes de la crisis, los países periféricos de la eurozona (especialmente, España, Grecia, Irlanda y, en mucha menor medida, Portugal) se vieron favorecidos por una actividad económica extra, superior a la de los países centrales de la UE, que se sostenía en un sobreendeudamiento del sector privado, basado en préstamos abundantes y baratos procedentes de sus socios más avanzados que hincharon los precios de diferentes tipos de activos y, especialmente, la burbuja inmobiliaria. Sin embargo, el crecimiento suplementario no favoreció el surgimiento de un nuevo modelo de crecimiento ni un cambio sustancial en las especializaciones productivas.
La crisis pinchó las burbujas y mostró que una parte significativa de la actividad económica extra surgida antes de la crisis resulta inviable e insostenible, porque ya no va a poder contar con el sostén que le proporcionaba la abundante y barata financiación exterior. En sentido contrario, la crisis ha provocado que la divergencia en las trayectorias de crecimiento sea ahora favorable a los países más desarrollados: los países periféricos necesitarán más años de desendeudamiento público y privado, contarán con una financiación externa mucho menos abundante y mucho más cara y sufrirán una destrucción más intensa de tejido económico y empresarial, empleos y cualificaciones laborales que los países centrales del euro. La purga en los países periféricos del euro va a ser más profunda, va a afectar a su potencial de crecimiento, va a durar más tiempo y va a incrementar la ya muy notable distancia con las especializaciones productivas y los niveles de vida que distinguen a los socios con mayor nivel de desarrollo económico.
3. Principales medidas aprobadas por la última cumbre de la UE
Los jefes de Estado y de Gobierno reunidos en Bruselas a finales del pasado mes de octubre han decidido endurecer reglas y sanciones para acabar con unas divergencias presupuestarias que los mercados de deuda no admiten y castigan con altos tipos de interés que ponen en riesgo la deuda soberana de algunos socios y su solvencia.
Las principales conclusiones de la cumbre pueden sintetizarse en los siguientes puntos:
- Se confirma la absoluta prioridad otorgada al ajuste presupuestario y se anuncian nuevas y mayores sanciones para los socios que incumplan los planes de reducción de sus déficit o superen los límites establecidos por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (un 3% del PIB en el caso del déficit y un 60% para la deuda pública acumulada)
- Se rechaza toda posibilidad de aumentar un presupuesto europeo que seguirá anclado en un mínimo 1% del PIB de la UE.
- Se insiste en “la importancia de que se lleven a cabo reformas sistémicas de las pensiones”.
- Se pospone el debate sobre la aprobación de la propuesta alemana, apoyada por Francia, de suspender el derecho de voto en procedimientos relacionados con la unión económica y monetaria a los socios que incumplan las reglas de estabilidad presupuestaria y sus compromisos de ajuste fiscal. Dicha propuesta, contraria a cualquier fórmula o principio democrático, se mantiene como amenaza.
- Se aprueba introducir una modificación limitada del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea sin cambiar el artículo 125. Se mantendrá, por tanto, el principio de no corresponsabilidad financiera o cláusula de no bail-out que impide el rescate colectivo (con fondos de la UE) de los socios que presenten problemas en sus cuentas públicas1.
Este último asunto, que supondrá la futura modificación del Tratado de Lisboa, permitirá que el Instrumento de Estabilidad Financiera (IEF) creado el pasado mes de mayo tenga pleno respaldo jurídico y un carácter permanente, en lugar de la actual vigencia de tres años, hasta 2013. El nuevo mecanismo para salvaguardar la estabilidad financiera de la zona euro seguirá contando con aportaciones de los Estados miembros y del FMI. Y obligará, si se aprueba, a que los inversores en deuda pública (que en buena medida son bancos privados) participen en el rescate de un país de la eurozona en apuros financieros. Fue éste último uno de los temas que provocó más debates y resistencias, protagonizadas principalmente por el presidente del Banco Central Europeo y por los líderes de los países más afectados. El reciente episodio de crisis de la deuda soberana de los países periféricos del euro, con especial protagonismo de Irlanda, confirma los temores y las reticencias expresadas por los líderes de estos países periféricos a propósito de la pertinencia de la participación de los inversores privados en el rescate y de las consecuencias de anunciarla sin concretar las modalidades que adoptará. En la próxima cumbre de diciembre se definirán las características generales del nuevo mecanismo, el papel y el tipo de participación de los bancos privados y las estrictas condiciones en las que deberán funcionar los programas de rescate. Por tanto, habrá que esperar hasta diciembre para ver si se aprueba esa participación privada y cómo se concreta.
El blindaje de las políticas de austeridad fiscal que han aprobado los líderes europeos muestra la incapacidad de las actuales instituciones europeas y del pensamiento conservador y ultraliberal que en ellas domina de afrontar los retos que la crisis global y la
gobernanza económica de la UE plantean.
