I
Uno de los temas que más preocupa en muchos medios y sectores
sociales es el que la crisis está provocando la desaparición de las
clases medias. Analizar cómo afecta el desarrollo económico a la
configuración de las clases sociales ha sido siempre una preocupación
del pensamiento transformador. Un elemento esencial para elaborar un
proyecto político realista. Lo que sigue son unos apuntes apresurados
sobre los cambios en curso.
El concepto de clase media es
bastante confuso y cada cual lo interpreta como quiere. En los viejos
análisis de clase, la media se asociaba a los sectores de pequeños
propietarios, pequeños capitalistas, autónomos —básicamente una clase
media no asalariada, como mucho inlcuyendo un pequeño segmento de
asalariados con un particular estatus social: funcionarios públicos,
cuadros medios de las empresas etc.—.
El capitalismo keynesiano y
el posterior neoliberal han provocado una sustancial transformación de
la estructura social que ha dejado bastante descolocados los viejos
esquemas del marxismo clásico. Las capas medias no asalariadas han
tendido a desaparecer a medida que la concentración de capital, la
industrialización de la agricultura y la transformación del comercio han
reducido el peso de los no asalariados en la estructura social. La
inmensa mayoría de la población es hoy asalariada, pero dentro de ésta
se ha desarrollado una enorme segmentación y diferenciación social,
asociada a los cambios en la organización empresarial, al sector público
y al desarrollo tecnológico. Un desarrollo que ha generado un amplio
segmento de empleos en los que se requiere un nivel elevado de educación
formal y que suelen estar asociados a niveles salariales relativamente
altos, cierto prestigio social, una idea de carrera profesional y mayor
estabilidad en el empleo, en relación a los empleos comunes, “manuales”
(todos los empleos suelen requerir implicación mental y física), de la
industria y los servicios. El primer grupo es el que forma lo que
podríamos llamar el bloque de las capas medias asalariadas, diferenciado
en muchos aspectos de la clase obrera tradicional. Aunque en muchos
casos se confunde clase media no sólo con este segmento de asalariados
sino con el conjunto de los que han podido alcanzar ciertas cotas de
consumismo gracias a un cierto nivel de ingresos y de estabilidad. En
los años buenos, esto también estaba al alcance de una parte de la clase
obrera tradicional, especialmente la de las grandes industrias o la
élite de la construcción.
Como los niveles de gasto dependen más
de la estructura familiar que de los ingresos individuales, esta
extensión del consumismo y la seguridad económica se extendía incluso a
asalariados, especialmente mujeres, con bajos salarios y empleos cortos,
a condición de que formaran parte de familias con algún miembro en el
sector estable. Al final, más que una sociedad con sectores muy
definidos, lo que ha caracterizado nuestra estructura social es una
enorme diversificación de condiciones laborales y de ingresos, una
estratificación cuyo elemento dominante es la posición laboral de cada
cual mitigada o reforzada por su posición familiar, lo que de forma
simplista podríamos resumir en una clase media asalariada básicamente
formada por personas con altos niveles educativos y/o formando parte de
los niveles superiores de las estructuras empresariales, y una clase
obrera (mayoritariamente masculina) con un segmento de empleo estable y
otro segmento ligado a empleos precarios.
El aspecto del nivel
educativo siempre me ha parecido crucial no sólo porque presenta una
evidente correlación con la posición laboral, sino sobre todo porque
tiene una influencia importante en la configuración de actitudes,
valores, percepciones sociales. Al fin y al cabo, la educación es un
proceso que ocurre en las etapas iniciales de la vida. Los que superan
las distintas barreras educativas tienden a autoconvencerse de su mérito
y capacidad. Su formación les orienta hacia una visión de la vida en la
que predominan ideas como la vocación —a menudo se confunde trabajo
asalariado con realización personal—, la carrera competitiva, o el
predominio de la acción individual. Los demás llegan a la vida laboral
con un fracaso inicial y, excepto en aquellos países y contextos en los
que se ha desarrollado un sistema de formación y reconocimiento
profesional, se ven de por vida condenados a un trabajo poco reconocido
que sólo quieren hacer quienes no tienen otra opción. Por ello el
comportamiento de las clases medias asalariadas ha tendido a ser
bastante diferente en términos de acción social. Basta con ver su
comportamiento en los conflictos laborales o la distribución del voto
por barrios o pueblos para captar la existencia de un comportamiento
claramente diferenciado (y no estoy sugiriendo que la clase media sea
esencialmente reaccionaria y la clase obrera esencialmente de
izquierdas, sino que pueden verse diferencias en su forma de ser de
izquierdas o de derechas: por ejemplo en Francia los reductos de clase
obrera tradicional votan más al PCF y al Frente Nacional que allí donde
predominan las clases medias asalariadas).
