esde hace ya unos años, se viene
difundiendo desde los medios de comunicación que operan en España
ciertas afirmaciones que cuestionan la legitimidad de los derechos que
se asignaron a los sindicatos —mediante diversas leyes, empezando por la
Constitución— a finales de los años setenta y principios de los
ochenta. Esta objeción ha empezado a adquirir durante estos últimos
tiempos visos de una auténtica ofensiva de las fuerzas políticas y
económicas de índole neoliberal, tanto a escala nacional como en la
Unión Europea. Determinados partidos políticos y gobiernos conservadores
o liberales españoles y europeos, pero también representantes
cualificados de los poderes económicos y financieros, están
protagonizando una intensa y persuasiva campaña de descrédito contra el
rol y las funciones que, desde la restauración de la democracia, vienen
desarrollando los sindicatos.
Esta campaña pretende debilitar a una de las pocas instituciones que aún
subsisten en los países industrializados y que, junto con otras
organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales, constituyen,
por encima de los partidos políticos, la más importante instancia
colectiva que todavía planta cara a los intentos de acabar con los
derechos sociales y económicos asociados al Estado del Bienestar, tan
dura y costosamente conseguidos en España a lo largo de los últimos
treinta y cinco años. Ante esta situación, algunos profesores
universitarios, investigadores sociales, escritores, periodistas,
artistas, intelectuales y, en particular, sindicalistas, han reaccionado
contra semejante cruzada, recurriendo a diversas formas de denuncia de
dichos ataques.
Concretamente, hace unos meses apareció un artículo en la revista de la
Federación de Educación del sindicato CCOO, publicado en noviembre de
2011, en el que se apuntaban una serie de frases y expresiones,
ampliamente extendidas entre la población y difundidas desde casi todos
los medios de comunicación, de cuyo contenido se deducía un claro
intento de degradar la imagen de los sindicatos, con el beneplácito, más
o menos confesado, de las citadas organizaciones e instituciones. Pues
bien, partiendo de esas expresiones y de las contribuciones aportadas
por otras personas al respecto (V. Navarro, M. García Biel, J. López, J.
Rodríguez, C. Barrera, etc.), cabe realizar los siguientes comentarios a
cada uno de tales enunciados:
1. “Los sindicatos tienen cada vez menos soporte laboral y social”
El soporte que reciben los sindicatos tiene, al menos, dos dimensiones:
la laboral y la social, ambas íntimamente relacionadas puesto que
cualquier suceso laboral tiene connotaciones sociales, aunque no siempre
sucede lo contrario.
Por lo que se refiere al soporte laboral, éste se puede “medir” a partir
de la confianza que depositan los trabajadores, bien cuando se afilian a
un sindicato pagando una determinada cuota, bien cuando respaldan a
unos determinados candidatos, participando en las elecciones sindicales.
Estos dos aspectos (afiliación y elecciones sindicales) son los que
legitiman a los sindicatos para que ejerzan la representación de los
intereses de los trabajadores, recogiendo sus demandas y trasladándolas a
las mesas de negociación con la patronal, o con el propio Estado cuando
se trata de empleados públicos.
Con respecto a la afiliación, debe tenerse en cuenta que, desde que se
legalizaran los sindicatos a finales de los años setenta, la afiliación
sindical en España no ha dejado de crecer. Mientras que en el año 1980
(aún en plena transición democrática) los sindicatos apenas contaban con
500.000 afiliados, esta misma cifra se había multiplicado por más de 6 a
finales del primer decenio de este siglo, de modo que eran más de 3
millones los afiliados a alguno de los actuales sindicatos —encabezados
por CCOO, que contaba con 1,2 millones—, a lo que habría que añadir la
reciente tendencia que, desde 2009, han iniciado las tasas de
afiliación, con un repunte de más del 40% en 2011.
Estas cifras contradicen el supuesto distanciamiento de los sindicatos
de sus bases sociales. Y ello a pesar de la grave crisis económica y de
empleo que está atacando, particularmente, a los colectivos de
trabajadores que, históricamente, más cerca han estado del sindicalismo.
