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La mayoría no sale de la crisis. Antonio Antón


La mayoría no sale de la crisis. Antonio Antón

Antonio Antón

La mayoría no sale de la crisis


Extracto de la Comunicación presentada al IV Encuentro del Comité de Investigación de Sociología del Trabajo de la Federación Española de Sociología - FES (Universidad Autónoma de Barcelona, junio de 2018)

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La crisis socioeconómica tiene múltiples facetas. Más si le añadimos la crisis política y territorial, así como las percepciones y actitudes sociopolíticas de sociedad y en particular de las capas populares. Hay tendencias contradictorias. Por una parte, desde hace varios años se ha terminado la recesión económica y hay crecimiento económico y del empleo. Por otra parte, se consolidan la precariedad laboral y la desigualdad social, mientras persisten un paro masivo, la devaluación salarial, los efectos de los recortes sociales y laborales, la mayor subordinación de las clases trabajadores respecto del poder económico-empresarial impuesto en las reformas laborales, así como el debilitamiento de la capacidad contractual del sindicalismo.

Se produce una pugna sociopolítica y discursiva en torno a qué tipo de salida de la crisis se está produciendo, qué horizonte de relaciones laborales y de empleo se están generando, qué modelo social se está instaurando, quiénes salen de la crisis económica y quiénes no. Las percepciones de la sociedad y las dinámicas laborales y sociopolíticas son contrapuestas. Es preciso el rigor analítico e interpretativo para clarificar una posición normativa.

¿Hacia dónde vamos?

Continuamos en el marco de una profunda crisis social y económica, aun con realidades contradictorias. Así lo afirma el 54% de la población ―y el 62% de los votantes del PSOE y el 69% de los de Unidos Podemos―, según Metroscopia (15-5-2018), que considera que la crisis económica “No ha sido superada y no se superará hasta dentro de muchos años”; el 26% opina que “No ha sido superada, pero se superará dentro de poco” y el 18% que “Ha sido superada”.

Además, existe una persistente crisis política, con amplia desconfianza cívica hacia las élites gobernantes y una recomposición de la representación política. Se ha superado el viejo bipartidismo compartido entre Partido Popular y Partido Socialista y se han consolidado nuevas fuerzas emergentes de distinto signo: por un lado, como nueva derecha, Ciudadanos, y por otro lado, en el campo progresista o de izquierda, las llamadas fuerzas del cambio, con Unidos Podemos, las convergencias y las candidaturas municipalistas de unidad popular.

Dejo al margen el análisis de dos procesos significativos que condicionan fuertemente esta dinámica estatal: el procés independentista en Cataluña y la correspondiente reacción centralizadora, con la crisis de modelo territorial, y el carácter e impacto del poder y las políticas liberal-conservadoras europeas.

Un hecho relevante a destacar, frente a los planes de normalización, es el nuevo proceso de indignación cívica. Lo significativo son las dinámicas ciudadanas y las alternativas sociales y su relación con el cambio político-institucional, así como las posibilidades de acuerdos de progreso, incluyendo las dificultades de la colaboración entre Partido Socialista y fuerzas del cambio, imprescindible para garantizar la hegemonía institucional del campo progresista frente a las derechas.

Tras el largo ciclo electoral y de reajuste representativo e institucional, precedido de una etapa de masiva indignación cívica y movilización popular, estamos en otra fase política con dos opciones: la articulación del cambio político de progreso, o la consolidación reaccionaria de las derechas. Está por ver la conformación de qué tendencia va a ser dominante. El diagnóstico de su interacción no está claro e independientemente de la voluntad transformadora de distintos actores requiere el máximo de realismo analítico.

Es una etapa transitoria hacia las nuevas convocatorias electorales de 2019 (municipales, autonómicas y europeas) y 2020 (generales), decisivas para consolidar las posibilidades de avance sociopolítico y representativo y las expectativas de cambio de progreso o, bien, el continuismo de la estrategia liberal-conservadora. La pugna sociopolítica y discursiva se establece sobre el sentido de su trayectoria y la legitimación de los actores principales. Supone la necesaria adecuación estratégica de las fuerzas progresistas respecto de las alternativas sociales para el cambio socioeconómico e institucional, el empoderamiento cívico y la democratización política.

