Éxito de la huelga general
La huelga general del 29 de septiembre ha sido un éxito en distintos planos: nivel de participación y apoyos sociales expresados, consolidación de la legitimidad de sus objetivos (contra la reforma laboral y el giro antisocial del Gobierno y por otra política socioeconómica). Junto con la reafirmación sindical de la voluntad de conseguirlos, se ha producido el cambio de una conciencia colectiva de impotencia y resignación y se ha generado una dinámica sociopolítica con capacidad de influencia sobre las medidas sociolaborales regresivas y el ajuste económico y productivo, condicionando el tipo de gestión de la crisis. Los poderes públicos y empresariales ya no pueden desconocer esa oposición popular y sindical, por mucho que intenten minimizarla. El sindicalismo, como representación de un amplio campo social, de unas propuestas diferentes, se refuerza como un agente social significativo a tener en cuenta frente a las presiones y tendencias por situarlo en la irrelevancia. En ese sentido, asume una nueva y gran responsabilidad en la gestión de esa capacidad relacional y expresiva alcanzada.
Como se recordará, la reforma laboral tiene dos componentes especialmente regresivos: abarata y facilita el despido y permite al empresario incumplir los acuerdos colectivos alcanzados por los sindicatos. Es un profundo recorte de derechos sociolaborales y un fuerte desequilibrio en las relaciones laborales. En un contexto de 20% de paro y 25% de temporalidad, el blanco directo de ese retroceso es la otra mitad de la población trabajadora asalariada. La reforma impone mayor inseguridad e indefensión a los trabajadores y trabajadoras con contratos indefinidos, junto con menor capacidad contractual de los sindicatos y mayor poder empresarial. No obstante, esa alta precariedad laboral se consolida alejando a esos sectores más vulnerables de cualquier perspectiva de mejorar la estabilidad y calidad del empleo. A ello se añade una política económica y presupuestaria de reducción drástica del gasto público que prolonga la crisis económica, agrava la situación de paro e inseguridad laboral, debilita los servicios públicos y la protección social y no permite una creación sustancial de empleo.
Este conflicto ha sido, fundamentalmente, defensivo: frenar el retroceso de los derechos sociolaborales y el desequilibrio en las relaciones laborales con mayor poder empresarial y marginación de los sindicatos. Pero es también una apuesta de futuro: cambio de la estrategia neoliberal y regresiva dominante, impedir nuevas agresiones, aumentar la capacidad de respuesta popular, reequilibrar las fuerzas sociales y conformar un nuevo escenario sociopolítico.
Este proceso ha sido una dura pugna cultural sobre ideas claves y actitudes centrales en qué basar la sociedad: el tipo de democracia y participación popular, la importancia de los derechos socioeconómicos y laborales, las formas de representación de la ciudadanía e, incluso, valores éticos fundamentales, como la justicia social y la solidaridad. Lo que se ventila es la legitimidad social, los apoyos mayoritarios de la sociedad, entre dos opciones básicas: 1) la continuidad de un tipo de gestión de la crisis defendida por los ‘poderosos’ (mercados financieros, organizaciones empresariales e instituciones de la UE) que descarga sus principales costes en las clases trabajadoras y desfavorecidas, con el intento de anular cualquier resistencia popular relevante y recuperar la credibilidad social perdida de sus gestores institucionales; 2) la conformación de una mayoría popular que dice “así, no” y exige un cambio de políticas, cuyo sentir ha estado representado por los sindicatos. No es sorprendente que dada la importancia de los posibles resultados inmediatos de este conflicto, condicionando las políticas y la legitimidad de sus gestores, y sus efectos a medio plazo, esta pugna sociopolítica y cultural haya sido especialmente virulenta, aunque con una gran desigualdad de poder y de medios: los sindicatos, apoyándose en la activación democrática de su base social y de la ciudadanía, y los poderosos, utilizando todos sus recursos políticos, económicos, mediáticos e institucionales, incluyendo la coacción jerárquica y empresarial.
Por tanto, por un lado, los planes de ajuste fiscal y la reforma laboral generan unos efectos estructurales de mayor indefensión de las clases trabajadoras y mayor poder empresarial, y, por otro lado, la campaña propagandística antisindical pretende completar la marginación del sindicalismo y neutralizar la respuesta colectiva. Así, esos poderosos pretenden superar las dificultades de legitimidad expresadas por el amplio descontento popular y reducir la capacidad representativa y transformadora del sindicalismo para consolidar un escenario de impotencia e resignación social y dejar el camino libre a una salida conservadora y regresiva de la crisis económica.
Estamos en una coyuntura crítica en varios campos (económico-laboral, modelo social y de relaciones laborales), con posibilidades de cambios estratégicos en las relaciones de fuerzas y de influencia más o menos significativa en el diseño de las políticas dominantes. Ello afecta a la consolidación, reajuste o crisis de las distintas fuerzas políticas y sociales, al futuro de la izquierda social y el sindicalismo. Y necesita una reflexión sobre los proyectos y propuestas alternativas y la reorientación de las estrategias sindicales.
En definitiva, el proceso desencadenado por la huelga general es positivo y ha sido un éxito de participación, considerando el contexto y el poder de los adversarios. No constituye todavía una victoria plena, pero abre un nuevo escenario sociopolítico más favorable para impedir la involución social y promover la necesaria rectificación. La interpretación realista de su alcance y cómo quedan las posiciones y argumentos de los distintos campos sociales conformados es necesaria para analizar las tendencias y perspectivas, y sobre todo, para definir la estrategia adecuada en este nuevo ciclo. Esa reflexión atañe al conjunto de la izquierda social y, especialmente, por su capacidad representativa e influencia, a las direcciones sindicales que asumen una nueva responsabilidad, delegada por esa mayoría social, para gestionar en el periodo que se abre la confianza depositada en ellos.
Arraigo del sindicalismo y apoyos sociales en el conflicto
Para explicar el proceso de la huelga general del 29 de septiembre hay que valorar sus objetivos, las características de la movilización realizada, su legitimidad y el proceso sociopolítico desencadenado. Posteriormente, se evaluarán los resultados y efectos a corto y medio plazo.