Si bien es cierto que la tasa de afiliación sindical en España se sitúa
por debajo de la de otros países occidentales (en torno al 17% del
total de asalariados), también lo es que viene manteniéndose bastante
estable durante los últimos años.
Y todo ello en un país que sigue caracterizándose por tener una patronal
con una cultura laboral esencialmente contraria a cualquier acuerdo que
implique una mínima renuncia a sus prerrogativas, pero también por
poseer un tejido empresarial con un porcentaje muy elevado de pymes,
donde es más difícil que arraiguen y se extiendan los valores de
solidaridad de clase que se derivan del trabajo colectivo. Además, a
ello habría que sumar la no obligatoriedad de afiliarse para poder
beneficiarse de los resultados de la negociación colectiva.
Una segunda fuente de legitimidad proviene de las elecciones sindicales
que se realizan, periódicamente, entre el “electorado” de los
trabajadores asalariados. Se trata de otro soporte, tan o más importante
que el anterior, de cuyos mejores o peores resultados se desprende un
mayor o menor amparo democrático con el cual se legitiman las decisiones
que toman los sindicatos en nombre de sus representados.
En este sentido, cabe decir que el porcentaje de participación de los
trabajadores en las elecciones sindicales es, desde que éstas se
celebran, muy elevado (alrededor de un 75-85% del total de asalariados
que pueden participar a lo largo de los cuatro años que dura el actual
cómputo electoral). Unas cifras que en modo alguno han obtenido los
partidos políticos en todas las elecciones políticas celebradas desde
los años ochenta, tanto en las de ámbito local como en las autonómicas,
nacionales o europeas, y no por ello se cuestiona el cada vez más
mermado soporte que reciben de los ciudadanos.
Por último, vale la pena agregar a lo anterior que los sindicatos
recaban también un soporte que va más allá de la esfera laboral.
Personas que están en paro o en situación de inactividad también
respaldan la actividad sindical, a pesar de no trabajar ni estar
afiliadas. Las miles de personas que congregan los sindicatos cuando
convocan manifestaciones, paros o huelgas, acogen a muchas otras
personas que apoyan a los sindicatos desde ámbitos distintos del
estrictamente laboral, puesto que muchas de las reclamaciones sindicales
son también demandas que afectan a la sociedad en su conjunto.
Y es que, aparte de la Iglesia, no hay ninguna otra institución ni
organización social de índole voluntaria en España que concite —
contrariamente a lo que algunos dicen— tanto soporte social como los
sindicatos.
2. “Los sindicatos subsisten gracias a los fondos que les da el Estado”
La financiación de los sindicatos españoles proviene, fundamentalmente,
de los ingresos que reciben de las cuotas de los tres millones de
afiliados que poseen: unos 250 millones de euros anuales que cubren el
60% de los gastos corrientes. El Gobierno español sólo aporta
(¿aportaba?) 16 millones de euros, que se reparten en función de la
influencia electoral de cada sindicato. El resto de los ingresos se
obtienen de otras fuentes privadas o públicas, como la venta de
servicios o, simplemente, de créditos bancarios.
Esos ingresos deben ser suficientes para cubrir los gastos de
funcionamiento ordinario y del mantenimiento y, en su caso, alquiler de
los locales donde se realizan las actividades ordinarias. Pero también
para cubrir los costes de una de las principales funciones sociales
atribuidas a estas organizaciones: la negociación colectiva —a veces a
lo largo de muchas horas o jornadas— de más de 4.000 convenios
colectivos que, más tarde o más temprano, acaban repercutiendo en la
mejora de las condiciones de trabajo de millones de asalariados.
En contraste con los 16 millones de euros que reciben los sindicatos
españoles del Estado, las ayudas con ese mismo origen que ingresan los
sindicatos británicos alcanzan los 98 millones, mientras que los
italianos recaudan 600 millones y las organizaciones sindicales
francesas del sector público, 700 millones.
Por su parte, las organizaciones patronales españolas reciben del Estado
una cantidad parecida a la de los sindicatos, criterio éste, como
mínimo, discutible, pues ni por el número de afiliados que aquéllas
tienen, ni por la disponibilidad de recursos que esos afiliados poseen
para pagar sus cuotas o, más aún, ni por el hecho de que esas mismas
organizaciones disponen de otras fuentes de financiación inaccesibles
para los sindicatos, las patronales deberían obtener el mismo volumen de
financiación que el que reciben los sindicatos.