II
Las dos
crisis anteriores del período neoliberal (las de 1980-1985 y la de
1991-1994) habían golpeado especialmente al segmento superior de la
clase obrera por la vía del cierre de fábricas y las deslocalizaciones.
Las clases medias asalariadas vivieron estas crisis como una cuestión
ajena. En nuestro país una cuestión esencial para ello fue el desarrollo
de un amplio volumen de empleo público y semipúblico (educación,
sanidad, administración pública...) que ha sido el principal generador
de oportunidades para estos sectores, especialmente para la
consolidación de un amplio espacio de empleo femenino educado. También
la expansión de las estructuras burocráticas de las empresas, el
crecimiento de actividades intermediarias —finanzas, seguros, asesorías
diversas...— e incluso el hecho de que, allí donde se producían ajustes,
éstos solían tomar la forma de prejubilaciones relativamente generosas
que retiraban de la vida laboral asalariada a gente que en otras
condiciones hubiera pasado a integrar las filas de la pobreza. La
emigración del empleo industrial y la precarización de las condiciones
laborales en los servicios podía incluso mejorar la situación vital de
los asalariados del nivel superior al permitirles acceder a bienes y
servicios abaratados por el inicio del hundimiento de los derechos de
los segmentos tradicionales de clase obrera. Al fin y al cabo, el
neoliberalismo se ha mantenido con un consenso social suficientemente
amplio, manteniendo formas políticas democráticas que exigen un cierto
consenso social.
Lo que cambia en la crisis actual es que por
primera vez en la historia también llega a los segmentos de clase media
asalariada. En ello tienen mucho que ver las politicas de ajuste del
sector público. O los últimos coletazos de la reestructuración del
sector financiero (y de otros sectores empresariales) en condiciones
completamente diferentes de las anteriores. Especialmente la gente jóven
percibe que el cambio en las reglas del juego está rompiendo sus
posibilidades de carrera, su proyecto individual. En cierto modo están
experimentando que su condición de asalariados se parece mucho más de lo
que pensaban a la del resto de asalariados. Y que en conjunto padecen
un tipo de problemas parecidos. Por primera vez en la historia los
distintos segmentos de asalariados están confrontados a un mismo tipo de
ofensiva global y se enfrentan a una misma versión descarnada de la
estructura profunda de la lógica capitalista.
III
El que
los problemas de inseguridad económica extrema, depreciación laboral,
empobrecimiento, etc., afecten a todos por igual abre la oportunidad de
desarrollar una nueva perspectiva social igualitaria. Pero ésta no está
garantizada de antemano. No es seguro que la reacción dominante de los
devaluados asalariados “cultos” vaya a consistir en implicarse en un
proyecto social colectivo. En su formación personal muchos y muchas
arrastran demasiado individualismo, autoestima, sentido de superioridad
moral e ilusión en sus propias posibilidades como para pensar que está
garantizada una respuesta progresista. En bastantes jóvenes la respuesta
más fácil parece la de “salida” (emigrar a países donde confian que su
valía tendrá posibilidades) que la de “voz”. Y no es descartable que en
otros se produzca un cierre nihilista que les incapacite para la acción
colectiva y les convierta en resentidos de por vida. La historia, por
desgracia, muchas veces se desarrolla por el lado oscuro.
Pero
existe al menos una posibilidad de transformar la “igualación a la baja”
que están generando las políticas de ajuste neoliberal en la ampliación
de una base social amplia que reclame un verdadero modelo social
igualitario. Un modelo que genere una vida y un trabajo dignos a todo el
mundo. Que clarifique qué actividades sociales son verdaderamente
relevantes para el bienestar social y cuáles son accesorias. Que
promueva un modelo social que garantice a todo el mundo seguridad
económica básica y posibilidad de desarrollo personal. Muchas de las
propuestas de ecologistas, feministas y reformadores sociales dan pistas
para construir estas propuestas. Pero exigen una intensa labor cultural
y social para construir un bloque capaz de generar una alternativa real
a la dictadura neoliberal.
