n lector habitual de mientras tanto nos envió una
carta preguntando por qué en la entrega de diciembre no habíamos hablado
de la huelga general del 14 de noviembre. Ciertamente fue una respuesta
social importante, mucho más masiva de lo que podía esperarse de una
campaña de movilización a medio gas, sin un objetivo tan claro como la
del pasado marzo, cuando aún podía estar en juego la reforma laboral.
Si
algo ha mostrado la huelga es por un lado la capacidad de convocatoria
de las organizaciones sindicales y, por otro, un sentimiento
generalizado de estafa social con las políticas que se están llevando a
cabo. El mismo sentimiento de indignación que se encuentra bajo la mayor
demanda de soluciones para las personas con deudas hipotecarias o, más
recientemente, en la impresionante respuesta social ante el anuncio de
la privitización de la sanidad de Madrid.
Para millones de
personas, resulta cada vez más evidente que estamos ante un verdadero
proceso de involución capitalista que pone en cuestión las condiciones
esenciales que garantizan una base de dignidad laboral, seguridad
económica y social, autonomía personal. Aunque en el largo período de
neoliberalismo ya se produjo un deterioro creciente de derechos, éste no
llegó a afectar a masas tan ingentes de personas ni a tocar elementos
tan centrales de la estructura social. Si esto fuera una empresa,
podríamos decir que hemos pasado de la fase de dificultades a la de
liquidación general. Por eso arrecian las protestas y alcanzan una
densidad desconocida en el período anterior.
La huelga
general del pasado noviembre y las movilizaciones recientes vuelven a
demostrar que mucha gente es consciente de todo ello. Y, sin embargo, no
parece que este nivel de movilización tenga de momento mas perspectivas
que la de volverse a repetir en los próximos meses. Dada la situación
de deterioro, es bastante posible que los sindicatos se vean forzados a
convocar una nueva huelga general. La cuestión estriba en saber hasta
cuándo la indignación superará al desaliento, hasta cuándo la gente
pensará que la acción colectiva es una vía factible para frenar el
ataque o, por lo contrario, cuándo el cansancio hará mella en muchas
personas.
El año próximo se presenta aún peor que el actual. No
hay perspectivas de involución del paro. Al hundimiento de la economía
del ladrillo le han seguido los ajustes del sector público que, como ya
se ha anunciado, van a continuar ahondando los problemas del empleo. En
este contexto, además, se va a constatar el carácter corrosivo de la
reforma laboral. Hasta ahora hemos podido calibrar su impacto en la
facilidad de destrucción de empleo. Ahora, está por ver su incidencia en
la negociación colectiva, pues ésta se concentra fundamentalmente a
principios de año. Está por ver si la patronal va a utilizar toda su
capacidad de acción para fraccionar y deteriorar aún más las condiciones
laborales. De entrada, el Gobierno ya le ha abierto el camino
decretando la práctica congelación del salario mínimo.
Estamos sin
embargo constreñidos a una situación sin salidas claras. Las
movilizaciones son una respuesta necesaria pero hasta ahora insuficiente
para cambiar la situación. Más bien parece que las clases dominantes ya
han amortizado los costes de las movilizaciones y están dispuestos a
tolerarlas como parte del ajuste. Tampoco parece creíble que una
radicalización del conflicto en términos de violencia fuera a cambiar
las cosas, más bien provocaría una pérdida de apoyos sociales. La
desigualdad de fuerzas es tan extrema que las acciones radicales sólo
sirven para legitimar al poder. El problema es más bien el de la
incapacidad de engarzar las movilizaciones en una estructura más amplia
de proyectos políticos capaces de alterar la correlación de fuerzas, así
como de introducir alguna reforma en la esfera política y económica que
consiga alterar la situación actual.
Hasta ahora las movilizaciones
han acertado en denunciar los efectos de las políticas actuales, pero en
gran medida han sido insufientes para atacar las causas. Y ésta sigue
siendo la mayor fuerza de la reacción económica: seguir presentado los
recortes, la demolición de derechos sociales, como la única alternativa
posible. Por ello, una tarea prioritaria es elaborar una propuesta
alternativa que sirva como marco de referencia de las luchas, de las
batallas políticas. No es tarea fácil, sobre todo en una guerra
económica que se dirime en gran parte en la esfera de las instituciones
mundiales. Y que está afectando de forma muy diferente en cada país (lo
que limita los espacios de acción colectiva a escala internacional).