Hemos definido los objetivos de esta movilización sindical y cívica de la forma siguiente. Su tarea inmediata era rechazar la reforma laboral y el plan de ajuste del gasto público, prevenir y modificar su aplicación, evitar otras medidas (pensiones...), expresar la oposición popular a este giro regresivo y antisocial, defender los derechos laborales y sociales y exigir un cambio de la política socioeconómica. Al mismo tiempo, tiene otro objetivo con la perspectiva a medio plazo: reforzar la legitimidad y consistencia del sindicalismo, la izquierda social y los sectores populares para promover una dinámica que asegure una salida progresista de la crisis, apueste por el cambio social, por un modelo socioeconómico y de empleo más justo y sostenible, y garantice un Estado de bienestar avanzado. El blanco directo han sido esas medidas del Gobierno socialista de Zapatero, gestor aventajado de la política impopular decidida por las instituciones europeas y exigida por los mercados financieros, los poderes económicos y empresariales y las derechas políticas. La entidad y la confluencia de esos adversarios constituyen un gran poder de coacción y comunicación al que se han enfrentado los sindicatos, apoyándose en su fuerza social y representativa y sin apenas apoyos institucionales.
El conflicto ha generado un masivo proceso participativo y democrático. Hay que distinguir dos niveles. Primero, el compromiso activo a través de la huelga y la participación en las manifestaciones. Segundo, el apoyo más amplio a los objetivos de la movilización. Ambos son acumulativos. La interpretación no es que los que están con los sindicatos son sólo los huelguistas y el resto está con el Gobierno y los poderosos. La realidad es que la mayoría de la ciudadanía se opone a los planes gubernamentales (y de la derecha). Los objetivos sindicales tenían plena legitimidad y la acción del Gobierno y sus aliados no han contado con credibilidad social. El éxito o fracaso de los apoyos suscitados hay que interpretarlos por la amplitud y consistencia de los dos campos sociales fundamentales definidos ese día, y representados, por un lado, por los sindicatos, con amplia participación ciudadana y, por otro lado, por el Gobierno, compartiendo posiciones con las derechas y la patronal.
Los datos de la participación huelguística no son completos. Hay una mayor visualización de la masiva presencia en las manifestaciones. Aquí se van a utilizar fuentes sindicales, informaciones periodísticas y encuestas de opinión mínimamente rigurosas. Las interpretaciones han sido diversas.
La patronal y la derecha política y mediática enseguida han hablado de fracaso de la huelga: nula participación voluntaria y repercusión limitada a grupos minoritarios, debida a la acción violenta o coactiva de los piquetes. Es decir, han cuestionado su voluntariedad y los motivos para la inasistencia a los puestos de trabajo. Construyen una interpretación falsa con dos polos compactos y desiguales: por una parte, las instituciones económicas y políticas con toda la sociedad detrás y, por otra parte, unos sindicatos obsoletos y sin representatividad. Esa visión tergiversada y antisindical es utilizada como arma de propaganda para intentar reforzar su poder, reafirmar las políticas de ajuste, condicionar al Gobierno, eliminar cualquier atisbo de resistencia popular y destruir la credibilidad de los sindicatos.
El Gobierno y los sectores afines han reconocido sólo una parte de la realidad y han valorado el seguimiento como moderado o limitado. Dejan un margen para aceptar un pequeño impacto de la huelga. La conclusión fundamental es similar a la anterior: La gran mayoría de la sociedad apoya sus reformas, su cuestionamiento es minoritario y la representatividad de los sindicatos es escasa. Su sesgada interpretación pretende esconder la realidad de un serio y masivo cuestionamiento a su política; aceptarla le supondría comenzar con su rectificación y renunciar a su giro antisocial, cuestión sobre la que, de momento, Zapatero se reafirma. Su interés es neutralizar el descontento popular expresado, recuperarse del desgaste social producido por sus medidas y evitar la consolidación de los sindicatos y su exigencia de cambio, ofreciéndoles una posición subordinada y marginal a cambio de su corresponsabilidad con la aplicación de las reformas estructurales regresivas.
Para una interpretación realista, veamos algunos datos de participación en el conflicto. Existen varios grados que reflejan la diversidad de la población asalariada y el conjunto de la ciudadanía, de sus características y los factores que les condicionan. Expresa la gran representatividad e influencia con las que cuentan los sindicatos, así como sus puntos fuertes y sus puntos débiles que merecen estudiarse.
La primera información oficial de los sindicatos ha sido la de un seguimiento mayoritario del paro, situándolo en el 70% de los asalariados. De una población ocupada de 18,5 millones más de tres millones son empleadores y autónomos (no convocados formalmente a la huelga), con lo que la población asalariada es de unos 15 millones. Pero en torno a millón y medio no podían ejercer el derecho de huelga (la mayoría por pertenecer a los servicios mínimos acordados o impuestos, además de las fuerzas armadas y de seguridad). Es decir, según los sindicatos, de los 13,5 millones de asalariados convocados y con posibilidades de participar lo había hecho cerca de 10 millones. Es la primera valoración sindical, condicionada por ofrecer una imagen inmediata de éxito de la huelga a contraponer con las informaciones de la mayoría de fuerzas políticas y medios de comunicación de fracaso total o seguimiento escaso. La fuente sindical es el muestreo de los centros de trabajo grandes, de más de 250 trabajadores. No obstante, esa referencia, de más de dos tercios de paro, no se puede generalizar a todo el tejido productivo y de servicios, del que se tienen datos fragmentarios o de la observación directa.
Existen varias encuestas de opinión realizadas antes del 29 de septiembre sobre la disponibilidad de la población para hacer la huelga. Aquí, se van a utilizar varias elaboradas por organismos afines al Gobierno, y de las que éste se ha servido para justificar sus posiciones intentando minusvalorar la influencia de los sindicatos; no son sospechosas de favoritismo sindical sino de lo contrario. Según el Barómetro de Metroscopia (publicado en el diario El País) los partidarios de hacer la huelga (sí, con toda seguridad y probablemente sí), se situaban entre el 27%, en julio, y el 22%, a primeros de septiembre, con la interpretación sesgada de que la participación iba a ser minoritaria e iba a la baja. Como se sabe a lo largo del mes de septiembre se generalizó, en los centros de trabajo, la explicación directa de los sindicatos de las razones de la huelga y aumentó la actitud favorable a la misma.