Las fuerzas políticas conservadoras que ocupan las posiciones de poder en las principales instituciones comunitarias y que determinan las reformas, prioridades y políticas económicas de la UE siguen aprobando medidas que nada o muy poco arreglan y de nada o casi nada sirven. Es más que probable que ese anuncio de participación de los bancos privados en los planes de rescate de los países periféricos haya contribuido a complicar y aumentar los problemas que presentan Irlanda y Portugal, como ya ocurrió en el caso del tratamiento inicial de la crisis de la deuda soberana griega en los primeros meses de este año.
4. Una alternativa progresista a las políticas conservadoras que defienden las actuales instituciones comunitarias debe integrar formas federales de solidaridad presupuestaria
Para superar la heterogeneidad en la eurozona y las divergencias crecientes entre las economías y las especializaciones productivas de los socios comunitarios no valieron de nada las reglas de rigor presupuestario que marcaba el Pacto de Estabilidad y Crecimiento ni va a servir que aumente la severidad de las sanciones para los países que las incumplan o que se agilice la aplicación de los castigos. Lo decisivo o el factor clave para contrarrestar las divergencias es la puesta en pie de formas de solidaridad estructural. Dicho de otro modo, sería necesario que la UE avanzase hacia un federalismo orientado a impulsar el crecimiento potencial de los socios menos avanzados. Un federalismo basado en la existencia de formas de cooperación permanente que permitan y favorezcan una transferencia significativa de financiación pública para impulsar el desarrollo económico y el potencial de crecimiento de los socios menos avanzados. Transferencias de fondos públicos de los socios más ricos y ahorradores hacia los menos avanzados y faltos de ahorro y hacia las regiones más atrasadas.
Ese impulso federal requeriría, en primer lugar, unos impuestos comunes capaces de sostener un presupuesto de la UE muy superior al actual (que apenas supone el 1% de su PIB). La meta o el horizonte de un presupuesto federal capaz de afrontar la tarea de propiciar el crecimiento potencial del conjunto del área económica de la UE debería aumentar progresivamente; acercándose, por ejemplo, al nivel del 16% del PIB que muestra EEUU.
Y en segundo lugar, una disciplina presupuestaria orientada a evitar o dificultar los comportamientos que propician el surgimiento de crisis fiscales. Cualquier tipo de federalismo presupuestario exige, sin duda, disciplina fiscal. Un cuadro transparente y preciso de sanciones es una herramienta imprescindible para evitar o dificultar las crisis y menguar el riesgo moral que incentiva las conductas insolidarias. Pero la disciplina fiscal por si sola no puede lograr ningún tipo de convergencia real o productiva; antes bien, si excluye la cooperación solidaria, tal disciplina puede convertirse en un mecanismo que refuerza las divergencias.
En solitario, sin propuestas de transferencias de financiación pública de mayor envergadura que los actuales fondos de cohesión social y territorial y sin planes de modernización efectiva de las estructuras productivas de todos los socios, normas presupuestarias más estrictas y sanciones más rigurosas no permitirán superar las debilidades e incoherencias institucionales de la UE ni resolver los problemas que ocasionan. Más aún, en las actuales circunstancias de crisis, el rigor fiscal que se ha impuesto prolonga el estancamiento económico de las economías más frágiles y alienta nuevos episodios de presión de los mercados financieros sobre sus deudas soberanas. En consecuencia, los estrictos planes de ajuste fiscal aprobados no encuentran un fácil asiento en razones económicas ni pueden contar con el consenso social que surge de un reparto equilibrado de los beneficios y los costes que conllevan los procesos de asociación en una unión económica y monetaria en la que se comparten tantos intereses, costes y riesgos.
Los líderes europeos desvían sus miradas de las debilidades institucionales de la eurozona y centran sus esfuerzos en reforzar las medidas sancionadoras como medio exclusivo para acabar con unas divergencias presupuestarias que los mercados de deuda no admiten y castigan con dureza. En lugar de optar por la solidaridad y la cooperación, dan por bueno el aumento de la heterogeneidad en la zona euro y se contentan con que las divergencias nominales no alcancen niveles que puedan poner en peligro la pervivencia del euro. Imponen a los socios con menores niveles de desarrollo y mayores desequilibrios macroeconómicos objetivos extremadamente rigurosos de ajuste fiscal, sin que parezca importarles que tanta severidad contribuya a mantenerlos en el estancamiento. En último término, tanto rigor y tan escaso apoyo terminarán debilitando al conjunto de los países de la eurozona.
La distancia entre la sobrevaloración de las cumbres que hacen las instituciones europeas y los propios jefes de Estado y de Gobierno que en ellas participan y la mínima atención que prestan los ciudadanos a casi todo lo que en ellas ocurre no deja de aumentar. Y no es extraño que aumente.