Pero, puestos a cuestionar la legitimidad —que no la legalidad— de los
16 millones de euros que reciben los sindicatos de los fondos públicos,
nadie pone en duda —y menos los dirigentes políticos o algunos medios de
comunicación que así se lo reprochan— la pertinencia de que los
partidos políticos se merezcan los 85 millones que también reciben del
Estado —por mucho que, según todas las encuestas, su credibilidad social
sea bastante menor que la de los sindicatos— o que, como recientemente
se ha podido saber, la Casa Real obtenga de los presupuestos generales
del Estado una renta de centenares de millones de euros cada año, sin
contar el valor del patrimonio que esa institución posee.
Y todo ello por no hablar —por mucho que lo merezcan— de la subvención
de 90 millones que se concede al cine español, de los 360 millones que
reciben la prensa y las televisiones privadas o, en fin, de los 6.000
millones que percibe la Iglesia para cubrir la parte de los gastos que
no puede financiar con los ingresos de sus feligreses, etc.
3. “Los sindicatos se lucran con las ayudas que reciben para la formación profesional continua de los trabajadores”
Los sindicatos reciben unos 150 millones —al igual que la patronal— de
fondos públicos que se destinan a cubrir los gastos de profesorado,
personal auxiliar, instalaciones, material fungible, etc., de los miles
de cursos de formación continua que cada año se prescriben para el
reciclaje voluntario de las cualificaciones de los asalariados. Se trata
de otra de las funciones sociales más importantes con que los
sindicatos colaboran, junto con la patronal y algunas administraciones
públicas, para que la competitividad de los bienes y servicios que se
producen en España vaya al alza, justamente, como resultado de dichos
cursos. No se trata de un gasto, sino de una inversión de futuro muy
importante aunque, no por ello, sometida, igualmente, al control y
auditoría de las autoridades públicas españolas y europeas.
Y es importante porque, además de que la formación continua se imparte
de forma gratuita a unos 2,5 millones de trabajadores al año por término
medio —que, de otro modo, posiblemente no recibirían, y menos de forma
gratuita—, lo es también por las repercusiones que tiene en el aumento
de la autoestima del trabajador, así como en las oportunidades de
promoción interna y en las de movilidad inter e intrasectorial, e
incluso —con las matizaciones que se quiera— en las de poder encontrar
trabajo antes que quienes se forman menos, cuando se está en el paro o,
en fin, en las de eludir el despido en mayor medida que estos últimos.
La formación continua sigue siendo una herramienta fundamental para
afrontar en mejores condiciones los cambios técnicos y organizativos que
hoy, tan rápida e intensamente, se producen en el mundo del trabajo. Y,
aunque no sea una condición suficiente para encontrar empleo —sobre
todo en situaciones de paro masivo como la que se vive en España desde
hace demasiados años—, sigue siendo un recurso útil para que los
trabajadores que siguen ocupados conserven el puesto de trabajo.
En definitiva, la inversión que hacen los sindicatos con los fondos
recibidos no sólo es rentable porque eleva las cualificaciones de los
trabajadores, sino porque las empresas se benefician también de contar
con unos trabajadores más formados y cualificados. En todo caso, ante
cualquier sospecha de lucro indebido siempre se tiene al alcance la
correspondiente denuncia en los tribunales.
4. “Los dirigentes sindicales ‘viven del cuento’ en vista de lo que hacen”
Además de la financiación estatal o de los planes de formación continua,
otra de las críticas que se vierten contra los sindicatos se refiere a
los sueldos que cobran sus dirigentes. Si bien es cierto que los
ingresos en concepto de trabajo de los dirigentes sindicales proceden de
una parte de las subvenciones públicas que reciben sus organizaciones,
también lo es que tales remuneraciones no sólo están fiscalizadas por
Hacienda y otros entes de control público —como a cualquier otro
ciudadano que cobra un salario o una subvención del erario público—,
sino que dichas cantidades son, como mínimo, ridículas, atendiendo al
volumen de horas que destinan a organizar y resolver un conjunto
creciente de problemas.
