Este párrafo de la extraordinaria novela de John Williams Stoner, sin duda una de las cumbres de la literatura del siglo XX, bastaría para hacer una analogía con el nihilismo que se ha instalado en la sociedad española como efecto de sus problemas económicos derivados de una crisis a la que no ve ningún tipo de salida. Williams describe el ambiente vinculado a los años alrededor de la Primera Guerra Mundial en EE UU, antes de que llegase la Gran Depresión. Muchos ciudadanos españoles se sentirán reflejados en sus palabras.
El jueves próximo se cumplirán tres años de aquella terrible madrugada de un domingo (con los mercados cerrados) en que los ministros de Economía y Finanzas del Eurogrupo atornillaron al límite al Gobierno de Rodríguez Zapatero para que cambiase de política económica: desde la combinación entre el crecimiento y la consolidación fiscal que Zapatero pretendía aplicar hasta una política de rigor mortis y sacrificios constantes que abriría la larga época de austeridad en la que desde entonces estamos instalados. Más de mil días de retrocesos constantes en aspectos clave de la vida cotidiana como el empleo, el mantenimiento del poder adquisitivo o de la protección social, y en la calidad de la democracia.
En ese momento España tenía un déficit público del 11,2% y un paro del 20,15% de la población activa (4,6 millones de personas). En el comunicado de los ministros europeos se acuerda crear el Mecanismo Europeo de Estabilización Financiera con el fin de apoyar a los países con problemas, a cambio de lo cual se aceleran los planes de consolidación fiscal y las reformas estructurales de España y Portugal. Tres días después, un noqueado Zapatero comparece en el Congreso y deja atónitos a los diputados anunciando una serie de recortes inéditos en la democracia: reducción de los sueldos de los funcionarios, congelación de las pensiones (excepto las más bajas); eliminación del cheque-bebé de 2.500 euros aprobado poco antes para estimular la natalidad; disminución de la inversión pública, la ayuda al desarrollo y la dependencia; ahorros obligatorios en las comunidades autónomas, etcétera.
Zapatero trataba de evitar desesperadamente que a España le suceda lo que al resto de los países englobados en las siglas PIGS (Portugal, Irlanda y Grecia), que han sido o van a ser intervenidos directamente, con fortísimos programas de ajuste a cambio de ayudas masivas llegadas de Europa (en total, unos 400.000 millones de euros a lo largo del tiempo). Portugal, Irlanda y Grecia serán gobernados desde entonces por los hombres de negro que llegan a sus capitales, provenientes de la Comisión Europea (CE), el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI): la denominada troika. No habrá intervención directa en España, pero este plan de ajuste le costará a Zapatero primero su liderazgo dentro del PSOE y luego la más estrepitosa derrota electoral de los socialistas en cualquiera de las elecciones desde el año 1977.
Y lo que es más significativo: el 9 de mayo de 2010 inaugura en España una etapa de austeridad a jalones que ha cambiado la manera de vivir y de pensar de la mayoría de los ciudadanos: de la economía del miedo (a la incertidumbre, a la inseguridad económica, a quedarse atrás en una distribución de la renta cada vez más regresiva, a quedarse inactivo…) han pasado a la economía del sufrimiento (el paro, el empobrecimiento, la reducción de su protección social, la mortandad de empresas…).
Lo más parecido al cerco sufrido por Zapatero en esa fecha sucedió 19 años antes, cuando el emperador François Mitterrand, después de haber ganado las elecciones presidenciales francesas en una especie de éxtasis colectivo y en plena hegemonía socialista, es obligado por los mercados a cambiar su política de izquierdas y de expansión de la demanda, y ha de revertir decisiones tomadas como el incremento del salario mínimo, la expansión del déficit para aumentar la inversión pública, la reducción de la jornada laboral, la nacionalización de 36 bancos, etcétera. Es lo que mucho tiempo después, en 2012, el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, teorizará sin darse cuenta cuando afirma en el Congreso: “Los españoles no podemos elegir, no tenemos esa libertad”.
El segundo jalón en el programa de “austeridad autoritaria” (denominada así porque viene impuesta) tiene lugar un año después del 9 de mayo de 2010. El verano de 2011 es testigo de los ataques especulativos contra la economía española, y la prima de riesgo sube constantemente en una danza incontrolable de picos de sierra. La volatilidad de los mercados castiga un día y otro a la deuda pública española (y por su capacidad de contagio, a la privada, la de las empresas y familias).
