Una tragedia que es nuestra, no de “ellos”.
Europa ante los refugiados.
Javier de Lucas
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política
en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de
Valencia
El de los refugiados no es un problema de otros. De él cabe decir, con
Horacio, mutato nomine, de te fabula narratur: basta con que sustituyamos
los nombres de los protagonistas y veremos que esta historia
habla de nosotros mismos. Europeos (españoles) fueron las decenas
de miles de personas que al fin de la guerra civil huyeron de España
buscando un lugar seguro que no encontraron en la mayoría de los
casos en tierras europeas, sino en Chile, Argentina o México; europeos
los centenares de miles para cuya protección se creó, tras la II
Guerra Mundial, el Convenio de Ginebra de 1951. Más recientemente,
europeos fueron los refugiados que llegaron a Austria, Alemania y
otros países también europeos huyendo de la espantosa guerra de los
Balcanes.
Ahora no son europeos, sino sirios, afganos, iraquíes, quienes, en su
huida de la guerra, tratan de alcanzar esa Europa que sueñan como
tierra de asilo, si bien la inmensa mayoría de ellos se quedan en los
países limítrofes. La respuesta europea ante esta que solemos llamar
“crisis de refugiados”, conduce más bien a una crisis tan profunda de
la propia Europa que justifica que podamos hablar de “naufragio de
Europa”, un Waterloo moral, jurídico y político, parafraseando a Cécile
Duflot. Europa ha tratado esta crisis desde la perspectiva unilateral
y egoísta de su propia seguridad y beneficio, de la lógica de orden público
y defensa y de la minimización de los costes, pues los derechos de
los refugiados son analizados en esos términos económicos que llevan
a soluciones de copago, como las adoptadas por el Parlamento danés.
Los propios refugiados –los pocos que llegan a conseguir ese status en
territorio europeo– han de sufragar el coste que supone un derecho, el
de recibir asilo, cuyo reconocimiento y garantía efectiva se les regatea
como en un bazar. En definitiva, Europa parece encaminarse hacia el modelo australiano,
que anuncia a refugiados e inmigrantes que pierdan toda esperanza si
tratan de llegar a sus puertas. Como consecuencia de esa lógica de cierre,
Grecia puede acabar convirtiéndose en una suerte de “pudridero”,
peor incluso que un contenedor, ante la obsesión de los gobernantes
europeos (y no sólo de los del grupo de Visegrad5) por salvar a toda
costa las fronteras internas y “detener” a la marea de inmigrantes y
refugiados que tratan de llegar a Europa desde las costas turcas. Para
terminar de perfilar ese mensaje de emergencia, se ha pedido ayuda a
la OTAN que, como es sabido, no es una ONG dedicada al salvamento
y rescate de náufragos (como sí lo son MSF y las ONGs y voluntarios
que tratan de actuar en esas islas griegas). Su secretario general, Stoltenberg,
ha dejado claro que sus barcos y aviones estarán en el Egeo
para colaborar con FRONTEX en el control y monitoreo del tráfico
“ilegal” y que, si tienen que intervenir ante un naufragio, devolverán
a los rescatados a territorio turco. Externalizar, es la palabra: se trata
de que los ojos europeos dejen de ver la tragedia en nuestro territorio
y así el corazón de los europeos podrá ocuparse de otras cuitas. Y ello
aunque sea al precio de 3100 millones de euros, los que le paga la UE
al poco fiable Erdogan, para que cumpla como poli malo. O sea que,
por si fuera poco riesgo la odisea de huir de sus hogares para ponerse
a salvo, los vecinos europeos, en lugar de despejar alguno de los obstáculos
para poder siquiera plantear su demanda de reconocimiento de
un derecho de asilo, la complicamos hasta lo imposible.