En una encuesta realizada el 30 de septiembre (también de Metroscopia), ya con datos reales de participación en el paro, los resultados dan un 21% del conjunto de ocupados, es decir, cerca de 4 millones. Esos porcentajes están realizados sobre población ocupada. Ahora bien, si consideramos sólo la población asalariada y descontamos los trabajadores que no podían ejercer el derecho a la huelga (servicios mínimos y fuerzas de seguridad), el porcentaje se eleva al 29% del total de asalariados. Suponiendo una buena representatividad de esta encuesta (aunque ya se ha dicho que durante septiembre creció la voluntad de participar respecto a la encuesta anterior), y contando el margen de error del muestreo (situado en 4,5 puntos), esos datos reflejan la posibilidad de una participación de hasta un tercio de asalariados.
También se pueden sacar unos resultados aproximados según la opción electoral (en las elecciones generales de 2008) de los huelguistas. La citada encuesta ofrece sólo datos de la participación en la huelga del electorado –ocupado- del PSOE (20%) y el PP (6%), que adecuada a la población asalariada aquí analizada sería el 28% y el 8%, respectivamente. Ahora bien, si consideramos un comportamiento del electorado de derechas nacionalistas (CIU-PNV-CC) y del UPyD, similar al del PP, junto con una distribución de los que se abstuvieron según la media del conjunto, tenemos que participaron en la huelga el 87% del electorado de los otros grupos de izquierda parlamentaria (IU-ICV-ERC-BNG). En términos absolutos, la orientación del voto pasado de los huelguistas, admitidos en esa encuesta, sería: 1,6 millones al PSOE, 0,5 millones a las derechas, 0,5 millones a las otras izquierdas y 1,3 millones a la abstención. Esa composición es claramente de izquierdas y expresa la ruptura de una parte relevante del electorado socialista enfrentado abiertamente a las medidas del Gobierno.
Siguiendo con la última encuesta, el porcentaje de participación en alguna manifestación a favor de la huelga ha sido del 7% (con una distribución semejante a la de los huelguistas según su posición electoral). No obstante, para interpretar la dimensión de ese dato hay que considerar que está establecido sobre el total de la población de 18 años en adelante (más de 37 millones), con lo que el resultado sería de 2,6 millones de personas, superior incluso a la referencia dada por los sindicatos de 2 millones. Y en esta presencia en las manifestaciones hay que contar que una parte no han sido asalariados huelguistas, sino que han podido asistir otros trabajadores y trabajadoras con dificultades para participar en el paro, así como personas en paro o inactivas, particularmente estudiantes universitarios.
Combinando esta interpretación de los datos de esas encuestas y los de fuentes sindicales directas, particularmente de CC.OO., se puede aventurar tres niveles de participación huelguística según tipo de centro de trabajo, composición sectorial y estatus socioeconómico, profesional y laboral.
El primer nivel citado del 70% (más de dos tercios) es el de los grandes centros de trabajo, particularmente, del sector industrial, la construcción y el transporte. El impacto en ese bloque es relevante, por lo que representan de grado de concentración de asalariados, repercusión productiva, presencia en las grandes ciudades y articulación sindical. Incluso en una parte de ellos el paro ha sido prácticamente total. Corresponde a la típica clase trabajadora fordista (una parte joven), mayoritariamente de renta media-baja y baja, semi-cualificada o poco cualificada, alto grado de sindicalización y capacidad contractual, además de con una relativa seguridad en el empleo ahora amenazada.
Un segundo nivel, intermedio, con una media de participación en el paro de un tercio (entre el 25% y el 40%), en el que se incluyen la mayoría de las pymes de la industria, muchas medianas y grandes empresas del sector privado de servicios, así como gran parte de la enseñanza pública (con un impacto mayor de la inactividad por la inasistencia de alumnos, en particular, universitarios). La composición básica de sus trabajadores (salvo la enseñanza pública, mayoritaria de funcionarios) es similar a la anterior, con un estatus socioeconómico y laboral medio-bajo y bajo, aunque con menor grado de sindicalización y mayor segmentación y precariedad laboral.
Un tercer nivel, de participación minoritaria en el paro, con una media del 10%, en algunos casos ni siquiera el nivel de afiliación a los sindicatos de clase. Se incluyen dos tipos de sectores. Por un lado, el conjunto de las Administraciones Públicas -incluido sanidad- y el sector financiero, con una composición relevante de asalariados con estatus socio-profesional y de rentas de clase media, mentalidad individualista y confianza en su capital humano y sus relaciones con la jerarquía del poder; tienen estabilidad en el empleo y se consideran no implicados por el retroceso de los derechos laborales –despido- aunque han sufrido la agresión del recorte salarial, y con importante presencia de sindicatos corporativos (CSIF…) contrarios al paro. Por otro lado, la gran mayoría de pequeñas empresas del sector servicios (comercio, oficinas…), con mucha dispersión de centros de trabajo y fragmentación de condiciones laborales, y una gran parte de gente trabajadora precarizada, poco sindicalizada y sometida a fuerte control jerárquico y presión empresarial.
Territorialmente, el mayor impacto se ha producido en los grandes polígonos y centros industriales, sobre todo en las grandes metrópolis (Madrid, Barcelona…), y el menor en las ciudades pequeñas y zonas con preponderancia del sector servicios (Canarias, Baleares…). A destacar una participación limitada en la Comunidad Autónoma Vasca, al no apoyar esta huelga la mayoría sindical nacionalista (que había convocado el 29 de junio).
Además, se puede destacar el impacto de una paralización no total pero sí significativa de la vida económica, visualizada por la poca utilización ciudadana de los servicios mínimos del transporte y la limitada asistencia a los servicios públicos (enseñanza, sanidad…) o a la actividad comercial y de ocio.