Durante esos meses se producen tres movimientos muy significativos. Primero, Zapatero convoca elecciones generales para el 20 de noviembre de ese año, de modo que, gane quien las gane (apenas hay misterio en la campaña electoral; todos los sondeos descuentan la mayoría absoluta del PP), tenga la mayor legitimidad y fortaleza parlamentaria para aplicar su programa. Segundo, el BCE manda una carta (hasta ahora secreta en su contenido íntegro) a Zapatero, y otra a Berlusconi (que sí la hace pública), en la que les conmina a ajustar más las respectivas economías y hacer más reformas de fondo. Se trata, en el caso español, de la segunda vuelta de tuerca en pocos meses. En la carta, el BCE, tan defensor de su propia independencia frente a los políticos, demanda al Gobierno español una reforma laboral profunda, la eliminación de la vinculación de los salarios con la inflación, nuevos ajustes fiscales y la activación de las reformas de la energía, alquiler de viviendas y servicios profesionales. La peculiaridad de la misiva es que va firmada en primer lugar por Miguel Ángel Fernández Ordóñez (MAFO), gobernador del Banco de España y miembro del equipo de gobierno del BCE, y luego por Jean-Claude Trichet, gobernador del mismo. MAFO, un obseso de la reforma laboral, se dirige a Zapatero desde Fráncfort para demandarle lo que no le concede desde Madrid. La contrapartida de estos ajustes y reformas es la ayuda de la autoridad monetaria europea para que España resista la oleada de ataques, calificada por Zapatero del siguiente modo: “El bombardeo especulativo que está sufriendo España es comparable al que padecieron los americanos en Pearl Harbour”.
La tercera medida tomada por Zapatero es la más polémica de todas: la reforma de la Constitución (artículo 135), con el objeto de calmar definitivamente a los mercados. En un país como España, en el que ha sido imposible que los dos principales partidos se pusieran de acuerdo en la actualización de principios constitucionales considerados obsoletos (la sucesión hereditaria en la Monarquía, la incorporación del nombre de las autonomías o la modificación del título VIII, que tantos exigen, etcétera), el PSOE y el PP se pusieron de acuerdo en un santiamén para incorporar una regla fiscal a la Constitución: limitar el déficit estructural a su mínima expresión, un tope a la deuda pública y, sobre todo, priorizar el pago de los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones sobre cualquier otra obligación (sanidad, educación, desempleo, pensiones, dependencia…). Una demanda histórica de la derecha europea —renunciar al arma de la política fiscal— fue asumida sin debate alguno por el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero.
El último jalón de las políticas de austeridad es un continuo que se extiende durante todo el año 2012 y lo que va de 2013. Se podría decir que al menos el primer año y medio de gobierno del PP en España ha sido, en su conjunto, un permanente 9 de mayo de 2010. Cuando Rajoy llega a La Moncloa arroja a la basura el programa electoral con el que ha ganado las elecciones por mayoría absoluta, para aplicar una y otra vez las exigencias de Bruselas. Aparta todos y cada uno de los seis ejes fundamentales de su programa (Súmate al cambio): el crecimiento económico y la generación de empleo; la mejora de la educación; la garantía de la sociedad del bienestar y de la protección social; la reforma y la modernización del sector público; el fortalecimiento institucional y la regeneración política, y la proyección exterior, volver a ser fiables y creíbles en el mundo. Desde el 31 de diciembre de 2011, cuando Rajoy aprueba el mayor recorte de la historia y una gran subida de impuestos, todo ha ido hasta hoy en la misma dirección. Su objetivo ha sido el mismo que el de Zapatero: evitar la intervención directa de la economía española.
Así pues son ya dos los Gobiernos españoles, de distinto signo político, los que no han podido aplicar sus propias recetas para salir de la crisis, y que se ven obligados a rectificar por la presión exterior. Gobiernos que, de facto, no gobiernan con los programas con los que fueron elegidos. A consecuencia de la pertenencia de España a la UE y al club del euro, el gobernante democrático español, sea de derechas o de izquierdas, se ha visto obligado a prescindir de la voluntad del pueblo que gobierna. Como afirma José Ignacio Torreblanca en el Informe sobre la democracia en España 2013, de la Fundación Alternativas, hay una percepción dominante de que los márgenes de maniobra de los Gobiernos nacionales se han reducido más allá de lo aceptable desde el punto de vista democrático; numerosos ciudadanos europeos sienten que las políticas y decisiones que afectan a sus vidas escapan a los controles democráticos. Instituciones como el BCE o el Eurogrupo, escasamente democráticos, imponen duras condiciones para calmar a los mercados, mientras que los Gobiernos nacionales, democráticamente elegidos, no tienen alternativas y deben asumir las recetas tecnocráticas emanadas desde Bruselas, Fráncfort o Washington.