Los párrafos iniciales de las Conclusiones del último Consejo Europeo dicen textualmente:
Con el fin de afrontar los retos que ha puesto de manifiesto la reciente crisis financiera, hace falta un cambio fundamental en la gobernanza económica europea. Para ello, el Consejo Europeo ha refrendado el informe del Grupo Especial sobre Gobernanza Económica. Su aplicación supondrá un gran paso hacia el fortalecimiento del pilar económico de la UEM: aumentará la disciplina presupuestaria, ampliará la vigilancia económica e intensificará la coordinación. El informe sienta también los principios rectores de un marco sólido de gestión de crisis y de unas instituciones más fuertes.
¿Habrá algo de verdad en esas palabras? ¿Se ha dado un gran paso hacia alguna parte? ¿Se han establecido unos principios que permitirán fortalecer las instituciones comunitarias y mejorar la gestión de ésta o futuras crisis? Resulta imposible responder de forma afirmativa a esos interrogantes. Es precisamente en ese desencuentro entre unas declaraciones grandilocuentes y las medidas claramente impopulares que se pretenden llevar a cabo (ajuste fiscal y reformas estructurales del sistema de pensiones y del mercado de trabajo) lo que aleja a la ciudadanía de unas instituciones europeas que son percibidas crecientemente como una amenaza que en nada alivian las penurias y preocupaciones que vive gran parte de la población. Es en ese divorcio donde hay que buscar buena parte de la indiferencia, la resignación y la desafección que muestra la ciudadanía con casi todo lo que proviene de las cumbres y con los actuales líderes europeos.
Las políticas de ajuste fiscal y las reformas estructurales que patrocinan las fuerzas políticas conservadoras y que se han impuesto al conjunto de los socios comunitarios pueden ser compatibles con el restablecimiento de las tasas de beneficios de los grandes grupos empresariales y con una situación prolongada de muy bajo crecimiento (a costa de reducir costes laborales, deteriorar servicios públicos, recortar protección social y debilitar la legítima capacidad de presión y negociación de las fuerzas sindicales); pero son medidas completamente ineficaces para generar empleo neto, impulsar un crecimiento sostenible, favorecer unos equilibrios macroeconómicos suficientes o recuperar el bienestar y la seguridad perdidos por la mayoría de las clases trabajadoras durante la recesión. Y eso es, cada vez más, percibido o intuido por una parte creciente de la población.
PS: El nuevo episodio de la crisis de la deuda soberana de los países periféricos del euro. El caso de Irlanda
Ya sucedió con la crisis de la deuda soberana griega. En aquel caso, a finales de 2009 y durante los primeros meses de 2010, los retrasos y vacilaciones de los líderes europeos a la hora de concretar el apoyo político y financiero alimentaron la incertidumbre, encarecieron la financiación que necesitaba Grecia y extendieron la crisis a la deuda soberana de los otros países periféricos. Ahora, en la segunda semana de noviembre, le ha tocado el turno a Irlanda.
En lugar de reconocer los errores en el diseño institucional y normativo de la eurozona y buscar soluciones en el terreno específico en el que se expresan esas deficiencias, los líderes europeos siguen empeñados en apostar por medidas sancionadoras, compromisos estrictos de ajuste fiscal y planes de rescate que poco pueden hacer para solucionar los problemas y que, en demasiadas ocasiones, aumentan y extienden los riesgos. Ha vuelto a suceder. La ideología conservadora y ultraliberal que inspira el pensamiento económico de los líderes europeos propicia políticas apresuradas y anuncios inconcretos de futuras medidas que multiplican los problemas y aumentan las posibilidades de que la crisis desemboque en caos social y en catástrofe económica para los países periféricos del euro.
Esta vez ha sido Irlanda la que se ha aproximado a una situación de insolvencia que acabó contagiando a las deudas soberanas de los países que concentran la preocupación de los mercados. Los países periféricos de la zona euro, también España, han observado con extrema inquietud como sus primas de riesgo (la diferencia entre los tipos de interés de sus deudas soberanas y los que ofrece la deuda pública alemana) se disparaban y alcanzaban nuevos máximos históricos, superiores a los que a principios del pasado mes de mayo justificaron las rigurosas medidas de ajuste fiscal que teóricamente iban a resolver los problemas. Esa escalada de los tipos de interés dificulta y encarece la financiación de la deuda pública y privada y complica extraordinariamente la tarea de reducción de sus déficit públicos.
La situación de las cuentas públicas de Irlanda es extremadamente complicada. El déficit fiscal de 2010 va a alcanzar una cuantía estratosférica: las previsiones apuntan a un déficit cercano al 32% del PIB que se reduciría a un también abultado, pero muy inferior, 12,4% en el caso de que no se incluyeran los fondos públicos que han sido necesarios para nacionalizar, recapitalizar y tapar la insolvencia de su sector bancario.