Este proceso ha sido convocado y protagonizado por los dos sindicatos mayoritarios (CC.OO. y UGT), apoyado por otros sindicatos minoritarios de izquierda, y ha contado con un amplio respaldo del mundo asociativo (1.600 asociaciones lo han hecho explícito), incluyendo significativos profesionales del espectáculo, la cultura y la universidad. La presencia juvenil ha sido significativa.
En definitiva, la participación huelguística media se ha situado entre el 30% y el 40% (entre cuatro y cinco millones) de la población asalariada convocada (un nivel similar a la del año 2002). No obstante, existen desigualdades con tres bloques diferenciados según su cantidad: uno, con más de dos tercios; otro, intermedio, en torno a un tercio, y un tercero, con seguimiento mínimo. Todo ello requiere un estudio pormenorizado de los distintos factores que intervienen en cada caso y las lecciones particulares pertinentes.
Nuevo marco sociopolítico
Para evaluar el apoyo a la huelga y sus objetivos no es suficiente contemplar los datos de participación directa en los paros o manifestaciones. Quedarse ahí, sin valorar la actitud del resto de la población hacia la huelga, puede dar pie a las interpretaciones dominantes en los medios de comunicación: la sociedad ha estado en contra de la huelga y los sindicatos, y apoya al Gobierno o bien a las derechas políticas, y la conclusión es la continuidad de la misma política socioeconómica regresiva. Nada más alejado de la realidad. Así, vamos a comentar otros datos sobre la justificación de la huelga y la valoración de los sindicatos y la clase política (Gobierno y el PP).
Según ese mismo Barómetro del clima social de primeros de septiembre, el 58% del total de la población adulta (54% del electorado del PSOE) consideraba la huelga justificada frente al 34% que pensaba que no (51% y 43%, respectivamente en julio). La tendencia era de aumento de la justificación junto con la disminución de la no justificación (1). Por otra parte, seleccionando sólo la población asalariada tendríamos unos porcentajes cercanos a los dos tercios que consideran legítima la oposición sindical al retroceso de derechos sociolaborales.
Por tanto, tenemos tres posiciones repartidas, aproximadamente, en tres tercios en la población asalariada: un tercio que hace la huelga y la considera justificada; otro tercio que no participa en los paros –algunos sí en las manifestaciones- pero que la considera también legítima, y otro tercio que no la justifica. Pero ese tercio intermedio apoya los objetivos de los sindicatos y se opone a la política del Gobierno; no tiene sentido la interpretación contraria, dominante en los medios de comunicación, de que la gran mayoría ciudadana apoya el recorte de derechos sociolaborales y deposita su confianza en Zapatero o que considera obsoletos a los sindicatos.
Esa valoración queda más clara si se complementa con otros resultados de la misma encuesta publicada en El País: el 75% rechaza la gestión de Zapatero y el 84% dice que no confía en él (72% y 84%, respectivamente, en el caso de Rajoy), y sólo la aprueba el 22% habiendo disminuido durante septiembre 9 puntos, o sea, una reducción de casi un tercio de sus ya limitados apoyos anteriores (31%).
Igualmente, según el último Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas –CIS- (estudio 2843 de julio, 2010), organismo dependiente del propio Gobierno, la valoración de la gestión del Gobierno es la siguiente: Buena o Muy buena, 7,8%; Regular, 34,7%, y Mala y Muy mala, el 55% (datos similares a los que tiene el PP).
Por tanto, la gestión del Gobierno de su actual política de reformas ‘estructurales’, su giro antisocial, lo aprueba sólo una minoría (entre el 7% y el 22%) de la población, mientras tres cuartas partes la rechaza explícitamente. Además, según también el CIS (estudio 2844 de septiembre, 2010, en el que no aparece la pregunta del estudio anterior sobre la valoración del Gobierno y habiendo mediado la dimisión-cese de su directora general) ante la pregunta de cuál es el principal problema en España (y el segundo y el tercero), y acumuladas las respuestas, los resultados son: 78% el paro, 48% los problemas de índole económica… y, en tercer lugar y a mucha distancia de cualquier otro problema, aparece el Gobierno, la clase política y los políticos, con el 25%. No sólo se incrementa la desconfianza popular en ellos, perdiendo su legitimidad para aportar soluciones; es que, además, una cuarta parte de la ciudadanía los ve como problema para, precisamente, encarar los grandes problemas socioeconómicos percibidos por la mayoría de la población.
En resumen, se ha producido un fuerte descontento y oposición social frente a las políticas socioeconómicas y laborales regresivas aplicadas por el Gobierno de Zapatero, y que han contado con el aval y la exigencia de más dureza de las organizaciones empresariales y las derechas políticas. Es una advertencia seria ciudadana de que ‘así, no’, que es necesaria una rectificación y un cambio de orientación de la política gubernamental. La participación popular ha sido un éxito, pero la huelga todavía no ha constituido una victoria plena. Se ha logrado empatar el partido cuando se llevaba una gran desventaja –lo que produce lógica satisfacción-: el contrario, más poderoso, nos había metido ya un par de goles –ajuste y reforma laboral-; además, había cambiado unilateralmente las reglas del juego, la ruptura del sistema de diálogo social, imponiendo su política regresiva; la situación era extremadamente defensiva, el riesgo era de perder por goleada, y el contraataque democrático ha sido fructífero. De momento, no se ha conseguido echar para atrás la reforma laboral, pero se han generado las capacidades para frenar su aplicación, porfiar en su retirada, impedir nuevas agresiones y promover la rectificación y el cambio de la política económica y socio-laboral. Siguiendo con el símil futbolístico, se ha evitado que termine el partido, con la impotencia y la resignación de sufrir una gran derrota; el partido sigue, es difícil la victoria, pero ya no es inevitable perderlo… y, sobre todo, el equipo del sindicalismo está mejor colocado para disputar la liga que todavía queda.