Ello conlleva un alto nivel de desafección ciudadana. Si al comienzo de la crisis, en 2007, un 65% de los españoles decía confiar en la UE y solo un 23% expresaba recelo, al cierre de 2012 los que manifestaban prejuicios hacia la UE habían crecido hasta un 72%, y los que creían en ella tan solo son un 20%. Ello ocurre también con otras instituciones. En diciembre de 2012, la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), una organización multilateral sin poder ejecutivo, proponía al Gobierno español que subiese más el IVA, abaratase más el despido, suprimiese con carácter restrictivo algunas deducciones por vivienda y endureciese las condiciones para cobrar el seguro de desempleo. Si cualquier Gobierno, del signo que sea, tiene que aplicar medidas como las citadas aunque no las comparta, a los partidos políticos que los sustentan les sucederá como en el cuento de Alicia de Lewis Carroll: los ciudadanos los apreciarán como Tweedledum y Tweedledee, los gemelos que luchaban fieramente el uno contra el otro por nimiedades sin sentido; o como la Pepsi y la Coca-Cola; o como los detectives Dupont y Dupond, de Tintín. En su libro sobre Las promesas políticas, el sociólogo José María Maravall recuerda que “la democracia representativa requiere que los ciudadanos puedan elegir entre alternativas genuinamente diferentes y que compitan partidos ofreciendo propuestas distintas sobre temas sustanciales. Si las diferencias entre partidos [y entre Gobiernos] hubiesen desaparecido, si prometiesen distintas cosas, pero solo pudieran aplicar las mismas recetas, los ciudadanos podrían votar, pero no elegir”.
Las protestas en la calle que han protagonizado los indignados a través de sus distintas formaciones tienen que ver con lo anterior. Expresiones como “no nos representan”, “todos los políticos son iguales” o “lo llaman democracia y no lo es” se imbrican en esa sensación de que el voto ciudadano no influye, y de que el poder económico (al que no se puede castigar o premiar con el voto, porque no es democrático) siempre es prevalente respecto a las decisiones políticas. El filósofo Tzvetan Todorov (Los enemigos íntimos de la democracia) entiende que las principales amenazas que pesan hoy sobre la democracia proceden no de fuera, de los que se presentan abiertamente como sus enemigos, sino de dentro, de ideologías, movimientos y actuaciones que dicen defender sus valores: “En el conflicto con el totalitarismo, la democracia se enfrentaba a fuerzas que impedían la libertad de la persona. Se trataba entonces de una hipertrofia del colectivo en detrimento del individuo, y el propio colectivo estaba sometido a un pequeño núcleo de dirigentes tiránicos. Pero en el mundo occidental actual una de las principales amenazas que pesan sobre la democracia no procede de la expansión desmesurada de la colectividad, sino que tiene que ver con el fortalecimiento sin precedentes de determinados individuos [e instituciones] que de golpe ponen en peligro el bienestar de toda la sociedad”.
Mientras algunos hablan de tres años de “dictadura de la austeridad”, Pierre Moscovici, ministro de Economía y Finanzas francés, ha redefinido el concepto diciendo que “austeridad es cuando matan al paciente”. El balance que se puede hacer de estos mil días de recortes, ajustes y sacrificios siempre en la misma dirección es brutal en términos de pobreza y desigualdad: la renta per cápita española se sitúa hoy en términos similares a los del año 2002, por lo que teniendo en cuenta solo este indicador ya se podría hablar de década perdida. Según Eurostat, la oficina estadística de la CE, España es el país más desigual de la UE, junto a Portugal, Bulgaria y Letonia. La caída en los niveles de bienestar ha sido más intensa que en la mayoría de los países europeos, la pobreza se ha hecho simultáneamente más extensa (afecta a más gente) y más intensa (es más profunda), etcétera. Las expectativas sociales de mucha gente se han derrumbado, afectadas por la escasa esperanza de los cambios a corto y medio plazo; el bienestar psicológico de los hogares ha tocado fondo, lo que repercute incluso en el hecho de consumir; y la devaluación que se ha obtenido con las políticas aplicadas en términos de salario y empleo (objetivos espurios de una reforma laboral muy agresiva) son difícilmente repetibles.
En su último ensayo (Todo lo que era sólido), Antonio Muñoz Molina advierte de que no puede seguir reduciéndose indefinidamente el presupuesto de la justicia o de la educación, la paga de los policías, la dotación de los servicios contra incendios, el número de camas o los turnos de médicos y de quirófanos… so peligro de devastación. Pasado cierto tiempo, el desastre y el deterioro dejan de ser reversibles. Las cosas se deterioran poco a poco, y de pronto, en vez de continuar en ese estado que se ha vuelto tolerable, se hunden del todo, sin transición, como se hunde una casa que parecía detenida en una lenta ruina.
La austeridad impuesta y a largo plazo, en sociedades con necesidades crecientes por las dificultades económicas, no reduce la pobreza y genera más desigualdad. La salida a la crisis impuesta en Europa ha significado hasta ahora una distribución de la renta, la riqueza y el poder enormemente regresivos: de abajo hacia arriba, como un Robin Hood a la inversa. No es de extrañar la reflexión explicativa del desapego ciudadano que hace el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz: la gente observa que los mercados no funcionan (y el que menos, el mercado del trabajo); ve que el sistema político del que se ha dotado para convivir (la democracia) no corrige los fallos del mercado; como consecuencia, aumentan la desafección sobre la democracia y sobre la economía de mercado al mismo tiempo, lo que desgraciadamente recuerda otros tiempos más ingratos.