Merkel y Sarkozy marcan los tiempos de
la UE. Ambos, en comandita, han impuesto medidas de austeridad
generalizada que suponen una tensión extrema en el recorte del gasto y
la inversión públicos y han llevado a los países del sur de la eurozona
hasta el umbral de una nueva recesión.
En la última cumbre europea de diciembre de 2011, Merkel y Sarkozy
llegaron a un acuerdo de mínimos para mantener los recortes, tratar con
más disciplina, nuevas sanciones y estricto control comunitario los
problemas relacionados con el déficit público y la deuda soberana de los
Estados miembros e impulsar diversas propuestas para sanear el sistema
bancario y superar la potencial insolvencia que amenaza a una parte de
los grandes bancos europeos que ofrecen mayor riesgo sistémico. Además,
han propiciado el último movimiento del Banco Central Europeo (BCE) del
pasado 21 de diciembre para proporcionar préstamos (489.190 millones de
euros a un 1% de interés anual por un plazo de tres años) a 523 bancos
europeos afectados en mayor o menor medida por graves problemas de
liquidez.
Los gobiernos de los países del sur de la eurozona parecen creer que
Europa está en buenas manos, que las medidas impuestas son adecuadas (o
un mal menor necesario) y van a intentar, a como dé lugar, cumplir con
los extremistas recortes del gasto público y las duras políticas de
devaluación interna que las instituciones europeas exigen. De nada han
valido las evidencias que muestran que las medidas aprobadas por la
última cumbre europea de 2011 son más de lo mismo que se lleva aplicando
desde mayo de 2010. El contundente fracaso de las políticas de
austeridad en su pretensión de mejorar la situación de la deuda soberana
de los países del sur de la eurozona y aumentar la solvencia del
sistema bancario europeo demuestra hasta qué punto las medidas adoptadas
han sido, además de ineficaces e injustas, inadecuadas para lograr los
objetivos que se pretenden.
Una minoría muy poderosa, a la que Merkel y Sarkozy intentan representar
en la cúspide del poder comunitario, campa por sus fueros sin someter
su reaccionario programa de salida de la crisis a ningún tipo de
restricción o modulación. Merkel y Sarkozy parecen confiar en que las
medidas de estricta disciplina fiscal junto a la ampliación de los
fondos y mecanismos de estabilidad financiera disponibles serán
suficientes. Y esperan que la devaluación interna impuesta a los países
del sur de la eurozona permitirá un aumento de la rentabilidad de las
empresas residentes en esos países que acabará traduciéndose en una
reducción de sus precios de exportación y mejoras en su competitividad
que favorezcan un significativo impulso de la demanda externa. De este
modo, pretenden compensar el inevitable retroceso de la demanda interna e
impulsar algunas mejoras en la especialización de las economías más
atrasadas y cierta renovación, modernización y reindustrialización de
sus deteriorados tejidos productivos.
Caben pocas dudas sobre los impactos sociales que están provocando los
ajustes: la mayoría de las personas que viven en los países del sur de
la eurozona pierden capacidad de compra y bienestar, la pobreza se
extiende entre los hogares cuyos miembros alcanzan menores niveles de
cualificación laboral y aumenta el número de personas que vive en
situación de exclusión social. Las medidas de recorte del gasto público y
devaluación interna que aceptan gestionar gobiernos sumisos e
insensibles, además de intensificar la pobreza y la desigualdad social,
debilitan unos mecanismos públicos de protección social que ya no dan
abasto. Una parte de la protección y la ayuda que reciben personas
marginadas y empobrecidas dejan de ser derechos reconocidos y vuelven a
depender, como en tiempos que parecían superados, de limosneros y la
buena voluntad de almas caritativas. O de la capacidad de las familias
para resguardar a sus miembros desempleados o afectados por otras
desgracias.
