Las direcciones confederales de CCOO y UGT han convocado una huelga
general para el día 29 de marzo contra la reforma laboral del Gobierno
del PP y su política de recortes sociales. Es una norma que facilita y
abarata el despido, empeora las condiciones laborales y precariza el
empleo; no crea empleo y prolonga la crisis; perjudica a la mayoría de
la sociedad y desequilibra las relaciones laborales con un fuerte
incremento del poder empresarial. Junto con las medidas de restricción
del gasto público y el recorte de prestaciones y servicios públicos,
trata de imponer una fuerte regresión en los derechos sociolaborales y
consolidar unas condiciones de vida y empleo precarias para la mayoría
y, especialmente, para los sectores más vulnerables.
La amplitud y la profundidad de esa política regresiva
liberal-conservadora, su pretensión de generalización y persistencia, en
una situación de agravamiento del desempleo y las consecuencias
sociales de la crisis económica, exigen una respuesta social masiva y
contundente. Es preciso un amplio respaldo popular, una firme
participación ciudadana. Se trata de una acción de reafirmación
democrática. Hay que poner un freno consistente a estas medidas
antisociales para forzar su cambio.
Al descontento social por esta situación socioeconómica y de empleo, se
añade el desacuerdo ciudadano con esta reforma laboral. Según encuestas
de opinión (ver Barómetro de marzo de Metroscopia, El País, 4 de marzo
de 2012), casi dos tercios (62%) de la población desaprueba la reforma
laboral del Gobierno, porcentaje mucho más amplio entre los votantes del
PSOE (91%); hay que destacar que incluso el 28% de los votantes del PP
también la desaprueba. Por otro lado, la consideran adecuada sólo el 24%
de la población (el 47% de los votantes del PP), mientras el 74% creen
que no va a ayudar a crear empleo y el 61% que responde a presiones
externas.
El Gobierno del PP, a pesar de su reciente victoria electoral, tiene un
grave problema de legitimidad para imponer su agresiva reforma laboral.
No calan sus argumentos de que son reformas equitativas y medios
imprescindibles para la creación de empleo. Perjudica a las capas
trabajadoras y desfavorecidas, y la gente desconfía, con razón, que esos
sacrificios sean el camino para eliminar el paro y crear puestos de
trabajo. Por tanto, en un primer aspecto, el grado de desacuerdo con esa
medida, la mayoría ciudadana está con la posición de los sindicatos y
en contra de la decisión gubernamental (y la mayoría parlamentaria).
Ello ofrece una gran legitimidad social a los objetivos de la huelga
general: retirar esta reforma laboral.
En el segundo aspecto, el tipo de respuesta ciudadana conveniente ante
esta agresión, la posición de la población también es ambivalente, pero
de signo distinto. Según la citada encuesta sólo el 28% del conjunto de
la población justificaría una huelga general que forzará al Gobierno a
cambiarla y suavizarla (8% entre los votantes del PP, y 45% entre los
del PSOE -y se supone que todavía mayor entre los votantes del resto de
la izquierda-). En sentido contrario, el 67% de la población (90% entre
los votantes del PP y 50% entre los del PSOE) expresa que una huelga
general no serviría de nada y podría empeorar aún más la situación
económica. El argumento del Presidente Rajoy de que ‘no va a servir de
nada’ y se va a aplicar toda la reforma tiene credibilidad, incluso
entre la mitad de la actual base electoral PSOE, y es un motivo poderoso
que utiliza la derecha para desactivarla. Esta sería la peor de las
hipótesis.
No obstante, se pueden hacer diversas matizaciones. Primera, que la
encuesta refleja la opinión del total de la sociedad (incluyendo
empresarios, autónomos y capas directivas, así como personas inactivas);
no hay datos desagregados, pero si se comparan con la situación similar
del 29-S, el porcentaje de justificación entre la población asalariada
aumentaría varios puntos más respecto de la media, es decir, podría
alcanzar un tercio.