Basta con pensar en dos cifras y una imagen para hacer balance de la
política migratoria y de asilo europea. Las cifras, a 30 de diciembre
de 2015, son estas dos: 3571 y 272. La primera, menos precisa, es la
que manejan tanto Organizaciones internacionales como ONGs, respecto
a las personas muertas en el Mediterráneo a lo largo de 2015,
en su intento de ganar las costas del sur de Europa. La segunda, es
el número de solicitantes de asilo que se ha conseguido reubicar en
territorio europeo en esta fecha, después de casi ocho meses de propuestas,
agendas, negociaciones y proclamas de los Estados europeos,
de la Comisión, del Consejo Europeo. Recordaré que la primera medida
urgente que avistó la Comisión Europea era descargar a Italia y
Grecia de la presión que vivían y viven estos dos países europeos que,
por razones geográficas, son la primera tierra de llegada de los refugiados,
sobre todo de los que huyen de Siria, pero también de Afganistán, Eritrea y Mali. De todas esas personas y más concretamente, de los
106.000 que se contaba reubicar desde esos dos Estados de la frontera
mediterránea (el caso español es incomparablemente menos grave),
hemos realojado a 190 provenientes de Italia y a 82 de Grecia. Un dato
más. Nuestro país o, por mejor decir, el Gobierno español del Sr Rajoy,
puede presentar un récord para la vergüenza, porque sólo ha creado
50 plazas de las 9360 comprometidas como reubicación y, de hecho,
al cerrar 2015, sólo se había realojado a 18 personas, provenientes de
Italia. Hablo del mismo Gobierno que no ha encontrado tiempo en
cuatro años (tampoco lo tuvo el Gobierno del sr. R. Zapatero en dos)
para aprobar un Reglamento para la ley orgánica de asilo de 2009, una
tarea que sigue en el congelador, como si no tuviera nada que ver con
la tan traída y llevada emergencia de refugiados.
Pero hay un segundo argumento que no quiero dejar de recordar y
en el que ha insistido con mucha claridad Sami Naïr. Me refiero a la
relativización del significado social y político de la situación de los refugiados.
Para ilustrarlo, apelaré a la imagen que sin duda estará en
la retina de cualquiera que lea estas líneas y que significó un punto de
inflexión en la opinión pública internacional. No lo habían logrado los
informes, recomendaciones y denuncias de ACNUR, ni de las ONG
con experiencia y capacidad de propuesta como CEAR, ACCEM, Cruz
Roja, SRJ, MSF o Migreurop. Tampoco los informes y recomendaciones
de la Agencia Europea de Derechos Fundamentales, ni la elocuente
resolución 250/2015, The Human Tragedy in the Mediterranean:
inmediate Action needed, de la Asamblea Parlamentaria
del Consejo de Europa, ni el propio Parlamento Europeo. No. Fue una
foto tomada por la periodista turca Nilufer Demir, la del niño Aylan
Kurdi (junto a él perecieron un hermano, su propia madre y al menos
12 personas), cuyo cadáver se recuperó el 2 de septiembre de 2015 en la
orilla de la playa turca de Ali Hoca Burnu, en la península de Bodrum,
tras haberse ahogado en el intento de alcanzar la isla griega de Kos,
como paso intermedio para marchar a Canadá. La imagen de un niño
vestido como cualquier niño europeo y que no aparece entre las ruinas
de la guerra siria sino en una playa turística de Turquía, distribuida
por la agencia DHA, provocó un debate de gran alcance internacional.
Cualquier padre, todos los padres (reconocía el primer ministro Cameron)
se sentía directamente interpelado. Ese impacto pareció acelerar
la exigencia de la opinión pública europea a sus gobernantes para
que hicieran algo concreto y pesó sobre el debate del estado de la Uque presentó el Presidente Juncker el 9 de septiembre. Los ciudadanos
tomaban las riendas de la política ante la indignante inanidad de
sus gobernantes y se movilizaron para presionar, consiguiendo cierto
éxito en los niveles municipales y regionales de las administraciones
de algunos Estados miembros, las más próximas a ellos. Así, la iniciativa
de ciudades refugio de buen número de ayuntamientos españoles,
que arrancó desde Barcelona, o las declaraciones como Comunidades
de Acogida por parte de los gobiernos de Uxue Barkos en Navarra y el
de la Generalitat Valenciana del PSPV y Compromis en Valencia. Sin
duda, el papel de aquellos medios de comunicación que no dejaron
nunca de informar sobre la crisis de los refugiados y sacaron a la luz
documentos, tomas de posición y críticas de expertos y ONG, fue importante
en ese giro.