Lo más probable, con las políticas que se están aplicando, es que
resulte imposible reducir en los próximos años el número de
desempleados, que los derechos sociales y laborales se deterioren un
poco más y que una parte del tejido productivo viable desaparezca y,
como consecuencia, el potencial de crecimiento de las economías se
resienta. Puede que la derecha gobernante y la patronal consideren que,
siendo muy lamentables esos efectos, no haya mal que por bien no venga:
muchas empresas podrán recuperar márgenes de rentabilidad, serán más
competitivas en los mercados europeos e internacionales, mejorarán sus
ventas en los mercados domésticos, incrementarán su autofinanciación y
mantendrán el lento proceso de desendeudamiento ya iniciado. Pueden
llegar a pensar, incluso, que la mejora en la situación económica y
financiera de las empresas concluya en una leve recuperación de los
salarios que no perjudique la competitividad ni las ganancias de
rentabilidad empresarial logradas y, quizás, quién sabe, más
oportunidades de empleo y recuperación de parte de los derechos
laborales y sociales perdidos.
Como se ve, un plan de salida de la crisis tan reaccionario y tétrico
como cogido con hilos. Promesas de ligera mejoría económica para un
futuro indeterminado que dependerá del cumplimiento implacable de unas
medidas extremistas de ajuste y austeridad que aseguran un
empobrecimiento prolongado de amplias capas de la población y una rápida
mejora de las rentas del capital y los márgenes empresariales que se
supone acabarán reactivando la economía y el empleo. Pocas veces se nos
va a permitir, como en esta ocasión, observar un reparto tan desigual de
sacrificios entre clases y grupos sociales y entre países que comparten
intereses económicos y un proyecto común de construcción de la unidad
europea. Nunca en la Europa democrática el poder político de Estados e
instituciones comunitarias se había puesto de forma tan descarnada a
favor de un designio tan injusto: desproteger a los sectores sociales
más vulnerables, aumentar los niveles de desigualdad social y ampliar la
brecha económica y productiva que separa a la Europa del norte
competitiva, ahorradora y rica de un sur desindustrializado, endeudado y
empobrecido.
Pese a que la hegemonía de la derecha en los órganos de poder
comunitario es tan aplastante como débil la crítica que realiza la
socialdemocracia o tímida y dispersa la resistencia que protagoniza la
Confederación Europea de Sindicatos, la fragilidad y las fisuras que
presentan los planes de salida de la crisis que se han impuesto no son,
ni mucho menos, despreciables. Y podrían dar lugar, en no mucho tiempo, a
nuevos episodios de crisis aguda de la deuda soberana, extensión y
profundización de la recesión económica en el conjunto de la eurozona o
nuevas manifestaciones masivas de indignación popular que obliguen a las
autoridades a reformular sus planes, matizar sus políticas o moderar
los ritmos de aplicación de las medidas impuestas.
Algunas de las grietas de la estrategia conservadora de salida de la
crisis son externas al matrimonio de conveniencia formado por Merkel y
Sarkozy.
En primer lugar, no parece que los inversores tengan gran confianza en
unas políticas de austeridad que amenazan con matar el crecimiento y
pueden conducir a una nueva recesión de la eurozona o, en todo caso, a
una larga etapa de muy bajo y precario crecimiento en la que las medidas
adoptadas hasta ahora nada podrán resolver. De ahí que los inversores
más conservadores o prudentes disminuyan su exposición a la deuda
soberana de buena parte de los países de la eurozona y que los mercados
se cierren o exijan altas rentabilidades para seguir prestando a unos
bancos que vuelven a depender de la financiación barata y abundante que
proporciona el BCE para superar sus problemas de liquidez. Tampoco
parece que los inversores más especulativos consideren suficientes los
fondos de estabilidad disponibles y siguen, agazapados por el momento, a
la espera de que se abra una nueva oportunidad de hacer suculentos
negocios a costa de la deuda soberana de algunos países.
Y en segundo lugar, parecida desconfianza, si no más, albergan sectores
de la ciudadanía que asisten con indignación y altas dosis de miedo al
deterioro de las expectativas de mejora económica y a las mentiras e
incumplimientos de los nuevos gobernantes. En la medida en que las
políticas de recortes y malestar social se intensifiquen sin que llegue a
vislumbrarse alguna luz al final de un túnel interminable de deterioro
del empleo y los salarios, pueden aumentar la crítica y el rechazo
popular a las políticas de recorte de bienes público y protección social
y perderán legitimidad las medidas encaminadas a seguir eliminando
inversiones y gastos públicos, incrementar el esfuerzo fiscal que
realizan los sectores sociales de renta media o reducir los costes
laborales y fiscales que soportan las empresas. Y la derecha gobernante y
la patronal tendrán más dificultades para aplicar sus recetas o
justificar sus decisiones y estrategia de salida de la crisis.