Hay dos tipos de interrogantes sometidos a una fuerte pugna cultural-discursiva, derivada de las posiciones contrapuestas respecto al actual continuismo económico y el bloqueo político-institucional. Además, existen dinámicas ambivalentes, favorables y desfavorables para el cambio, y complejas, cuya relación no aclara una trayectoria dominante: avanzar o retroceder, ganar o perder. El futuro está abierto y es incierto. O sea, habrá que rechazar las visiones deterministas, económicas y políticas, sobre la inevitabilidad de una salida u otra, progresista o reaccionaria, y poner el acento en los mecanismos de activación y articulación popular y su capacidad transformadora.

Así, hay que responder, primero, a cuestiones analíticas o interpretativas: ¿Cuáles son las características y el sentido de esas tendencias sociales y políticas de fondo? ¿Qué dinámicas y perspectivas existen para la activación cívica o la movilización social? ¿Qué impacto tienen para el cambio político-institucional? Segundo, hay que explicar la orientación política y la estrategia transformadora: ¿Cómo avanzar hacia un cambio de progreso y qué bases sociales tiene? ¿Cómo se conforma el movimiento popular y qué relación tiene con la representación política e institucional? ¿Cuál es el perfil social de las fuerzas del cambio, las políticas públicas más necesarias para la sociedad y el papel y la relación con la socialdemocracia? Por tanto, hay dos tareas: una de interpretación, de construcción de un diagnóstico realista de las dificultades y condiciones para el cambio social y político; y otra, de carácter político-estratégico, de definir un horizonte y un camino democrático de progreso.

Comienzo por la crítica a la posición dominante en el discurso político y académico. Obedece a prejuicios ideológicos y a intereses corporativos de los grupos de poder y a la garantía de estabilidad para su gestión. La podemos designar como liberal-conservadora o socio-liberal, según los matices. Viene a negar la persistencia y gravedad de las consecuencias de la crisis social y económica, a reafirmar el continuismo económico y su supuesta inevitabilidad, como vía única de salida, y defender el poder y el orden establecido. Infravalora el malestar social e intenta manipularlo. Se sitúa en el supuesto post-malestar como aval para una nueva hegemonía política partidaria del continuismo (renovado) de la estrategia y el poder liberal-conservador, con una activa campaña mediática que acentúe la pasividad crítica ciudadana y restrinja la oposición cívica y su representación institucional. Está empeñada en cerrar la crisis política con un amplio proceso de ‘normalización’ ciudadana e institucional, el aislamiento o neutralización de la protesta social y la dinámica alternativa de cambio, así como la relegitimación de las élites gobernantes y sus políticas con ligeros recambios.

Lo más llamativo es la reconfiguración de las derechas, con el ascenso de Ciudadanos a costa del descenso del Partido Popular, con alguna retórica regeneracionista, cierto marketing político de apariencia renovadora y una reafirmación neoliberal en lo socioeconómico y recentralizadora en lo territorial.

La tendencia político-ideológica dominante de ese bloque es reaccionaria: va hacia un debilitamiento del Estado de bienestar y los derechos sociales y laborales de las capas populares, un nuevo autoritarismo político con democracia débil, y un consenso de Estado bajo un nacionalismo españolista conservador y centralizador, ajeno a la diversidad nacional. Así mismo, se subordina a la clase gobernante hegemónica liberal-conservadora europea, sin un proyecto modernizador, social y democrático de país (de países), ni la construcción de una Europa más justa e integrada.

Pero la realidad social de las mayorías ciudadanas no encaja con esos intereses, proyectos y estrategias continuistas y reaccionarios. Hay una pugna sociopolítica y cultural-discursiva por definirla e interpretarla para consolidar la actitud social y las normas político-institucionales en torno a dos opciones básicas: continuidad o cambio de progreso. Por un lado, con privilegio de poder para las derechas (y el mundo económico-empresarial) y, por otro lado, con una alternativa social y democrática. Por tanto, existen grietas en ese plan normalizador o, lo que es lo mismo, se mantienen abiertas posibilidades de cambio. El bloqueo institucional y el relativo equilibrio entre las ofensivas reaccionarias y las dinámicas progresistas son inestables. Se trata de valorar los elementos que pueden decantar la tendencia hacia una alternativa social, democrática y de progreso, y evitar el riesgo de un dominio prolongado de las derechas con rasgos autoritarios y regresivos.