El impreciso anuncio de participación de los inversores privados en los planes de rescate de la deuda soberana realizado en el último Consejo Europeo del pasado mes de octubre abrió de nuevo la puerta a la posibilidad de que un país de la eurozona pudiera suspender pagos, acceder al fondo de rescate previsto por la UE y, en paralelo, negociar con sus acreedores un aplazamiento en sus obligaciones y, en su caso, una quita (reducción negociada del monto total) de su deuda soberana. Dicho en prosa: los inversores en deuda soberana (los bancos, principalmente) deberían perder parte de su inversión a cambio de que se les asegurase el resto de sus derechos de cobro con los fondos de estabilidad.
La respuesta era de libro: el pánico ha llevado a los inversores a desprenderse de la deuda pública irlandesa y, como consecuencia, a que la prima de riesgo de los bonos irlandeses (el diferencial con los tipos de interés que ofrece en el mercado secundario el bono alemán a diez años) aumentara de forma extraordinaria: el miércoles, 10 de noviembre, alcanzó los 610 puntos básicos, 650 puntos el jueves y 682 puntos el viernes, 12 de noviembre.
Las deudas públicas de España, Grecia y, especialmente, Portugal sufrieron el consiguiente contagio y sus tipos de interés en los mercados secundarios alcanzaron también niveles próximos o superiores a los máximos históricos, muy por encima de los que marcaron el pasado mes de mayo. Recuérdese que fue en dicho mes de mayo cuando la delicada situación de la deuda soberana griega y del resto de países periféricos provocó la aprobación del Instrumento de Estabilidad Financiera para rescatar a los socios en bancarrota y, en paralelo, las medidas extremas de ajuste fiscal para, teóricamente, calmar la presión de los mercados y no tener necesidad de utilizar esos fondos de rescate.
La prima de riesgo española alcanzó al cierre del pasado jueves, 11 de noviembre, los 222,8 puntos básicos y el viernes, 12 de noviembre, subía hasta los 226,2 puntos básicos (con rentabilidades del 4,696% para el bono español y 2,434% en el caso del alemán). Niveles superiores o muy próximos a los de los días 16 y 17 de junio, justo antes de que se anunciara la publicación de las pruebas de resistencia de los bancos españoles y europeos para “demostrar” su solvencia.
El nuevo episodio de crisis de la deuda soberana irlandesa llegó a ser tan alarmante que, durante la mañana del 12 de noviembre, los cinco grandes países de la UE (Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y la propia España) hicieron pública una declaración conjunta para respaldar la deuda soberana de los países periféricos. En la escueta nota aseguraban que no habrá implicación del sector privado en un hipotético rescate financiero de ningún país de la eurozona y aclaraban que la aún pendiente decisión sobre la participación privada en dicho rescate no afectaría a la deuda actual ni al vigente Instrumento de Estabilidad Financiera. No tendrán, por tanto, los bancos e inversores privados que asumir los riesgos de potenciales impagos ni participar en los costes que pudiera ocasionar el rescate de la deuda soberana... por lo menos hasta 2013.
La favorable reacción inmediata de esos inversores privados y de los mercados de deuda podía darse por descontada. Se produjo un alivio temporal en las primas de riesgo, hasta una próxima ocasión que nadie sabe cuánto tardará en presentarse. Los próximos días serán claves para observar el nerviosismo y la capacidad de encaje de los mercados de deuda ante la nueva situación.
Sigue, por tanto, la incertidumbre. Sigue el sinuoso recorrido iniciado por la deuda soberana española a mediados de abril de 2010, con una imponente escalada de las primas de riesgo que en apenas dos semanas se duplicaron hasta alcanzar en los primeros días de mayo un máximo histórico de 164,23 puntos básicos. Posteriormente, en el zigzagueante recorrido de los tipos de interés de la deuda pública española se sucedieron altas y bajas y nuevos máximos históricos. En todas las ocasiones, las reducciones en las primas de riesgo fueron recibidas por los portavoces gubernamentales españoles como confirmación de que las políticas de ajuste fiscal eran la vía correcta de actuación política. Los incrementos de los tipos de interés y las primas de riesgo no han tenido, por el contrario, padres conocidos.
La tantas veces anunciada superación de los peores momentos de la crisis se revela de nuevo como lo que es: un deseo del Gobierno. Una pretensión completamente desvinculada de las políticas y medidas que serían necesarias para convertir esa ilusión en simple posibilidad. La superación de la crisis requiere políticas progresistas que son viables, pese a que vayan en sentido contrario a las políticas de ajuste y desregulación que las instituciones comunitarias respaldan y el Gobierno del PSOE acepta y pone en práctica.