Se ha generado una profunda disociación entre, por un lado, la mayoría de la ciudadanía y, específicamente, de unos dos tercios de las clases populares (con dos niveles de intensidad en su participación y convencimiento), representada por los sindicatos y, por otro lado, los poderes económicos e institucionales, con el sistema de gestión empresarial y política y una mayoría parlamentaria que, esta vez, sólo ha reflejado la opinión minoritaria de la sociedad. Por supuesto, existen zonas intermedias, distanciamiento a ambos contendientes y ambivalencia de afinidades o lealtades. Pero en este proceso se han configurado esos dos polos contrapuestos en torno a ese cambio de rumbo de la política del Gobierno.
La subordinación gubernamental a los intereses de los poderosos, de los mercados financieros, tradicionalmente representados por la derecha, y la asunción acrítica de los planes dictados por la UE, de hegemonía conservadora, han profundizado el descrédito y la deslegitimación de la mayoría de la clase política. Dicho de otro modo, por un lado, los objetivos de la huelga general han conseguido una gran legitimidad y, por otro lado, la gestión del Gobierno cuenta con un gran aislamiento social y se ha reducido significativamente la credibilidad popular de la clase política mayoritaria, defensora de las políticas de ajuste y austeridad. A pesar de la fuerte apuesta institucional por la inseguridad y subordinación de las clases trabajadoras y la marginación del sindicalismo, éste ha tenido capacidad de reacción y ha conseguido el respaldo de la mayoría de la sociedad.
Esa nueva realidad sigue estando sujeta a diversas interpretaciones o tergiversaciones, la mayoría para evitar su reconocimiento y las consecuencias políticas. Hay una pugna cultural desatada para la reafirmación o no de los distintos campos sociales en presencia. Particularmente, aparece un nuevo hecho social, denostado por los poderosos: el despliegue de una izquierda social amplia y diferenciada del poder económico y político, junto con la legitimidad del nuevo papel de representación sociopolítica de los sindicatos, que adquieren una mayor responsabilidad ante la ciudadanía. Ha emergido un nuevo escenario sociopolítico, un nuevo reequilibrio de las fuerzas sociales que hay que caracterizar y valorar en el espacio público. Por tanto, hay que explicar el sentido, el alcance y las consecuencias de este conflicto, así como su contexto social e histórico.
Configuración de dos campos sociales
El conflicto social desencadenado por esta huelga general afecta a toda la sociedad y ha configurado amplios campos sociales, no totalmente consistentes y homogéneos. Ha cuestionado las medidas sociolaborales regresivas y abierto un nuevo escenario en la pugna por la continuidad o la rectificación de las políticas socioeconómicas dominantes definidas por el Gobierno de Zapatero, exigidas por los mercados financieros y las instituciones europeas y amparadas por las derechas y el empresariado. Tras constatar el amplio nivel de participación popular y la legitimidad de las propuestas sindicales se analizan las diferentes dimensiones del conflicto.
La huelga general, no sólo la participación huelguística sino la conformación de la legitimidad y los apoyos sociales expresados en todo el proceso, constituye un medio para conseguir un fin, unos objetivos. Los resultados se evalúan por el grado de avance respecto a esos objetivos reivindicativos, por la dinámica generada. Ese medio democrático es el más difícil y complejo de las sociedades modernas, pero es el último recurso efectivo y defensivo, amparado en la Constitución, de las clases trabajadoras para reequilibrar una desigualdad previa de poder o de imposición de medidas lesivas para esa mayoría social o el conjunto de la ciudadanía.
La ‘eficacia’ de esa acción sindical se mide por una doble dimensión. Primera, la dimensión sustantiva: la influencia ejercida a corto y medio plazo, el condicionamiento o modificación de medidas regresivas, la conquista de mejores condiciones y derechos sociolaborales y los cambios sociales promovidos. Segunda, la dimensión social: procesos de ‘pertenencia’ o identificación de sus bases sociales y la sociedad, el papel sociopolítico, los vínculos sociales y liderazgos, en el plano cualitativo –grado de representatividad, articulación y cohesión de sus bases sociales, capacidad contractual- y en el plano cuantitativo –afiliación, recursos, estructura-. Por tanto, este componente ‘expresivo’ es fundamental: el cambio de la conciencia social, con el incremento de la representatividad y capacidad transformadora del sindicalismo, constituye una condición para el cambio social y de las condiciones económicas y sociolaborales. Su ‘utilidad’ se manifiesta en que es una fuerza real, operativa y condicionante, aunque el éxito no sea inmediato. Ahora bien, para medir el resultado en términos de cambio, rectificación o conquista hay que evaluar el poder del contrario.
En este sentido, por una parte, el bloque de los poderosos actuales –Gobierno y derecha política y económica, respaldados por instancias internacionales-, representan, aun con diferencias internas, el mayor poder económico, político e institucional de toda la historia democrática; pero, por otra parte, si vemos la sociedad, esos poderes, pese a su prepotencia y amparo legal, cuentan con escasa legitimidad, credibilidad y confianza ciudadana. Al mismo tiempo, los sindicatos han sido capaces de representar una mayoría social, y están en disposición de frenar el giro antisocial y condicionar las políticas socioeconómicas y laborales. Y, más significativo, dependiendo de su voluntad y su estrategia, pueden generar un nuevo factor sociopolítico de reafirmación democrática, garantía de derechos e impulso de un cambio de modelo económico y social, una reforma social progresista y avanzada.
Este importante aspecto ha suscitado una profunda campaña ideológica, cultural y sociopolítica para debilitar, esconder o desacreditar esos nuevos componentes democráticos, esa tendencia social emergente representada por los sindicatos y enfrentada al poder establecido. Su objetivo es doble. Por un lado, infravalorar la oposición ciudadana y desactivar la resistencia sindical a las medidas impopulares, junto con la neutralización de la demostrada capacidad representativa del sindicalismo y la configuración de una fortalecida izquierda social autónoma del poder económico, el Gobierno y el partido socialista. Por otro lado, minusvalorar el conflicto, desprestigiarlo, olvidarlo en el plano mediático para pasar página, continuar o profundizar la misma política regresiva e intentar su justificación. La campaña ha sido amplia, continuada y profunda. La crítica a sus fundamentos, el desarrollo de la pugna cultural, es central para la izquierda social, la configuración del nuevo escenario sociopolítico y la definición de las prioridades sindicales. Veamos los dos tipos de mensajes y argumentos: uno, de la derecha, frontal y burdo; otro, de sectores pro-gubernamentales, más complejo y sutil pero no menos efectivo.