Dependencia endémica (Notas sobre los problemas estructurales de la economía española, 1)
De
las grandes crisis se sale con cambios estructurales en el
funcionamiento de la economía, en su regulación, en sus instituciones.
El impacto desigual de las crisis en distintos territorios es en parte
resultado de su distinta estructura, de su posición en la economía
global. Un buen diagnóstico de la situación es básico para promover
respuestas adecuadas. Lo que no siempre supone que éstas sean fáciles de
aplicar ni que tengan resultados inmediatos, de igual modo que una
enfermedad puede estar bien diagnosticada y en cambio desconocerse la
forma de combatirla.
La economía española padece unos problemas
que explican su diferencial de destrucción de empleo, la mayor gravedad
de la situación. Al principio de la crisis se hicieron algunos
diagnósticos acertados, quizas porque eran tan fáciles de reconocer que
no se requería un gran nivel de experiencia profesional para llevarlos a
cabo. Uno era el papel del sistema financiero a escala global. El otro,
más local, era culpar de los males del problema al hiperdesarrollo
constructivo. Los poderes financieros han conseguido aguar la
insistencia en reformas profundas de su actividad, en gran medida porque
han logrado endosar el problema del endeudamiento a los estados y
transformar así una crisis de endeudamiento privado en políticas de
ajuste público. En los últimos meses en España los problemas de la deuda
exterior, la prima de riesgo y los recortes públicos han vuelto a dejar
fuera de foco la cuestión primordial de la deficiente estructura
productiva del país.
Peor aún, viendo las cosas que promueven las
élites políticas más bien parece que confían en un nuevo boom
inmobiliario para reflotar la economía. Y de ello tenemos buenos
indicios. Primero fue la vergonzosa competición entre Madrid y Barcelona
por atraer Eurovegas, ahora ha sido la oferta de permisos de residencia
a los compradores de viviendas, y de forma contínua están las
referencias de De Guindos a que el banco “malo” servirá para revigorizar
el mercado inmobiliario (quizás esperando con ello que olvidemos lo que
es evidente: que se trata de una nueva transferencia de fondos al
sector bancario). Y es que lo inmobiliario tiene un largo recorrido en
la economía española y su impulso parece mucho más fácil que el promover
otras salidas.
Se olvida con ello una de las cuestiones que a mi
entender es básica para explicar nuestra situación diferencial: la
economía española genera sistemáticamente un deficit comercial resultado
de nuestra particular estructura productiva y nuestro particular modelo
de consumo.
Puede objetarse que en este desequilibrio no se
tienen en cuenta los ingresos por servicios, especialmente los
turísticos, pero aún considerando estos ingresos el resultado neto sigue
siendo negativo (en 2010, un año de crisis, la contribución neta
negativa del sector exterior continuaba siendo de 2,1 puntos del PIB).
Ello supone que en su funcionamiento normal la economía española
requiere un continuo endeudamiento frente al exterior, lo que sin duda
explica una parte importante de los problemas macroeconómicos del país.
Sin moderar o equilibrar esta situación la única forma de mantener el
actual modelo es consiguiendo atraer un flujo de entrada de capitales
permanente, algo que parece ser a medio y largo plazo poco realista,
pues no contamos con un sector financiero hegemónico como el que permite
hacer esto a Estados Unidos y Reino Unido.
Las razones de este
desequilibrio son diversas. Una es la enorme dependencia energética y de
materiales. Otra es la especialización productiva: fabricamos bienes
distintos a los que consumimos (por ejemplo producimos coches pequeños y
compramos coches grandes, consumimos electrónica de importación...). A
esta especialización negativa se ha llegado por una serie de factores
diversos: decisiones de las élites locales (priorizar la construcción y
despreciar la inversión en bienes sofisticados, que comportan más
esfuerzo en investigación y formación profesional), control de muchos
sectores productivos por grandes multinacionales y promoción de un
modelo de consumo impulsor de las importaciones. Y una tercera, y no
menos importante: un euro sobrevalorado ha reducido las posibilidades de
desarrollo de parte de la industria local, situación agravada por la
política alemana de austeridad (básicamente caída del salario real,
sobre todo en el sector servicios), que ha provocado una caída de las
exportaciones del sur de Europa.