Si se compara con lo que ingresan otros cargos públicos, por no hablar
de lo que cobran algunos dirigentes o ejecutivos de organizaciones o
empresas privadas, las tareas que realizan los miembros de los
sindicatos pueden ser tantas, o tan o más estresantes y tener tanta o
más responsabilidad social y, por tanto, tanto o más riesgo por omitir o
errar en la toma de decisiones, que las que realizan aquéllos. Por
ejemplo, una hipotética gestión deficiente de las actuaciones que se
llevan a cabo durante la negociación colectiva o en alguno de los
diversos servicios que ofrecen los sindicatos, podría repercutir muy
negativamente en las condiciones de trabajo de muchos miles de persones
o, en su caso, en la calidad de dichos servicios, con consecuencias
igualmente negativas para aquellos, al estar sometidos a la competencia
del mercado.
Por tanto, que un alto dirigente de uno de los sindicatos españoles más
representativos ganara en 2011 unos 2.470 euros brutos mensuales, no
parece que se corresponda con la dimensión de las consecuencias que
pueden derivarse de una mala gestión de las responsabilidades que tienen
a su cargo. Se trata de una cifra que, a ojos de algunos dirigentes
empresariales, puede suscitar una cierta sonrisa sarcástica, pero que no
sólo se corresponde con los valores fundacionales de modestia y
honestidad propios de los sindicatos de clase, sino que constituye una
remuneración mínima por todo lo apuntado antes. Por cierto, no hay que
olvidar que, a diferencia de la inmensa mayoría de los dirigentes
empresariales privados y públicos, los líderes sindicales son escogidos
democráticamente, por lo que los sueldos que cobran están revestidos de
un plus de legitimidad, como mínimo, superior al de los que también
cobran sin proceder de procesos democráticos.
5. “Las horas sindicales se utilizan para excusarse del trabajo mermando la productividad”
El número de horas sindicales que se prevé en el artículo 68 del
Estatuto de los Trabajadores aún hoy vigente es, en comparación con la
mayoría de los países europeos, escaso. Eso podría explicar, al menos en
parte, por qué una porción importante de los delegados que salen
elegidos en las elecciones sindicales tienen que dedicar un porcentaje
significativo de su tiempo personal, que a menudo va mucho más allá del
número de horas que, efectivamente, se remuneran.
En el citado artículo se notifican los "créditos" de horas a los que
tiene derecho cada uno de los miembros elegidos del comité de empresa y
de los delegados de personal, estos últimos en el caso de empresas de 50
o menos trabajadores, con un mínimo de un delegado para las de 30 o
menos trabajadores.
El volumen de horas mensuales a que dan derecho tales "créditos" se
distribuye en función del tamaño del centro de trabajo: en los de 100 o
menos trabajadores, la ley concede 15 horas a esos miembros o delegados,
en los que tienen entre 101 y 250, 20 horas, y así sucesivamente, hasta
llegar a los que exceden de 750, que pueden disponer de 40 horas. En
ese mismo artículo se precisa que los "créditos" de horas que disponen
los distintos delegados pueden ser transferidos por parte de algunos de
éstos y ser acumulados por otros, algo que suele suceder en la práctica.
Es de ese modo que algunos de los miembros del comité o delegados
elegidos pueden quedarse sin “crédito” horario —porque lo han cedido a
otros miembros—, o bien ser “liberados", parcial o totalmente, según
hayan conservado el consiguiente “crédito” atribuido o, por el
contrario, hayan acumulado a los suyos los cedidos por otros, hasta un
máximo del 100% de las horas totales de la jornada, según sea el tamaño
de cada centro de trabajo, algo que rara vez sucede, pues, a la hora de
la verdad, sólo puede ser factible en algunos de los centros de trabajo
de gran dimensión.
Pues bien, en España los delegados sindicales que estaban "liberados" en
su totalidad alcanzaba, aproximadamente, a unos 4.000, un 1,3% sobre un
total de más de 300.000 delegados sindicales escogidos en 2010.