La derecha política, económica y mediática ha desatado una ruda ofensiva antisindical señalando el completo fracaso de la huelga, la nula representatividad de los sindicatos e, incluso, ha insistido en sus medios violentos –piquetes- o su corrupción. Su interés de fondo es anular cualquier atisbo de crítica u oposición popular a una política dominante que comparten, pretenden llevar más allá y esperan gestionar mañana. Es intentar barrer una dificultad sustantiva para sus designios de gestión neoliberal de la crisis y conformar una salida económica regresiva, con total hegemonía cultural y política de derechas. Denota su profundo carácter autoritario y la función propagandista de esa campaña para cohesionar a su mundo conservador.
Desde ámbitos gubernamentales o afines, los mensajes no han sido de apariencia tan agresiva, pero sí perseguían una similar finalidad de desactivar la presión sindical y ciudadana por el cambio de su política. Han constatado la importante participación popular en este proceso movilizador. Eso ha llevado al Gobierno a aceptar un acuerdo razonable sobre servicios mínimos, destacando la normalidad cívica del ejercicio del derecho de huelga. No obstante, no han reconocido la realidad de su masividad y la amplitud de sus apoyos mayoritarios, así como tampoco han valorado la falta de credibilidad de su gestión. Su conclusión, de momento, es la continuidad de su política, el no a la rectificación, y la desconsideración de la expresión popular y sindical. Veamos sus principales argumentos. Afectan a dos aspectos o dimensiones fundamentales de este conflicto social: influencia sustantiva para la rectificación de la política socioeconómica; profundo proceso democrático y representatividad de un sindicalismo reivindicativo.
Empecinamiento del Gobierno y desconsideración hacia los sindicatos
Primero, se analiza la capacidad de la huelga general –con el correspondiente proceso de participación y legitimación popular a sus objetivos- para influir y condicionar la política gubernamental. Una vez reconocido al menos un ‘seguimiento moderado’ (y voluntario), los medios pro-gubernamentales han insistido en la misma idea previa: su inutilidad, su ineficacia, para conseguir resultados efectivos, incluso su carácter obsoleto como mecanismo de cambio. Si antes del 29-S divulgaban esa idea para quitarle sentido operativo y desactivar los apoyos, después pretenden diluirlos y generar frustración. Así, hablan de fracaso reivindicativo, ‘anacronismo’ o carácter obsoleto de esa acción sindical, abundando en la idea de la imposibilidad de conseguir los objetivos propuestos, de ‘callejón sin salida’. No sin cierto cinismo aluden a elementos reales: la fortaleza del adversario, su inmenso poder económico e institucional, así como la fragmentación laboral de las clases trabajadoras. Sin embargo, rechazan otros componentes que relativizan lo anterior: la impopularidad de sus políticas, la deslegitimación de los poderosos, la importancia de la conciencia popular de justicia social, la representatividad de los sindicatos. Se refieren a economías avanzadas, reguladas y con fuertes derechos laborales, sociales y sindicales conquistados, muchas veces, con fuertes conflictos sociales en décadas pasadas en los que no es tan necesario este último recurso de la huelga general, para concluir que este instrumento no tiene futuro ni sentido en las sociedades (post)modernas. Pero no contemplan que, precisamente, en este nuevo ciclo regresivo en toda Europa, con una profunda reestructuración del Estado de bienestar y el deterioro de las condiciones sociolaborales, es más necesaria la firmeza y la generalización de la respuesta sindical, como afirma la Confederación Europea de Sindicatos –CES-. Y así ha ocurrido en países que no son periféricos como Francia e Italia.
La conclusión es evidente, la única opción ofrecida a la sociedad es la aceptación de los planes de ajuste y austeridad, el desequilibrio de las relaciones laborales, la salida regresiva a la crisis económica, el debilitamiento del sindicalismo y la izquierda social, la asunción ciudadana de la resignación. Y si se acata esa dinámica y los sindicatos se hacen corresponsables de esa gestión, legitimándola, se aluda a una vaga promesa de evitar alguna medida secundaria especialmente impopular y admitir un papel periférico para los sindicalistas. La oferta gubernamental (y patronal) de diálogo y negociación no es seria. Ratifican su línea de reformas regresivas, su giro antisocial, y solicitan de los sindicatos que colaboren en su aplicación. Es otro gesto mediático para eludir la demanda mayoritaria de que ‘así, no’, se rectifique y se negocie una salida equilibrada y justa, partiendo del reconocimiento de los interlocutores sindicales y las demandas de la huelga. Pero esa opción ha sido la que el Gobierno ha ido cerrando con el candado definitivo del ajuste del gasto público, en mayo, y la reforma laboral, en junio. Y la prueba del algodón es la rectificación gubernamental, al menos en tres aspectos cruciales: anular la reforma laboral restituyendo los derechos sociolaborales y sindicales; retirar la propuesta de reforma de las pensiones con la prolongación de la edad de jubilación a los 67 años, así como la amenaza de unas reformas regresivas de la negociación colectiva y las prestaciones de desempleo; cambiar la política económica basada en la reducción drástica del gasto público, incluido las medidas restrictivas de los presupuestos generales, y adoptar otra política para la reactivación de la economía, con la fiscalidad necesaria, el incremento del empleo y la protección de las personas desempleadas.