Alterar está situación exige
tomar muchas medidas y hacer frente a las resistencias de los
beneficiarios de la situación actual. Pero precisamente por tratarse de
una cuestión de largo recorrido exige tener claras algunas de las líneas
de actuación. Una, obvia es una política energética que no sólo
promueva el desarrollo de energias renovables sino que reorganice la
vida social (transporte, urbanismo etc.) en términos de reducción del
consumo. Otra, la reorganización de actividades que promuevan circuitos
más cortos de producción-consumo, por ejemplo en el sector alimentario,
Otra obvia, de desarrollo tecnológico y profesional También una política
de austeridad de otro tipo, orientada a reducir las importanciones de
bienes de lujo y los consumos suntuarios que tienen efectos dañinos en
términos sociales, ecológicos y macroeconómicos, algo que debe ir
necesariamente acompañado de políticas “culturales” que lo hagan
entendible y aceptable. Y cómo no, una política exterior orientada a
cambiar el modelo actual de integración europea. Estos deberían ser los
elementos prioritarios de las políticas anticrisis. Su no consideración,
la dependencia endémica respecto a un modelo de desarrollo
palpablemente insostenible, muestra que nuestros lideres políticos están
en la inopia, o simplemente que nos engañan para mantener el statu quo.
* * *
¿Vuelve la estanflación? Contradicciones de la economía neoliberal
La
crisis de la década de los setenta condujo a la liquidación de las
políticas keynesianas y del capitalismo de pacto social. A ello
dedicaron muchos esfuerzos los grandes grupos de poder económico. Uno de
los frentes de batalla fue el de la economía académica y su influencia
sobre el diseño de lla política económica. Un trabajo de largo alcance
en el que tuvo un papel fundamental la elaboración de una nueva teoría
de la inflación y el desempleo (en realidad, una reformulación de la muy
vieja teoría neoclásica prekeynesiana). Los economistas keynesianos
basaban parte de las recetas de intervención en un esquema de "curva de
Philips" según el cual existía un cierto trade-off entre paro e
inflación, Cuando el desempleo era grande, se podía reducir mediante
medidas expansivas que podían generar algo de inflación. Cuando ésta se
consideraba excesiva, se podía moderar mediante medidas que frenaran el
empleo. Economistas neoliberales como Friedman o Phelps argumentaron que
este intercambio era en realidad ficticio, puesto que existía un nivel
desempleo imposible de reducir por medidas de expansión del gasto
público. En ese contexto, las medidas expansivas sólo generarían
inflación sin crear empleo, o sea, “estanflación”. A este nivel de paro
irreductible por medidas expansivas le llamaron “tasa natural de
desempleo”, posteriormente reformulada como “tasa de desempleo no
aceleradora de la inflación” (habitualmente citada por su acrónimo
inglés NAIRU). El nivel de esta tasa dependería, fundamentalmente, de
las instituciones que impedían que el mercado laboral fuera flexible y
que los salarios bajasen cuando había desempleo, desincentivando así a
las empresas a contratar a más gente.
Lógicamente, para estos
economistas el nivel de la NAIRU depende de factores como los mecanismos
de protección al empleo, el modelo de subsidios de desempleo, el poder
sindical, la existencia y cuantía del salario mínimo etc. De ahí que su
receta ante el crecimiento del paro sea siempre la de promover reformas
estructurales del mercado laboral, del tipo que vienen aplicándose desde
hace casi treinta años en nuestro país. Lo que acabó por convencer a
muchos escépticos en la bondad de esta teroría es que a mitad de los
años setenta, tras el alza del precio del petróleo, se produjo una fase
de estanflación. Aunque posiblemente la flauta sonó por casualidad, eso
fue suficiente para ganar la voluntad de muchos economistas adiestrados
en considerar que los mercados son la mejor forma de organizar la
actividad económica.