Por tanto, cuando se acusa a los sindicatos de ser los responsables del
gran volumen de horas que se “pierden” cada año para la productividad de
la economía del país por "culpa" de ejercer un derecho legal como éste,
habría que advertir a quienes así lo afirman que, además de que no se
comete infracción alguna, sólo repercute en una ínfima parte de los
delegados: aquellos que, realmente, ejercen su derecho al "crédito"
horario, sea éste parcial o total.
Ahora bien, las horas que se "pierden” para la productividad económica
son relativamente pocas si se comparan con las que se (¿pierden?)
también en las, a veces, inacabables reuniones que tienen lugar en el
seno de las patronales o dentro de las mismas empresas, sin que por ello
computen como pérdidas para la competitividad de los bienes y servicios
que se producen en la economía española.
En realidad, no es ciertamente el coste de las horas sindicales lo que
preocupa a la patronal o a las fuerzas políticas que representan a sus
intereses en toda España. Lo que verdaderamente les inquieta es la misma
existencia de los sindicatos, hagan muchas o pocas horas sindicales.
Por ejemplo, sin ir más lejos, mejorar un 1% el salario de todos los
trabajadores españoles comporta, de media, diez veces más costes para
los empresarios que el de las horas sindicales que deben sufragar. Que
los sindicatos hayan logrado hace años que los padres o las madres
puedan disfrutar de permisos remunerados para cuidar de sus hijos
equivale a un coste tres veces mayor que el de las horas sindicales
respectivas. Y así sucesivamente, con otros derechos sociales y
económicos conseguidos durante las últimas décadas.
Y todo ello gracias a que los sindicatos han existido y siguen existiendo, mal que les pese a algunos.
6. “Los sindicatos no sirven para nada”
Ésta comienza a ser también otra de las afirmaciones que se propaga cada
vez a mayor velocidad y que, aparentemente, ha calado con bastante
facilidad entre muchos trabajadores y entre la población en general. Al
menos, eso es lo que podría deducirse de los resultados de algunas
encuestas sobre la confianza de los ciudadanos en determinadas
instituciones, patrocinadas por una serie de entidades dedicadas al
estudio de la llamada "opinión pública" y que, periódicamente, aparecen
en los medios de comunicación. En estas encuestas se insiste en que, sin
ser los "últimos de la cola", los sindicatos son percibidos por estas
encuestas como una de las instituciones que, paulatinamente, mayor
credibilidad pierden, a ojos de, por lo visto, una mayoría creciente de
ciudadanos.
Parecería como si, por arte de magia, un amplio conjunto de personas
consideraran, desde hace ya unos años, que los sindicatos ya no son
necesarios porque, por poner un ejemplo, las condiciones de vida y de
trabajo de una mayoría social han llegado a ser tales que,
efectivamente, sobra su presencia, al menos en España.
¿Se trata de una maniobra orquestada desde los diversos poderes
políticos y económicos —siempre reticentes, históricamente, a la
existencia de los sindicatos— que se sostiene en sólidos fundamentos o,
por el contrario, responde a la realidad porque los sindicatos ya no son
capaces de dar respuesta a los problemas sociolaborales de los
trabajadores?
Todo indica que ambas preguntas tienen algo de verdad. Y es que, de ser
cierto que una gran mayoría opina que los sindicatos “no sirven para
nada”, éstos tendrían que replantearse a fondo el papel que juegan en
los momentos más recientes. Ahora bien, de entrada no parece que esto
pueda sostenerse.
En primer lugar, aunque esas encuestas pueden haber recogido una cierta
sensibilidad social contraria a la pervivencia de los sindicatos, es
lícito preguntarse sobre el procedimiento seguido por dichas encuestas
para llegar a tales conclusiones. Como en otros escrutinios, y dando por
correctos los cálculos del volumen y la distribución de la muestra, del
margen de error, etc., es importante saber cómo se ha recopilado y qué
se ha preguntado a los ciudadanos, pues, según se haya orientado el
enunciado de las preguntas, se podrían haber alcanzado otros resultados.