Los primeros indicios confirman la tozudez de Zapatero en la reafirmación de su política. Llega incluso a justificar la reforma laboral dando la vuelta al argumento: como el mercado de trabajo está muy mal (paro, temporalidad), más necesaria es esta reforma laboral. Ese argumento no tiene credibilidad, pero le sirve para intentar eludir su responsabilidad en las consecuencias de este mercado laboral y aprovechar para profundizar en su empeoramiento, tal como reclaman los empresarios. Es una demostración de la pérdida de hacer pié en la realidad de la sociedad. Es un agarre en la creencia de la construcción mediática de la conciencia popular, frente a la realidad machacona y percibida del deterioro de las condiciones materiales y el retroceso de derechos. Es una sobrevaloración de la capacidad de control de los medios de comunicación frente a los ‘hechos’ palpables por la ciudadanía y sus efectos prácticos. Expresa una tendencia autoritaria, de desapego de la ciudadanía y distanciamiento de la realidad social. Su intransigencia ante la demanda de cambio profundiza y alarga su pérdida de credibilidad popular. Para el propio partido socialista supone el riesgo de mayor aislamiento y desafección social. Eludir sus responsabilidades y negarse a rectificar, le impide al Gobierno ganar legitimidad y recuperar parte de su base social y electoral. Es acertada la figura simbólica de que se encamina al suicidio político. No obstante, prefiere aferrarse a sus compromisos con los poderes económicos –estatales e internacionales- y las instituciones europeas controladas por la derecha. Valora más el beneplácito de los poderosos, aunque no consiga concesiones de su representación política directa (PP, CIU) y organizaciones patronales, ni tampoco recuperar electorado centrista.
El Gobierno, por tanto, está sometido a una doble dinámica. Por un lado, la presión de los poderosos, con todas las constricciones económicas e institucionales, con los que ha decidido compartir y gestionar su política y su proyecto. Por otro lado, el amplio y profundo descontento popular que la huelga general ha permitido cristalizar en presión sociopolítica para el cambio. No hay empate, existe un equilibrio muy inestable. Llegar hasta ahí ha supuesto mucho esfuerzo de los sindicatos, demostrar su capacidad movilizadora y poner (casi) toda la carne en el asador, y no ha sido fácil. Esta nueva situación no era querida por el Gobierno (y menos por las derechas) que confiaba en encontrar una menor oposición social o bien blindarse del desgaste social a través de un pacto de estado con la derecha y la patronal, de un bloque más compacto frente a la previsible reacción ciudadana y sindical. Se ha producido un reequilibrio de la relación desventajosa impuesta por la ruptura gubernamental de sus compromisos sociales y por su giro antisocial. El Gobierno no quiere reconocer la nueva realidad, y sólo la tolera en parte y a regañadientes. Este nuevo equilibrio es muy frágil; el primer bloque del poder sigue utilizando toda su maquinaria institucional y económica para, una vez encajada esta demostración de fuerza cívica, continuar con la misma política. La cuestión es que no pueden cambiar la profunda conciencia social de descontento ante esta situación y esas medidas, la falta de confianza de la sociedad en sus gestores, la ausencia de legitimidad del Gobierno, ni tampoco, por mucho que lo están intentando, destruir la capacidad representativa del sindicalismo. Por tanto, persisten las dos tendencias básicas en pugna por reconducir las políticas socioeconómicas y laborales y fortalecer la legitimidad de sus representantes respectivos.
La influencia comparada de la huelga general
Estamos en una coyuntura crítica con rasgos particulares y diferentes a los de otros momentos clave de la historia democrática. Para explicar sus rasgos específicos respecto de la participación, el contexto, los resultados sustantivos y sindicales y su significado sociopolítico, se puede comparar este conflicto con las otras huelgas generales (analizadas en profundidad en otra parte) (2). Dejando aparte los dos paros generales de jornada parcial (año 1978, de una hora, contra el paro, y año 1992, de media jornada, contra el recorte de las prestaciones de desempleo), tenemos cuatro: 20 de junio de 1985, 14 de diciembre de 1988, 27 de enero de 1994 y 20 de junio de 2002. Las tres primeras contra el Gobierno socialista de Felipe González y la cuarta contra el Gobierno del Partido Popular de Aznar.
Como se sabe, la huelga general del 14-D-88 fue un paro total, con una paralización completa de la actividad productiva y económica. Constituyó un total éxito de participación, la cima de la capacidad movilizadora y de liderazgo social del sindicalismo, y reflejo del gran aislamiento ciudadano del Gobierno socialista en ese momento. Consiguió echar atrás el llamado contrato basura para los jóvenes (desencadenante del conflicto). Tras más de un año de negociaciones y tras unas elecciones generales, con victoria socialista, el Gobierno instrumentalizó esa nueva legitimidad electoral para enfrentarla a la legitimidad social conseguida por los sindicatos y no cambiar de política. Así, se alcanzaron unos avances significativos en materia de protección social (pensiones mínimas), pero no se consiguió revertir la amplia temporalidad que se estaba consolidando y que se iba generando desde la reforma laboral de 1984, con un modelo de mercado de trabajo con alta precariedad laboral. Los resultados más cualitativos estuvieron en la dimensión social: configuración de una amplia izquierda social, consolidación de la representatividad y unidad de los sindicatos y su reconocimiento institucional; expresión de las ansias y propuestas de giro social del conjunto de la política socioeconómica del Gobierno, tras años de crisis económica y reconversión industrial y con el inicio de una etapa de –limitado- crecimiento económico y expansión del empleo; además, tuvo un impacto relativo en el plano electoral (debilitamiento progresivo del PSOE y fundación y ascenso de IU).
Las otras tres huelgas generales no tuvieron esa participación total pero consiguieron un seguimiento masivo, particularmente en los grandes centros industriales y urbanos y un impacto general en las dinámicas laborales y sociopolíticas. En ese sentido, fueron un éxito. Pero cada una de las tres es diferente, en la doble dimensión, reivindicativa y expresiva.
La huelga del año 1985 –no apoyada por UGT, aunque también estaba en desacuerdo con la medida del Gobierno- no consiguió su objetivo más inmediato: revertir le reforma del sistema de pensiones, con el alargamiento de la base de cómputo que suponía un recorte en torno al 8%. No obstante, abrió una etapa de impulso reivindicativo general en la negociación colectiva y de freno a las políticas de ajuste que culminaron en la exigencia del giro social. Pero, sobre todo, fue un éxito en sus efectos sociales y sindicales. Constituyó la quiebra del proyecto de consolidar un modelo sindical y de relaciones laborales con hegemonía del sindicalismo moderado de una UGT dependiente del Gobierno socialista y empeñada en pactos sociales de congelación salarial, y excluyente del sindicalismo más reivindicativo de CCOO. Se reafirmó la autonomía sindical y la unidad de acción, reforzando la capacidad transformadora y sociopolítica del sindicalismo que culminó en el 14-D-88. Su base más activa era una generación curtida en los años setenta (anti-franquismo y transición política), en una dura reconversión industrial con agudos conflictos, y en un significativo peso de otros movimientos sociales, particularmente, el anti-Otan. Todo ello configuró un nuevo ciclo sociopolítico y sindical que duró una década.