Pero es una tarea urgente, tanto en el plano del proyecto como en el de
elaboración, una estrategia de acción que sirva para romper el marco
frustrante de las movilizaciones actuales. Posiblemente esté cantado que
vamos hacia una nueva huelga general, con más rabia, con más recortes a
nuestras espaldas. Lo que no debería ser inevitable es que nuestras
acciones tengan que estar encerradas, una vez más, en el estrecho
espacio de la resistencia. Necesitamos una verdadera coalición de
fuerzas sociales capaz de plantear un mínimo esbozo de alternativa por
la que pelear.
Una alternativa movilizadora debe incluir un conjunto
de elementos no siempre fáciles de combinar. De una parte, dado el
actual nivel de fuerzas a escala nacional, europea y mundial, debe
incluir alternativas viables pero claramente diferenciadas de las
actuales, dentro del contexto actual. Tales como la dación en pago que
propone la PAH, o el plan de ajuste del gasto propuesto por los
trabajadores de la Sanidad madrileña. De otra, debe incluir un horizonte
serio de transformación social con cambios estructurales serios (que
requieren de un movimiento sociopolítico de largo alcance hoy más
necesario que nunca). Encontrar una articulación entre estas dos líneas
es fundamental para posibilitar que las próximas movilizaciones tengan
más éxito que las pasadas. Hay que evitar que al desplome de derechos le
siga un desaliento social generalizado.
Estado demediado (Notas sobre los problemas estructurales de la economía española, 2)
De
un mal diagnóstico solo pueden derivarse soluciones erronéas. Y uno de
los peores diagnósticos de la crisis actual es el que sitúa el excesivo
gasto público y el déficit como uno de los problemas estructurales de la
Economía Española.
Si algo ha caracterizado al sector público
español es su infradesarrollo respecto al modelo imperante en la mayoría
de países europeos. Un infradesarrollo fruto de un largo proceso
histórico que el franquismo consolidó reduciendo las estructuras del
Estado. Uno de los pocos avances sociales de la transición fue, junto a
la conquista de las libertades políticas, una reforma fiscal que
posibilitó precisamente un importante salto en el papel de lo público.
Cualquier persona mayor puede recordar cuál era el entorno urbanístico y
de servicios públicos de su entorno y compararlo con el actual. La
expansión de lo público generó además una importante cantidad de empleos
que, sobre todo, abrieron oportunidades a las personas con estudios. En
la configuración social española ello ha jugado un papel importante en
la configuración de las clases medias asalariadas y, en especial, en la
expansión del empleo femenino. Si valoramos la expansión del sector
público en términos de servicios y de empleo es evidente que su
crecimiento ha sido crucial para mejorar el bienestar de la población.
El
problema es que esta expansión de lo público, en gran parte generada
por las movilizaciones sociales de la transición primero, y la necesidad
de obtener legitimación social para las élites políticas después,
estuvo lastrado por diversos elementos que contribuyeron a condicionar
su desarrollo. En primer lugar el propio hecho histórico de que la
expansión del Estado de bienestar coincidiera en el tiempo con la
irrupción de la economía neoliberal y su catecismo de pseudo-verdades en
torno a los males de lo público. Incluyendo el dogma de la preminencia
de la gestión privada, que explica porqué en nuestro país la
externalización de actividades públicas es tan importante. En segundo
lugar, la escasa cultura fiscal. La derecha y los ricos, siempre
reticentes a pagar impuestos y a abortar cualquier política
redistributiva, consiguieron una importante hegemonía en el conjunto de
la población a la hora de favorecer un sistema fiscal injusto y poco
desarrollado. En tercer lugar, la existencia de grupos bien organizados,
con estructuras preexistentes que tuvieron capacidad de imponer un
desarrollo de los servicios públicos de provisión no universal.
Resultado de estas presiones es la permanencia de un sistema educativo
dual y un sistema sanitario fragmentado (especialmente allí donde las
mutuas privadas tenían más arraigo). Y en cuarto y último lugar, la
persistencia de culturas clientelares que explican alguna de las
experiencias más nefastas de la intervención pública reciente.