Segunda, tiene que ver con el tipo de pregunta y la interpretación de la
respuesta. En esa encuesta se pone en primer plano el grado de
‘realismo’ sobre la eficacia inmediata de la huelga no sobre su
legitimidad (o simpatía). Tampoco se asocia con otras motivaciones para
apoyar la movilización social, por sus efectos positivos en diversos
campos expresivos, de refuerzo de la ciudadanía y reequilibrio en las
relaciones laborales, como expresión democrática de una indignación y un
malestar social que hay que escuchar. No se pregunta si puede ser útil
para todo ello. Pero tampoco es neutra o inútil en la apuesta por su
cambio: la deslegitimación de la reforma abrirá un camino para que
pierda fuerza y agresividad y se comience a generar su reversión. Forzar
la respuesta sobre la actitud hacia la huelga por las posibilidades
inmediatas de su modificación sustancial es reducir su significado a un
utilitarismo extremo y cortoplacista, desconsiderando sus consecuencias
de fondo para debilitarla y modificarla, así como toda la dimensión
social, democrática y expresiva del sindicalismo, las clases
trabajadoras y la ciudadanía activa. Por tanto, deducir que dos tercios
de la población están en contra de la huelga es excesivo; con esos datos
y a pesar de esa pregunta tan sesgada, un tercio de los asalariados
está en contra de la reforma laboral y justifica la huelga general, y
otro tercio también está en contra de la misma reforma pero cree que con
los paros no la va a poder cambiar ya (y pueden tener consecuencias
contraproducentes). La cuestión no es que esa valoración no sea
realista, que parcialmente lo es sino que es unilateral. Ese factor no
debe ser el determinante para la no participación porque hay más planos,
realidades y objetivos para justificar y expresar el rechazo a esa
reforma: su carácter injusto, la exigencia de su cambio y construir los
cimientos para conseguirlo.
La tercera apreciación tiene que ver con una valoración realista de los
apoyos sociales iniciales a la huelga general para superar algunas
dificultades y fortalecer la participación y la simpatía hacia la misma.
Ya se conoce el resultado de otra encuesta de primeros de febrero de la
misma empresa Metroscopia (El País 12-2-2012) donde el 46% de la
población (67% de los votantes del PSOE) estaría de acuerdo con la
convocatoria de la huelga general. Es decir, más de la mitad de la
población trabajadora asalariada y más de dos tercios del conjunto de la
base electoral de las izquierdas la consideran justificada –dando por
supuesto que del resto de votantes de la izquierda y parte de la
abstención su apoyo sería superior-.
Por otra parte, tenemos la experiencia de la pasada huelga general del
29-S (un análisis detallado se encuentra en el libro Resistencias frente
a la crisis de ed. Germanía-Valencia): una participación activa media
en torno a un tercio de asalariados convocados (cerca de cinco millones)
con mucha dispersión (en torno a dos tercios –y más- en los grandes
centros industriales y urbanos, un tercio en medianas empresas y grandes
centros de la administración pública y otros servicios, y mínima en las
pequeñas empresas –y algunas grandes-, particularmente de servicios).
La disponibilidad, la participación y la percepción están muy
fragmentadas. En todo caso, es imprescindible una paralización
significativa de la actividad productiva, urbana y comercial y una
implicación de núcleos relevantes de las capas trabajadoras.
Existen muchas dificultades, empezando por el fuerte bloque de poder de
la derecha y el mundo económico, su inmenso aparato institucional y
mediático y su renovado apoyo electoral (aunque no para esto). En este
aspecto hay que señalar la menor desventaja en los apoyos
institucionales respecto de la anterior huelga, ya que la dirección del
PSOE –y medios afines- ahora está en contra de esta reforma y ello puede
contribuir a la mayor visualización de su rechazo. Además, hay que
tener en cuenta factores estructurales (fragmentación del tejido
productivo, capacidad coactiva empresarial, fragilidad de las capas
trabajadoras…) y contextuales (imponente poder institucional a favor de
estas políticas restrictivas, dificultades del sindicalismo, debilidad
de las izquierdas…). Así, a pesar del fuerte descontento social y la
legitimidad de sus objetivos, es difícil una participación activa
mayoritaria en el conjunto, es decir, la incorporación masiva a los
paros de las capas trabajadoras precarias e inseguras en las pymes,
especialmente, de los servicios y de las capas asalariadas de mayor
estatus y rentas. No obstante, con esas previsiones, existen garantías
de una participación sustancial del nivel similar al 29-S y a la de
2002. La amplia participación –centenares de miles- en las
manifestaciones del 19-F así lo indica. En ese sentido, tiene la ventaja
de coincidir con una convocatoria previa de los sindicatos
nacionalistas en el País Vasco, Galicia y Navarra; permite disminuir
viejos enfrentamientos entre sindicatos confederales y nacionalistas y
garantizar una participación mucho más unitaria y generalizada en esas
tres zonas.