La huelga general del año 1994, en un contexto de aguda crisis económica y del empleo, tampoco consiguió evitar la aprobación de la regresiva reforma laboral. Supuso una relativa impotencia para impedir su aplicación en un marco de altas tasas de paro y temporalidad, y demostraba los límites de la capacidad transformadora de los sindicatos. No obstante, gracias a ella, el sindicalismo mantuvo una credibilidad y unos apoyos sociales relevantes, hubo un progresivo incremento de su afiliación y su mediación con trabajadores y trabajadoras a través de una amplia red de representantes en la base (generalizándose las elecciones sindicales), con la consolidación de sus estructuras intermedias, y un reconocimiento y participación institucional. Era el final de una etapa y la transición a otra que coincidió con el periodo más prolongado de crecimiento económico y creación de empleo y presidido por la estrategia del diálogo social, dominante desde entonces.
La excepción en esa etapa (1996-2007) de expansión del empleo y relativo equilibrio en las relaciones laborales fue el intento de imposición por parte del Gobierno del PP de una reforma laboral que abarataba el despido –salarios de tramitación- y reducía la protección a las personas paradas con una dinámica de ruptura del modelo de relaciones laborales, marginando a los sindicatos. La huelga general del año 2002, de similar participación popular a la anterior, sí alcanzó gran parte de su objetivo inmediato -la retirada de la mayor parte de la reforma-, aunque tardó unos meses tras nuevas movilizaciones. En ese sentido, tuvo la mayor eficacia inmediata. Además, frenó esa dinámica de involución social y autoritarismo del PP y permitió la continuidad del equilibrio anterior, restableciendo el diálogo social como mecanismo de veto a imposiciones unilaterales de medidas particularmente regresivas. También colaboró –junto con las grandes movilizaciones contra la participación española en la guerra de Irak- al descrédito de esas políticas del PP y al cambio de Gobierno en el año 2004, con el que se consolidó el diálogo social. Esa etapa concluye con la crisis económica, el giro antisocial del Gobierno socialista y la ruptura del sistema de concertación. El riesgo es el cuestionamiento de conquistas sociales de estas décadas, con imposición de un fuerte retroceso de los derechos sociolaborales, marginación del sindicalismo y desequilibrio en las relaciones laborales.
Por tanto, todas las huelgas generales han tenido un impacto positivo, en unos casos más en los objetivos reivindicativos inmediatos y en otros en la dimensión social o sociopolítica y su repercusión a medio plazo. Si no se hubieran hecho habría sido mucho más pronunciado el retroceso laboral y, sobre todo, la debilidad representativa y articuladora del sindicalismo. A su vez, ese componente ha sido sustancial para frenar intentos agresivos, mantener ciertos derechos y condiciones sociolaborales y conseguir algunas mejoras. En perspectiva histórica, se puede decir que la izquierda social y política en España y, especialmente, el movimiento sindical, no han conseguido superar un mercado de trabajo frágil (con altas tasas de paro y temporalidad) y un Estado de bienestar limitado con importantes déficit en los derechos sociales y laborales. En ese sentido, no se ha llegado a una moderna democracia social y económica, con una fuerte capacidad reguladora de los sindicatos. Pero, por otro lado, ha sido esa izquierda social con un papel relevante de la acción de los sindicatos, quien ha aportado su influencia sustantiva como freno a las políticas socioeconómicas más regresivas, dominantes en muchas etapas de nuestra historia democrática, y alcanzado una relativa mejora de la capacidad adquisitiva y la seguridad laboral y social de la población (3).
Dimensiones transformadoras y sociopolíticas del conflicto social
¿Qué efectos puede tener el proceso de la huelga general y el conflicto social creado en esos dos aspectos fundamentales, externos e internos, a corto y medio plazo?
En primer lugar, veamos algunos rasgos específicos de este contexto: Primero, el poder del bloque adversario, de los ‘poderosos’, es impresionante, el mayor de estas décadas, por sus apoyos y condicionamientos internacionales y la acumulación de poder empresarial y su capacidad coactiva y de control (desde la deslocalización y descentralización productiva hasta a través de la precariedad laboral y la inseguridad del empleo). Segundo, ese poder no es absoluto; tiene un punto clave muy frágil, un factor mucho más profundo que en otras épocas: escasa legitimidad popular de la élite política y gubernamental (y económica: patronal y mercados financieros). Se ha producido por su responsabilidad –activa o pasiva- en la generación de la crisis económica, con el alto paro, las brechas sociales y la inseguridad laboral, y por su gestión institucional a través de su actual política socioeconómica regresiva. Tercero, existe una limitada capacidad transformadora y alternativa de las fuerzas de izquierda; por un lado, por la tendencia -dominante hasta ahora- del partido socialista que ha aparecido como gestor y corresponsable de las políticas económicas liberales, y, por otro lado, por una dispersión, debilidad o desorientación del resto de la izquierda política y otros grupos y movimientos sociales críticos o alternativos, así como por una base social con gran fragmentación sociolaboral. Cuarto, los sindicatos, en una situación compleja, difícil y defensiva, y aun con diferentes inercias, han demostrado una importante capacidad representativa y una voluntad movilizadora, aspecto sociopolítico que ha desconcertado al poder establecido, que arremete con furia contra él. Quinto, el contexto internacional es desfavorable para el cambio social y completamente distinto al conocido tras la crisis del año 1929 que culminó tras la II Guerra mundial en el establecimiento de las políticas keynesianas y el Estado de bienestar.
En segundo lugar