Nueva indignación cívica

Queda lejos el 15-M-2011. No obstante, con características distintas y en un contexto diferente, se está conformando un nuevo proceso de indignación social, con dinámicas proclives a la activación cívica, con motivos y ámbitos específicos, entre los que sobresale un renovado e integrador sujeto sociopolítico. Me refiero, sobre todo, al movimiento feminista y su ejemplar y justa movilización por la igualdad y la justicia. Pero también hay indicios de nuevas protestas sociales, por ejemplo la de los pensionistas y colectivos de gente trabajadora ―el número de huelgas laborales y participantes en ellas ha vuelto a crecer en 2017―. En otro sentido están las dinámicas nacionalistas que expresan un fuerte malestar, aunque con otras mediaciones y sentido político. Paralelamente, se comprueba la dificultad de las élites gobernantes y los cauces institucionales para satisfacer las demandas populares de justicia social, igualdad y democracia que afectan a la mayoría ciudadana, con agotamiento del discurso legitimador de su gestión.

La interacción entre indignación popular y activación cívica con valores democráticos e igualitarios y el agotamiento de la credibilidad de las élites gobernantes por su gestión impopular ha dado como resultado la conformación, entre los años 2008 y 2016, de unos nuevos equilibrios político-institucionales. Pero, sobre todo, se ha reforzado una nueva mentalidad crítica; se ha consolidado una cultura democrática en amplias mayorías sociales, especialmente juveniles, con la reafirmación en la justicia social y la dignidad ciudadana que choca con el poder establecido y sus prácticas más corruptas, regresivas y autoritarias.

Dejo al margen las implicaciones en la esfera estrictamente electoral, donde la competencia entre un continuismo remozado y un cambio sustantivo para desplazar y sustituir la hegemonía de la vieja derecha se está agudizando. Tampoco entro en su posible impacto en la configuración institucional a medio plazo, más difíciles de discernir hoy. Solamente señalar que los resultados electorales de 2019 y el nuevo carácter de los grandes ayuntamientos del cambio (Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Cádiz, A Coruña…) y algunas comunidades autónomas significativas (Madrid, Comunidad valenciana, Andalucía, Navarra…) van a tener una influencia sustancial en las expectativas de cambio gubernamental de progreso a través de las elecciones generales de 2020.

En todo caso, mi pronóstico es la nueva dimensión, interacción y articulación de esos tres factores ―indignación cívica, activación popular progresista y representación política alternativa―, que expresan el comportamiento y las mentalidades de amplios sectores sociales. Ello aun en un contexto económico y político parcialmente diferente al de la última década en que se instaló la fuerte crisis social, económica y política. Sin embargo, su existencia constituye la palanca necesaria para posibilitar y porfiar en un cambio de progreso. Tenemos la experiencia de las distintas respuestas sociopolíticas y una limitada y contradictoria evaluación teórica, a menudo deudora de esquemas interpretativos rígidos. Pero creo que hay que poner el énfasis en el análisis riguroso de los nuevos componentes y tendencias de esta etapa que comienza para definir mejor una posición normativa o estratégica transformadora.

De entrada, debo afirmar la necesidad de un enfoque realista, crítico y sociohistórico de esta dinámica sociopolítica democrático-igualitaria frente a la posición liberal-conservadora de neutralizarla o distorsionarla. Igualmente, entre miradas progresistas, hay que superar tres tipos de desenfoques, a veces interrelacionados. Primero, los límites de una interpretación determinista económica, basada en el impacto mecánico de las condiciones materiales de existencia, por lo que la crisis económica conllevaría rebeldía popular generalizada (o integración cuando termina). Segundo, la visión determinista política, que considera que la crisis del poder o el Régimen político y la recomposición de la representación política crearía ventanas de oportunidad para un cambio de progreso, cuando hay que valorarlas socio-históricamente por la relación de ambas fuerzas ―populares y de los poderosos― y el sentido sustantivo de los distintos sujetos y su tipo de cambio. Así mismo, tercero, es insuficiente la interpretación idealista del populismo discursivo, que sobrevalora la influencia del discurso y el liderazgo en la construcción de una dinámica sociopolítica o un sujeto colectivo transformador ―el pueblo―, infravalorando la experiencia popular y cívica, el sentido de las relaciones de fuerzas sociales y las estructuras socioeconómicas.