Por ejemplo, ¿la encuesta era específica sobre los sindicatos o trataba
de más temas?, ¿qué número de preguntas se incluían y qué se preguntaba
exactamente sobre los sindicatos?, ¿en qué lugar del cuestionario se
situaban estas preguntas?, ¿existían respuestas abiertas?, ¿cuáles
eran?, etc. Éstas y otras interpelaciones sobre la elaboración del
instrumento utilizado para recabar la información podrían deparar
resultados distintos de los obtenidos en esas encuestas.
En segundo lugar, aun aceptando que el diseño de dicho instrumento se
hubieran ajustado a los requisitos de objetividad científica y, derivado
de ello, se hubiera detectado que, efectivamente, existe una percepción
social de los sindicatos como entes superfluos, no significaría,
necesariamente, que muchos de los interpelados deseen prescindir de
ellos. Algunas personas pueden defender su inutilidad y, al mismo
tiempo, estar afiliadas o votar por un sindicato en las elecciones
sindicales, en este caso si se es un trabajador en activo. Es común
observar que muchas personas pueden compatibilizan ideas (“los
sindicatos no sirven para nada”) con otras que se contradicen con las
que se llevan a la práctica.
No obstante, a pesar de todo lo dicho hasta ahora, es posible que dicha
percepción pudiera aproximarse a una cierta realidad, aunque llena de
matices. La crisis económico-financiera actual se ha encargado de
reforzar el desmantelamiento, iniciado ya en los años ochenta, de las
bases materiales e ideológicas con las que los sindicatos de clase
encontraban el apoyo necesario para afrontar las desigualdades laborales
y sociales existentes.
Desde que esas bases declinaron en favor de otras, completamente,
opuestas a éstas, la sintonía de los sindicatos con las "nuevas"
demandas sociales y laborales planteadas por los jóvenes, pero también
por otros no tan jóvenes, se ha quebrado, dando paso a una desafección e
inhibición sociales, propicias a la aparición de, entre otras cosas,
frases como "los sindicatos ya no sirven para nada". Y eso,
paradójicamente, cuando el empleo se encuentra en una situación en la
que cabría esperar, más que nunca, la adhesión masiva a la lucha contra
las causas que provocan el paro, históricamente encabezada por los
sindicatos.
El declive de las ideas críticas contra el sistema capitalista de una
parte importante de los trabajadores, pero también de los propios
parados y de muchos de aquellos jóvenes —algunos de ellos indignados con
los intentos de recortar los derechos conseguidos por sus homólogos de
las anteriores generaciones—, ha facilitado a los poderes económicos y
políticos, y a los medios de comunicación que estos mismos controlan,
inculpar a los sindicatos, unilateralmente, de la responsabilidad del
actual paro masivo, empezando, como ya se ha visto, por eliminar las
horas sindicales.
Si bien algunas estrategias dudosas llevadas a cabo por las direcciones
de los sindicatos durante las épocas anteriores en relación con las
políticas de empleo podrían haber contribuido a un cierto descrédito,
también es verdad que, si alguien no es responsable de la destrucción de
empleo y del paro masivo existente, éstos son los sindicatos, sino
aquellos que pueden crear ocupación —empresarios y, cuando no, el propio
Estado— y que, por motivos económicos y políticos, respectivamente, no
lo hacen.
Por tanto, aunque una potente socialización regresiva intenta revertir
la responsabilidad de la situación económica actual, los sindicatos no
sólo "no han servido para nada", sino que han servido, en la medida en
que lo han permitido sus escasos recursos, para concienciar y movilizar a
los ciudadanos a fin de denunciar a los auténticos causantes de dicha
crisis y, con ello, colaborar con otros colectivos para frenar, en la
medida de lo posible, las peores consecuencias de la crisis iniciada por
aquéllos.
7. “Si no existieran los sindicatos la sociedad tampoco notaría su ausencia”
Este enunciado aún no se ha extendido tanto como los anteriores, aunque,
puestos a imaginar lo peor, no es descabellado que, tal como se suceden
los acontecimientos, sea sólo una cuestión de tiempo. Se trata de una
falacia más que se deriva del enunciado anterior: si los sindicatos no
sirven para nada, entonces lo mejor es que desaparezcan.