Pese a la importancia de los escollos expuestos en párrafos anteriores,
otras importantes fisuras del proyecto de salida de la crisis que
respaldan Merkel y Sarkozy provienen de la muy distinta situación de sus
respectivas economías y de los muy diferentes intereses nacionales de
las dos potencias principales de la eurozona.
Las desavenencias entre Francia y Alemania o, más precisamente, entre
sus respectivas clases dominantes y autoridades no son nuevas. De hecho,
los acuerdos impulsados por Merkel y Sarkozy en la última cumbre
europea de 2011 apenas han puesto sordina a los notables desencuentros
que enfrentan desde hace tiempo a las elites políticas y económicas de
ambos países. En la medida en que los acuerdos impulsados por ambos
mandatarios encuentren dificultades que impidan o retrasen su concreción
y que las políticas que se apliquen supongan los malos resultados
socioeconómicos que algunos prevemos, el tono de las discrepancias
aumentará y dará lugar a nuevos líos políticos en la eurozona y a nuevas
manifestaciones de protesta ciudadana.
Pese a que los acuerdos de la última cumbre europea han velado las
diferencias, las autoridades francesas muestran una mayor receptividad a
las propuestas que apuntan a favor de que el BCE juegue un papel de
prestamista de último recurso de los Estados, como ya hace en el caso de
los bancos, y no excluyen que los eurobonos (que también han sido
defendidos por la Comisión Europea) sean un remedio para impedir que los
problemas de liquidez de algunos socios acaben transformándose en
graves problemas de solvencia que pongan en situación de riesgo al euro.
Son conscientes, además, porque la economía francesa también sufre las
consecuencias, que el mercado único y el euro impulsan diferentes
estructuras y especializaciones productivas que concentran las ventajas,
las industrias y actividades más innovadoras y los productos de alta
gama, mayor densidad tecnológica y valor añadido en los países del norte
de la eurozona mientras intensifican la desindustrialización de las
economías del sur y alientan en los países periféricos especializaciones
poco o nada convenientes en sectores protegidos de la competencia que
sobreviven gracias a contratos laborales precarios y trabajos mal
remunerados y de escasa cualificación. Como es natural, no se oponen a
que la irresponsabilidad en la gestión de las cuentas públicas sea
sancionada con rigor, pero consideran que solo la disciplina fiscal no
puede resolver todos los problemas que afectan a su país y al conjunto
de la eurozona; menos aún en la actual situación de desaceleración del
crecimiento mundial y amenaza de recesión en una parte de los países
europeos.
Las autoridades alemanas, por su parte, consideran que todos los países
de la eurozona pueden y deben aplicar políticas de rigor fiscal y mejora
de la competitividad que equilibren sus cuentas públicas y exteriores.
Lo decisivo, en su opinión, para garantizar la aplicación de unas
políticas adecuadas de recorte del gasto público y reducción de los
costes laborales es la puesta en pie de un sistema creíble de sanciones
que obligue a los países implicados y a sus ciudadanos a aceptar un
retroceso de su bienestar que consideran tan doloroso como inevitable.
Por eso intentan evitar cualquier tipo de ensoñación o propuestas
alternativas a la austeridad. Alemania no acepta los eurobonos ni la
ampliación de las funciones actuales del BCE o cualquier otra forma de
federalismo y mutualización de riesgos para sortear los ineludibles
ajustes presupuestarios: todos los Estados miembros, sus gobernantes y
sus ciudadanos deben saber que no hay alternativas al rigor fiscal y al
ajuste salarial que se les han impuesto. Y si deciden mantener políticas
inadecuadas que retrasen o mengüen los recortes que se han comprometido
a realizar tendrán que atenerse a las consecuencias: no deben albergar
ninguna duda de que Alemania y los países de su entorno no están
dispuestos a ayudarles ni van a cargar con los costes provocados por la
imprudencia o el despilfarro de otros.
No hay que olvidar que en los últimos años la economía alemana ha
logrado, con la actual organización institucional de la eurozona,
incrementar significativamente su potencial industrial, ganar mercados a
costa de Francia y otros socios comunitarios y consolidar su hegemonía
en los productos y actividades más intensivos en tecnología y
conocimiento. Por eso resulta tan difícil que las autoridades alemanas
perciban las debilidades e incoherencias institucionales de la UE y por
eso sus propuestas apuntan al mantenimiento a largo plazo del entramado
institucional comunitario que hoy existe aplicando los mínimos cambios
necesarios para conservar intactos sus objetivos, funciones y rasgos
esenciales.