Por tanto, frente al discurso neoliberal del comienzo de una nueva fase de crecimiento económico, desarrollo social y normalización política, funcional para su hegemonía institucional, todavía es pertinente el concepto de crisis socioeconómica y política y, más general, el de crisis sistémica. No en su versión extrema y determinista, como derrumbe o hundimiento del capitalismo y/o del régimen político que abocaría necesariamente a una transformación radical; idea catastrofista e ilusa con poca credibilidad. Sino crisis en su acepción convencional y contingente, con dos rasgos: uno, dificultades de esos sistemas para cumplir su función de garantizar el contrato social y político de bienestar social, igualdad y democracia, con deslegitimación de las élites gobernantes; dos, al mismo tiempo, oportunidad para un relevante cambio (de progreso), mediante la participación cívica y según los reequilibrios de las fuerzas sociales, económicas y políticas. El futuro sigue abierto y en disputa.


¿Quiénes salen de la crisis y quiénes no?

El diseño liberal conservador conlleva la persistencia de gran parte de las desventajas impuestas a la mayoría social por su gestión regresiva y autoritaria de la crisis, cuyos rasgos principales pretenden consolidar, no revertir. Así, la amplia indignación cívica es la base sociopolítica, democrática y ética para mantener la pugna por impedir esa salida ambivalente de ventajas para los de arriba y desventajas para los de abajo; o para transformar ese modelo institucional y de crecimiento con mayor desigualdad de poder y en las condiciones sociales y laborales de las mayorías populares.

En consecuencia, existen algunas mejoras económicas y de empleo respecto del periodo anterior más crítico, pero, al mismo tiempo, mayores desventajas relativas de las clases trabajadoras respecto del poder económico-empresarial. El discurso dominante, primero crecer ―admitiendo la lógica neoliberal― y luego repartir, apenas esconde que el resultado distributivo es más desigual y los niveles de empleo y desempleo están lejos de la época pre-crisis. Es un engaño; los beneficios de la supuesta recuperación económica se concentran en los de arriba y sigue estando peor compensada la mayoría social.

No obstante, entre las capas populares (clases trabajadoras y clases medias estancadas o en retroceso), existe una diferenciación atendiendo a los dos indicadores básicos de poder adquisitivo de sus ingresos salariales y su situación de ocupación o desempleo.

Por un lado, están las personas que experimentan una ligera mejoría económica en los últimos años respecto del inicio de la crisis y, particularmente, del momento más profundo de la misma. Hay dos bloques diferenciados por el estatus inicial y final.

Uno, de situación acomodada, compuesto por un 40% de la población asalariada, o menos del 30% de la población activa (si consideramos a personas autónomas ―con un nivel similar de ingresos― y en desempleo –con un nivel inferior). Tienen relativa estabilidad, cualificación de empleo y estatus de clase media, aunque tengan cierta incertidumbre personal o familiar y en sus trayectorias.

Otro segmento distinto es gente precaria con una mejoría relativa, pero sin salir de una situación crítica. Son, básicamente, los dos millones y medio de nuevas personas ocupadas (con la reducción de diez puntos de la tasa de desempleo) que han pasado del paro a un empleo, normalmente precario, con alta intensidad del trabajo y con salarios reducidos. El número, sobre todo de jóvenes, es algo superior contando con que muchas de ellos están en rotación con el desempleo y la inactividad y en peores condiciones laborales y salariales que las personas empleadas anteriormente. O sea, siguen sin consolidar una trayectoria laboral estable o ascendente. Una parte significativa ha salido del pozo más profundo, pero siguen teniendo un estatus precario de clase trabajadora, aunque menos malo que en sus peores momentos o respecto de otros sectores en descenso.