La hipótesis de una supuesta desaparición de los sindicatos suscita la
existencia de, al menos, dos escenarios: el primero sería que,
efectivamente, los sindicatos “ya no sirven para nada”, algo que ya se
ha intentado desmentir en el anterior enunciado. El segundo, en cambio,
haría referencia a que los sindicatos “sí que sirven para algo” y, a
pesar de ello, los poderes económicos y/o políticos decidan, sea cual
sea la opinión pública sobre ellos, eliminarlos.
Este último escenario plantearía numerosos problemas que habría que
resolver. En primer lugar, tal desaparición nos remitiría, aunque con un
contexto histórico distinto, a otras épocas del pasado, no tan lejano,
en las que, tras ser proscritos, volverían a ser perseguidos, puesto que
si “servían de algo” antes de ser prohibidos, es lógico pensar que
volverían a luchar para salir de la clandestinidad y exigir, una vez más
en la historia, su legalización.
Este escenario no parecería ser “funcional” para el propio sistema
capitalista actual, dado el “compromiso” de los poderes políticos y
económicos para mantener la democracia formal vigente y, por tanto, de
las instituciones básicas que la acompañan, como, por ejemplo, los
sindicatos. Ahora bien, es éste un compromiso al que hoy nadie podría
asegurarle permanencia, vistos los embates de que son objeto los
sindicatos en la actualidad.
En segundo lugar, el cese automático de las funciones que desarrollan
los sindicatos, en particular la referida a las relaciones laborales y,
específicamente, a la negociación colectiva de los convenios con las
patronales y, en su caso, la concertación social con estas últimas y el
propio gobierno, quedaría sin efecto. Sin duda, los primeros
perjudicados serían los trabajadores, especialmente los de las pequeñas y
medianas empresas (las que acogen a menos de 50 trabajadores), en la
medida en que son los que más se benefician de la actual normativa que
permite extender los logros conseguidos en esa negociación a estos
trabajadores, siempre y cuando los sindicatos o, sobre todo, las
patronales que los representan se adhieran a tales acuerdos.
Cabe recordar que este tipo de empresa congrega en España a más del 95%
del total de empresas. Por tanto, aunque se conservaran el resto de las
funciones que desempeñan los sindicatos, la abolición de la negociación
colectiva, por sí sola, conduciría directamente a la negociación
individual descentralizada, empresa por empresa, con las más que
probables consecuencias negativas para las condiciones de vida y trabajo
de una gran mayoría de los asalariados, salvo los que, con la
negociación individual de su convenio, pudieran obtener,
hipotéticamente, más o mejores beneficios, algo que, como se ha venido
demostrando durante los últimos treinta años, contrasta con lo que ha
sucedido en la realidad.
Pero, además de esas consecuencias directas para los asalariados, la
eliminación de los sindicatos conllevaría también otras secuelas. Por un
lado, la patronal tendría dificultades para legitimar sus decisiones en
ausencia de los sindicatos, al menos en el marco democrático europeo e
internacional. Por otro, aumentarían las probabilidades de una quiebra
del mismo Estado del Bienestar si, como sería de esperar, los salarios y
el resto de las condiciones de trabajo fueran a la baja, comprometiendo
el consumo privado y los ingresos públicos del Estado, a no ser que
—algo bastante improbable en un marco neoliberal dominante como el
presupuesto en esta hipótesis— existiera una intervención de éste que
regulara esas condiciones por decreto.
Realmente, si ese hipotético escenario general se aproxima bastante a lo
que sucede en la actualidad habiendo sindicatos, es fácil imaginar, más
allá de lo relatado hasta ahora, qué acontecería de más si no
existieran. Como ya se ha apuntado, la presión contra el Estado del
Bienestar repercutiría, necesariamente, en la estabilidad del propio
sistema democrático, de modo que, más tarde o más temprano, afectaría no
sólo a los sindicatos, sino también a algunos partidos políticos e
instituciones democráticas y, quizás, quién sabe, a otros.
No hay que olvidar que, si alguien luchó por la restauración de la
democracia en España, fueron sin duda los sindicatos. No fueron los
únicos, pero sí los que, junto con otros líderes políticos de
izquierdas, más arriesgaron su vida por ella.
[Joaquim Juan Albalate es profesor de Sociología de la Universidad de Barcelona]