La economía francesa, en cambio, ha sufrido durante la última década un
intenso proceso de desindustrialización y, en años más recientes, un
deterioro de sus cuentas exteriores para cuya solución no basta con
aumentar el rigor fiscal. Los problemas de la economía francesa tendrían
más fácil tratamiento en un horizonte federal que permitiera ampliar
las tareas y objetivos del BCE y facilitara una acción política
comunitaria compensadora y amortiguadora de las tendencias espontáneas
que en una unión económica y monetaria propician, como se ha comprobado
en la eurozona, divergencias estructurales y muy diferentes
especializaciones productivas entre los socios.
Por lo dicho hasta ahora, es fácil deducir que la economía francesa
presenta algunos problemas parecidos, aunque de mucha menor intensidad, a
los de otros países del sur de la eurozona como Italia o España. Y que,
como consecuencia, los intereses de la economía francesa están más
alejados de lo que pueda parecer de las soluciones que defiende Alemania
y respaldan algunos de sus aliados más próximos, como Austria,
Finlandia u Holanda.
Tanto para Francia como para los países del sur de la eurozona sería más
fácil encajar sus intereses comunes en una estrategia de impulso
federalista de la UE que facilitara la ampliación de las tareas y
objetivos del BCE, limitados hasta ahora a propiciar la estabilidad de
precios y, en situaciones excepcionales, proporcionar liquidez a los
bancos. En esa perspectiva federal, el BCE podría incluir entre sus
responsabilidades el mantenimiento de la estabilidad financiera y, por
tanto, actuar más activamente sobre el tipo de cambio del euro o sobre
las crisis de liquidez que pudieran sufrir los Estados miembros. Y del
mismo modo, podrían aprobarse políticas fiscales, presupuestarias o de
investigación comunes que propiciaran cambios en las ofertas productivas
de los países que sufren procesos de desindustrialización e hicieran
efectivo el principio de cohesión social y territorial en cada Estado
miembro y en el conjunto de la UE. Ese impulso federal requeriría un
mayor presupuesto de la UE y una surtida caja de herramientas fiscales y
políticas económicas comunes que permitieran compartir ventajas,
mutualizar riesgos y transferir rentas e innovación desde los socios más
avanzados, que acumulan activos netos exteriores, hacia los más
atrasados, que concentran deudas exteriores netas.
Que Sarkozy no pueda distanciarse demasiado de las recetas alemanas para
afrontar la crisis de la eurozona no significa que los acuerdos con la
canciller alemana sean sólidos o puedan prolongarse durante mucho
tiempo. La inminencia de las próximas elecciones presidenciales
francesas (que se celebrarán el próximo mes de abril y en las que, según
los sondeos de opinión, Sarkozy no parte como favorito), la degradación
rampante de las cuentas públicas y exteriores de Francia o la delicada
situación de los bancos franceses (afectados desde el verano por una
notable crisis de liquidez propiciada por la retirada de 140.000
millones de dólares por parte de fondos monetarios estadounidenses) son
algunas de las restricciones que dificultan que Francia se desmarque de
Alemania y defienda con mayor vigor sus intereses nacionales específicos
y soluciones más adaptadas a los problemas particulares de la economía
francesa. Los próximos meses permitirán observar con mayor detalle y
definirán hasta qué punto cuenta Alemania con Francia para llevar
adelante sus propuestas y su estrategia de salida de la crisis.
En un plano más doméstico, el Gobierno de Rajoy ha enseñado ya la patita
de los primeros recortes y ha aprobado una congelación del salario
mínimo interprofesional y un incremento de impuestos no contemplado en
su programa electoral. Es tan solo, según la vicepresidenta Sáenz de
Santamaría, “el inicio del inicio”; un aperitivo de lo que nos espera
sufrir en los próximos meses. Démosle un poco de tiempo y podremos
constatar que Rajoy y su Gobierno tienen capacidad de sobra para
empeorar aún más las cosas. En las próximas semanas podremos examinar
que hay detrás de esa patita y qué formas e intenciones tiene el
bicho.