Por otro lado, está el bloque empobrecido por la devaluación salarial y más subordinado por la imposición del poder empresarial y la precariedad laboral (incluido el temor al desempleo). Es el bloque mayoritario de clases trabajadoras, de más de dos tercios, al que no le ha llegado todavía la recuperación económica, ni siquiera en sentido comparativo con el periodo más crítico. No tienen recortes adicionales, pero continúan en un peldaño inferior y viven el riesgo de prolongar esa situación de lento y continuado deterioro vital.

Hay tres segmentos de la población activa diferenciados por el distinto punto de partida y el nivel de sus retrocesos materiales que al persistir incrementan su gravedad: los 3,8 millones de gente parada (16%), un millón jóvenes, muchos de ellos de forma prolongada y con escasa protección al desempleo; el 30% inferior por ingresos salariales y condiciones laborales, la mayoría jóvenes, sobre los que recaen los ajustes más duros; el otro 30% intermedio de clase trabajadora, con deterioro de su capacidad adquisitiva y en una situación vulnerable.

Además, entre los años 2010-2017 la capacidad adquisitiva de las pensiones ha caído cuatro puntos, por la diferencia entre su congelación inicial, su subida última del 0,25% y la superior inflación. Afecta a nueve millones y medio de pensionistas, también perdedores de los recortes sociales. Pero el impacto mayor de las dos reformas aprobadas por el Gobierno del PSOE (2011) y del PP (2013), suponen una pérdida media de todas las personas activas anteriores, respecto de sus derechos precedentes, de un 20% cada una de ellas, contando con que su implementación es gradual en los años siguientes. Además, frente a la idea oficial de que las pensiones españolas son generosas, la realidad es que la gran mayoría son bajas. La propaganda de los poderes fácticos para evitar su indignación, dividirlos y que abracen la resignación adaptativa no ha sido suficiente para contrarrestar la decidida movilización y apoyo social. De momento, el Gobierno ha admitido un retroceso parcial y reconocido la subida según el IPC (previsto) para los próximos tres años, sin asegurarla en el futuro ni desactivar el resto de ajustes regresivos de ambas reformas.

Por último, hay que hacer mención de la amplia brecha de empleo y salarial entre hombres y mujeres que cobran de media una cuarta parte menos. Solamente añadir la constatación de la existencia todavía de persistentes diferencias en distintos ámbitos laborales y de empleo, por ejemplo, en la tasa de actividad: 64,3% de los hombres y 52,9% de las mujeres.

Pero las diferencias más significativas en las relaciones salariales y laborales son por edad, afectan a la gente joven popular y, en ese sentido, sobre todo a las mujeres jóvenes. Éstas, habiendo conseguido bastante igualdad en los méritos académicos, un cambio de mentalidades y relaciones interpersonales más libres, con un proceso de empoderamiento vital y mayores expectativas profesionales, se enfrentan a un mayor choque con las evidencias de la precariedad laboral juvenil. A ello se añade las todavía persistentes estructuras machistas y discriminaciones de género que amenazan sus trayectorias vitales. No es de extrañar que sean las mujeres jóvenes, con dificultades en sus procesos de inserción laboral y profesional y problemas adicionales de discriminación de género y acoso sexista, quienes hayan nutrido la respuesta popular más masiva de los últimos años, a través de la movilización feminista. Esa nueva marea por la igualdad y la justicia refleja ese profundo descontento acumulado y esa aspiración al cambio en las relaciones laborales y personales más igualitarias, así como una gestión política e institucional (y judicial) más democrática y feminista, superadora también de las insuficiencias de las políticas institucionales de igualdad y contra la violencia machista.

En definitiva, existen dinámicas contradictorias. Aparte de la minoría elitista del 1% a la que le ha ido muy bien con la crisis y los ajustes económicos, hay un amplio sector acomodado de clase media, en torno al 30%, que ha sorteado las peores consecuencias de la crisis económica, de empleo y devaluación salarial, con menor impacto de las políticas de recortes sociales y laborales. Ha encajado, aun con temor, los momentos de mayores incertidumbres personales y familiares y va cobrando confianza sobre la posibilidad de estabilizar su mejor posición comparativa y continuar en esa senda, relativamente ventajosa, en el actual marco socioeconómico. Para ese bloque es funcional el discurso neoliberal de las derechas de continuismo económico, aunque no todos tienen mentalidad liberal-conservadora. Es la disputa principal entre las derechas del PP y C’s, a los que también apoyan otros sectores populares conservadores. Aunque, una parte es, política y culturalmente, progresista y persiste en su oposición a la degradación democrática o su solidaridad con su entorno, tiende a la moderación en los cambios socioeconómicos.