En resumen, existe una disponibilidad básica y creciente entre la
mayoría de los sectores progresistas y la ciudadanía indignada para la
participación en esta contestación social; falta por asegurar esos
objetivos mínimos de apoyos sociales explicando en profundidad las
razones del conflicto. Pero, además, en estas semanas, se trata de
frenar la previsible ofensiva del poder político y económico y, al mismo
tiempo, ganar apoyos y ampliar su masividad y la simpatía hacia ella.
El reto es superar ese listón de participación y restar credibilidad a
la estrategia de las derechas.
Por tanto, la explicación a favor de la huelga general debe abundar, por
un lado, en la legitimidad de su objetivo: echar atrás una reforma
laboral agresiva y las medidas de recortes sociales, rechazadas por la
mayoría ciudadana; por otro lado, explicar las ventajas de que salga
bien, al mismo tiempo que las desventajas del fatalismo. Es difícil que
simplemente con una huelga con ese nivel de participación se impida su
aprobación definitiva en el Parlamento. La cuestión es que es posible
cuestionarla, restarle credibilidad ante la sociedad y eficacia en su
aplicación, y preparar condiciones para su modificación sustancial. Se
habrá avanzado en el objetivo de su supresión, que quedará como una
tarea firme a continuar. Además, la desventaja de la pasividad, la
ausencia de movilización social contra ella, abonaría su consolidación
(junto con las dos anteriores a las que refuerza) y la de todo el
paquete restrictivo; se profundizaría la indefensión laboral en las
empresas y el desequilibrio en las relaciones laborales.
La falta de una respuesta popular adecuada le permitiría a las derechas y
los empresarios ampliar el carácter regresivo de esta reforma laboral y
las demás reformas estructurales. El débil freno a esta política
tendría efectos perniciosos para el fortalecimiento del sindicalismo y
la renovación de las izquierdas, así como para la propia calidad
democrática de las instituciones. En el plano cultural se favorecería la
resignación colectiva y la simple adaptación individual; en el plano
sociopolítico debilitaría al sindicalismo y el tejido asociativo
progresista, así como perjudicaría la dinamización de la ciudadanía
activa y la mejor participación democrática en la defensa de los
derechos sociolaborales; supondría mayores riesgos de afianzamiento de
la mentalidad conservadora y la involución autoritaria.
Por tanto, lo que el campo social progresista perdería de no hacerse (o
no tener apenas seguimiento) es mucho más que los riesgos reales de esta
respuesta contundente a la ofensiva del Gobierno del PP. La huelga
general no será inútil; es un paso relevante imprescindible para
resquebrajar toda la estrategia neoliberal regresiva, y necesita
consistencia y continuidad. Esta apuesta, probablemente, no conseguirá
la total paralización productiva del país ni una participación
generalizada de toda la población, pero puede tener los apoyos sociales
necesarios en los dos planos fundamentales: participación activa
suficiente (en los paros y todas las actividades y manifestaciones de
apoyo), y amplia legitimidad social, al contar con el rechazo de la
mayoría ciudadana a esta reforma laboral. Es un acto de reafirmación
democrática y estímulo de la participación ciudadana, de freno a la
involución social y exigencia de otra política socioeconómica, laboral y
de empleo.
En definitiva, es una huelga justa y legítima, el rechazo a la reforma
laboral y los recortes sociales es apoyado por la mayoría de la
sociedad; es un cauce de expresión de la indignación y el malestar
social, y sus objetivos incluyen el freno a la involución social y la
exigencia de rectificación de la política sociolaboral y de empleo.
Supone la reafirmación del movimiento sindical en su capacidad
dinamizadora y representativa, y un reequilibrio de la capacidad
contractual de las capas trabajadoras en las empresas. Es un inicio, no
el fin del camino. Es un freno a la ofensiva del Gobierno del PP que
puede limitar su alcance regresivo. Puede conseguir el agrietamiento de
la legitimidad de esa política de recortes sociolaborales y el
reforzamiento de la izquierda social o la ciudadanía activa, que son
condición para su cambio. Por tanto, se trata de construir las
condiciones sociopolíticas y democráticas para un reequilibrio en las
relaciones laborales y sindicales, el avance en los resultados
reivindicativos y, como fondo, la reorientación de la gestión de la
crisis hacia una salida más justa y equitativa.
Profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
9 de marzo de 2012