Fruto
de estas dinámicas, el peso del sistema público español siempre se ha
situado, en términos de volumen, por debajo de la media europea. En
términos de gasto, entre 4 y 6 puntos del PIB en los últimos años, según
la evaluación de Eurostat, y más de 10 puntos si se toma como
referencia los países con mayor desarrollo del sector público, como los
nórdicos o Francia. Una situación que se repite cuando se evalúa el
gasto social: En 2007, al principio de la crisis, el gasto social
español se sitúaba 5,6 puntos por debajo de la media europea. La
distancia se ha reducido en los últimos años a 3,1 puntos por efecto de
la crisis (gasto en desempleo) de jubilaciones numerosas, así como de
los recortes en educación, y no por cambios en las políticas (los datos
pueden cotejarse en el Informe Estadístico Anual que publica el
Ministerio de Empleo y Seguridad Social). En conjunto, el gasto público
español está por debajo de lo necesario para garantizar un buen
desarrollo social.
Aunque es posible que este menor gasto esté al
mismo tiempo distorsionado por otra cuestión. El impacto del sector
público depende tanto de su tamaño como de los fines a los que destina
el gasto. Por ejemplo, Estados Unidos no sólo es un país con un gasto
público relativamente reducido sino que dedica una elevada proporción a
financiar un gasto bélico que poco beneficia a la mayoría de la
población. En España está distorsión del gasto público también se ha
producido (posiblemente en menor escala) con la inversión en
infraestructuras costosas, muchas de ellas de dudosa utilidad social,
pero que han permitido enriquecer a un reducido núcleo de grandes
empresas que año tras año han sido capaces de controlar más del 50% de
toda la inversión pública en obras e instalaciones. Un grupo de ocho
empresas (constituido por ACS, FCC, Ferrovial, Acciona, OHL, Sacyr,
Isolux Corsan y Comsa Emte) que ha sabido generar un amplio consenso en
torno a lo bueno de las infraestructuras (a pesar de la evidencia de lo
inútil y costoso de muchos de los aeropuertos, autovías, lineas de AVE,
desaladoras, etc., construidos en los últimos años). Empresas que ahora
toman posiciones en la gestión de servicios públicos y que no dudan en
endosar al Estado sus “muertos”, como es el caso reciente de la fallida
red de autopistas alrededor de Madrid y del Sureste. Ellos, junto a
otros grupos parecidos (como Eulen, Abengoa, Abertis, Agbar...) son los
verdaderos apóstoles de la externalización. Un eufemismo útil para
encontrar nuevas fórmulas para seguir extrayendo renta del conjunto de
la población.
Tenemos por tanto un sector público insuficiente y
distorsionado. Un sector que ha visto desplomar sus ingresos no sólo por
la crisis sino también porque la sucesión de reformas fiscales de la
fase anterior (desde el último Gobierno de Felipe González en adelante)
habían minado las bases de una recaudación sostenible. Mientras se
mantuvo la burbuja, la situación parecía sostenible. De hecho el
presupuesto español hasta tuvo superavit y el endeudamiento era
insignificante. Pero cuando explotó la burbuja, faltaron redes para
contener la caída fiscal y situar el peso de los ingresos públicos
españoles al nivel de los países más pobres de la Unión Europea
(Bulgaria, Letonia, Lituania...).
Hace falta un sector público
mas desarrollado, lo que requiere una reforma fiscal progresiva que
aumente su equidad. Hace falta un sector público eficiente en términos
sociales y por tanto que reduzca el peso de los grandes oligopolios de
lo público. Y hace falta un sector público capaz de impulsar el cambio
en las estructuras productivas a las que me referí en la nota del mes
anterior. Un sector público capaz de impulsar no sólo la ciencia y la
investigación, sino también un cambio en el modelo de consumo y
producción para afrontar los retos del desequilibrio exterior y de la
crisis ecológica. Y para ello, un sector público democratizado y
gestionado desde una cultura de lo colectivo bastante distinta a la que
aún persiste en un sector amplio de nuestra sociedad.