Han pasado cuatro décadas. El debate teórico
sobre la NAIRU ha pasado diversas vicisitudes en las que no es el
momento de entrar. Pero, salvando las distancias, en el caso español
estamos afrontando una cierta situación de estanflación en un contexto
totalmente diferente del sugerido por los teóricos neoliberales. Es
cierto que el nivel de inflación actual (del 3,5%) es realmente moderado
respecto a épocas pretéritas (llegó a alcanzar el 27% en 1977) y nada
comparable con el que han experimentado muchos países en desarrollo.
Pero es realmente insoportable según los parámetros oficiales de la
Unión Europea. De hecho, ya en plena crisis, en 2008, el Banco Central
Europeo aumentó el tipo de interés (acelerando el derrumbe) alegando el
peligro de inflación cuando ésta estaba por debajo de aquella cota. O
sea, que de mantener esta lógica la situación actual podría provocar una
nueva contracción monetaria por parte del BCE. Y lo realmente relevante
es que esta “aceleración” de la inflación se produce en medio de una
situación de desempleo masivo, caída de los salarios reales y aplicación
de unas reformas estructurales del mercado laboral de gran calibre. No
parece pues que, en este caso, el “rebrote” inflacionario pueda
explicarse en absoluto por una rigidez del mercado laboral, sólo
concebible en la imaginación de algún dogmático economista neoliberal.
Al
analizar los factores que promueven la inflación actual se percibe
alguna de sus causas básicas. Una se encuentra en las propias políticas
de ajuste, en la aplicación de fuertes aumentos en el IVA y otros
impuestos indirectos (así como en las tasas públicas, en la introducción
del copago sanitario etc.). Quizás podemos esperar que este impulso
inflacionario se moderará una vez pasado el proceso de implantación de
las nuevas tasas, pero en tanto se mantengan las políticas de
mercantilización de los servicios públicos cabe esperar nuevos shocks
futuros de indudable contenido inflacionario. El otro gran componente es
el aumento de los precios de la energía y de alguna otra materia prima
industrial. Puede que en este caso se combinen dos efectos diferentes.
Uno de índole local: el carácter oligopolístico de las empresas
energéticas locales, reforzado por las políticas privatizadoras y
liberalizadoras de los últimos años. El otro más estructural: el impacto
a escala planetaria de unos recursos limitados (o en declive según
algunos estudiosos del pico del petróleo) frente a una demanda que sigue
en crecimiento o que es muy inflexible a la baja. Se trata en este caso
de un problema de largo recorrido y para el que la economía dominante
no tiene otras respuestas que la confianza ciega en que el mercado
promoverá la aparición de soluciones tecnológicas, o la esperanza de que
los precios acabarán por reducir la demanda excesiva (lo que supone
despreciar el coste social que genera el desempleo masivo y la
asignación de un recurso escaso por el simple criterio de la ley del
poder económico de cada cual).
No es casual que el precio del
petróleo, que ya provocara la estanflación de los setenta, provoque
ahora parte de estas menores pero renacidas tensiones de precios. Alguno
de los críticos de la NAIRU ya explicó en su día que fue una
justificación oportunista por parte de los economistas neoclásicos lo
que les permitió utilizar aquel alza de los precios como demostración de
la bondad de sus tesis. Lo que ahora resulta evidente es que la modesta
inflación que padecemos (y que ayuda a deteriorar aún más los salarios
reales devaluados por los recortes y los ajustes empresariales) muestra
claramente la incapacidad del esquema neoliberal para explicar un
fenómeno que puede ser paradójico.
Hay dos corolarios de todo
esto, El primero es que estamos ante una oportunidad de cuestionar con
evidencias sólidas la calidad de los esquemas analíticos que se aplican
para desarrollar políticas económicas. Es una modesta tarea
académico-política, pero pese a ello totalmente necesaria para erosionar
el prestigio de los mismos. El segundo y más importante, que es
plausible que la tensión inflacionista que refleje en buena parte la
tensión entre nuestra base tecnológico-productiva y las limitaciones
palpables de algunos recursos naturales. La única forma de evitar que
estas tensiones se traduzcan en más locura de ajustes neoliberales es
promover cambios en las políticas energéticas y de recursos naturales
orientadas a promover la reproducibilidad y la sostenibilidad mediante
cambios en la organización de la producción, el consumo y la
distibución.
30/11/2012