Ante esa “marea solidaria”, la UE, la Comisión Europea, el Consejo
Europeo y los gobernantes de todos los Estados europeos trataron
de movilizarse a su vez. Incluso los más reticentes, como Cameron y
Rajoy, se prestaron a declaraciones que parecían dar su brazo a torcer,
promoviendo así episodios que dejarían en ridículo el hablaescribe
de Orwell. Ahí está la “maldita hemeroteca” para recordarnos
los disparates que habían sostenido durante muchos meses severos
ministros como Teresa May del gobierno Cameron, o los Fernández,
García Margallo y Saez de Santamaría, del Gobierno Rajoy, convertidos
súbitamente en denodados defensores de todo refugiado que aparezca
en el horizonte. Sin embargo, esa primera exigencia en términos
de urgencia no ha llegado a concretarse en acuerdos obligatorios para
los Estados miembros en términos de cuotas de acogida y reubicación
de refugiados en los meses siguientes, hasta esta navidad. Sobre todo,
se vivió la frustración de esa ventana de esperanza a la que aluden
los versos de Hölderlin que nos anuncian que donde crece el peligro
ahí aparece la salvación, de los que se ocupara genialmente Heidegger
en su Y para qué poetas, en Caminos del bosque. Para ello, los
europeos deberíamos haber sido capaces de sentar las bases de un
cambio profundo en las políticas migratorias y de asilo, un cambio
que exige repensar de raíz el sistema Schengen y el entramado de Reglamentos
de Dublín. Pero, sobre todo, tiene que comenzar por actuar
en las raíces de los desplazamientos forzosos de población que ahora
denominamos “flujos mixtos”, esto es, en los fenómenos que obligan a
refugiados y a la mayoría de los inmigrantes a abandonar sus hogares,
sus países. ¿Cómo olvidar la incapacidad de las potencias occidentales
para detener la masacre en Siria, mientras sus industrias de
armamento obtienen beneficios con las ventas a las partes
en conflicto, a través de Arabia Saudí? ¿Cómo dejar de evocar
la responsabilidad de empresas transnacionales que saquean recursos
en África y pagan fuerzas paramilitares? ¿Y el cinismo de los países
donantes que incluyen en su capítulo de cooperación al desarrollo la
obligación de adquirir armamento de sus empresas nacionales? ¿Cómo
olvidar que buena parte de las políticas de ayuda al desarrollo van a
parar a las cuentas corrientes de los sátrapas y élites corruptas en
paraísos fiscales, con absoluta complicidad de los donantes? ¿Y
qué decir del saqueo de cerebros o el mercadeo de mano de obra
especializada o no en que consiste en la práctica buena parte de los
instrumentos de política migratoria europea? Si no olvidamos eso,
podemos tratar de diseñar otras políticas migratorias y de asilo que no
incluyan instrumentos de violación de los derechos humanos como los
CIE repartidos por toda la UE, las concertinas que ahora exportamos
a Hungría, las devoluciones en caliente y demás lindezas en las que
se ha empleado a fondo tantos Gobiernos europeos, y no sólo los del
“grupo de Visegrado” (Hungría, Polonia, Chequia y Eslovaquia), sino
los nuestros, como los Gobiernos Cameron, Hollande y Rajoy.
Lo cierto es que Europa vive un momento crucial. Un periódico tan
poco sensacionalista como Le Monde acaba de publicar un dossier sobre
la crisis de los refugiados en el que utiliza titulares como “muerte
clínica de Europa”: “Europa se desintegra, se disloca, se deconstruye”.
Y vaticina que, salvo milagro, los historiadores fecharán en estos meses
de 2016 el comienzo de la descomposición del proyecto europeo.
En el mismo sentido se han pronunciado The Guardian o Suddeutsche
Zeitung. Los políticos europeos nos transmiten que Europa se
encuentra ante un dilema: mantener el espacio de libre circulación y
comercio o contener a los refugiados fuera de nuestras fronteras europeas.
Pero eso es un falso dilema. Porque es tanto como decirnos que
el precio que hay que pagar por mantener ese espacio de prosperidad
privilegiada es no cumplir con nuestras obligaciones internacionales
respecto a los derechos de los refugiados que nos hemos comprometido
a reconocer y garantizar, al ratificar los Convenios de Derecho
internacional de refugiados y de Derecho internacional del mar. En
realidad, que se nos plantee esa disyuntiva significa el fin de Europa
como proyecto político sujeto al imperio del Estado de Derecho. Como también se ha dicho, el hecho de que los iconos que abundan hoy en
los media sean muros/vallas, trenes y campos de internamiento, nos
hace retroceder a lo peor de la memoria europea. Frente a eso, todo
esfuerzo ciudadano es poco. Ojalá que el que despliegan ciudadanos y
organizaciones como la APDHA y que se recoge en el presente informe
de 2015 sirva de contagio a todos los europeos.