El discurso liberal-conservador, legitimador de las políticas públicas autoritarias y regresivas, no corresponde a la realidad de las mayorías sociales, las clases trabajadoras y parte de las clases medias descontentas.

Por un lado, no es cierto que las ligeras mejorías económicas sean derivadas de las reformas estructurales neoliberales y sirvan para legitimar sus políticas y su gestión. Obedecen, sobre todo, a otros factores externos favorables (expansión monetaria del BCE, control financiero de los intereses de la deuda, inestabilidad de países competidores en turismo, bajo precio de la energía…).

Por otro lado, no es verdad que la mayoría ciudadana esté saliendo de la crisis social y económica. Cada vez más experimenta la consolidación de lo sustancial de la involución social y democrática pasada: prolongación de la mayor desigualdad social, precarización del empleo, reducción de derechos sociales y laborales y proceso gradual de desmantelamiento del actual Estado de bienestar (con un tope al gasto público siete puntos inferior a la media europea).

El impacto en el cambio

El horizonte europeo, según el plan liberal conservador, es: Estado social de mínimos, democracia débil, subordinación de las clases populares al poder económico-empresarial, neutralización del descontento social y la indignación cívica, así como contención de la activación popular y la capacidad representativa y relacional de las fuerzas progresistas. No es un proceso de reversión del estatus social y político de las mayorías ciudadanas previo a la crisis y la ofensiva neoliberal, al menos para el sur europeo.

Ese plan normalizador, compartido por el bloque de poder europeo dirigido por Merkel, con la colaboración del SPD y Macron, tiene un grave problema: la deslegitimación cívica, especialmente en el sur europeo, derivada de la insatisfacción de las demandas populares y la persistencia de una amplia cultura democrática y de justicia social. Y para imponer su modelo político y económico deben contrarrestarla. En ello están, apoyándose en los condicionamientos y presiones de los populismos de derecha extrema, xenófobos y autoritarios.

En ese sentido, la socialdemocracia, cuyas direcciones mayoritariamente (y salvo excepciones como en el caso portugués o británico) han colaborado con esa estrategia dominante, está en una gran encrucijada con dos opciones por delante: Abrazar la operación gran centro y el continuismo económico y político, manteniendo solo una ligera retórica progresista con poca credibilidad; o bien, mantener una política de reformas igualitarias y democráticas con alianzas de progreso. Su decisión va a definir su futuro, así como influir sobre el ritmo y las condiciones del cambio.

Las fuerzas alternativas tienen un gran reto: definir y consolidar un proyecto de cambio con un fuerte perfil social, vinculado a los problemas y percepciones de la mayoría social y estimulando los procesos de indignación social y activación cívica. El sujeto sociopolítico no se construye solo o principalmente por el discurso de una élite política o ilustrada. Se conforma a través de la experiencia relacional y la articulación popular en el conflicto social y frente a las relaciones de poder, desigualdad y subordinación.

La representación política y la gestión institucional progresistas deben estar interrelacionadas con la actividad de movimientos sociales, grupos populares y tejido asociativo, con una vinculación y arraigo entre la gente, con una democracia participativa. La pugna por el tipo de modelo social europeo y una construcción equilibrada e integrada está abierta. La soberanía popular y la diversidad nacional se deben articular con un horizonte de cambio europeo, basado en una ética universalista de los derechos humanos, unas relaciones económicas y políticas democráticas y solidarias y un sistema de co-soberanías y gobernanzas multinivel. Existen posibilidades para avanzar en un cambio de progreso. Debe partir de dos ejes centrales de la cultura progresista europea: igualdad (o justicia social) y libertad (o democracia). Es decir, una democracia social y económica avanzada y participativa, en una Europa más justa y solidaria.

 

[Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de El populismo a debate (ed. Rebelión)]


29/5/2018




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