SEGÚN el el Diccionario de la Lengua Española, la palabra paripé viene del caló y tiene varios significados. En un principio quiere decir trueque, cambio de una cosa por otra. Además, se usa para describir una conducta fingida, simulada o, sencillamente, hipócrita. También hacer el paripé vale tanto como darse tono o presumir.
Salvo en esta última acepción, la reforma constitucional emprendida por el PSOE y el PP puede comprenderse como un inmenso paripé seguido en el ámbito foral y de modo servil por la UPN. Pues queda claro que no hay nada de lo que presumir y que no es precisamente para darse tono esa humillación y rebaje de la soberanía política española (y no digamos de la navarra, si existiere) ante Angela Merkel y compañía, los mercados y quienes detentan el poder financiero de este convulso mundo.
Tampoco es para darse pote -como lo hace la UPN- ese empeoramiento del fuero que lleva consigo esta reforma, por razones que han repetido suficientemente estos días los defensores parlamentarios de los autogobiernos vasco, catalán y gallego en las Cortes españolas. Si la futura ley orgánica que desarrolle la reforma, como se afirma por unos y otros, va a ceñir la deuda de las comunidades autónomas al 0,14% del PIB y la de los ayuntamientos al sacrosanto déficit cero, poco hay que decir -más bien nada- de los derechos históricos ni del fuero en absoluto amejorado, sino, más bien, se ha de hablar de unas abusivas normas impuestas por poderes foráneos de allende los Pirineos.
Ahora se comprenderá la hipocresía -otro paripé cotidiano- de los partidos que por estas tierras se llaman a sí mismos constitucionalistas. Que son, precisamente, los que dan la espalda a la Constitución que tanto invocan, a esa norma que asegura -la pobre- que la soberanía proviene del pueblo, del cual emanan -nada menos- que todos los poderes del Estado (art. 1.2 de la Constitución española).
Para más inri, este procedimiento elegido por el bipartidismo ejerciente y la genuflexa UPN se salta a la torera el procedimiento prescrito -que no aconsejado- por la Constitución. En efecto, y según su art. 168: a) se trata de una reforma parcial del texto mencionado; b) que concierne, entre otros apartados, al Título Preliminar de la misma y, consecuentemente, exige un referéndum; c) porque ese mismo Título comienza con la aseveración siguiente: "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho…" (art. 1.1); d) un Estado social, que no está ahí de adorno, al que el déficit económico fijado por ley toca en su línea de flotación.
Quien dijere que el Estado social no se ubica en el Título Preliminar de la Constitución, o que el déficit económico nada tiene que ver con las políticas de dicho Estado social ni con su principio estructurante, esgrimiría razones perfectamente ajenas al orden y al sistema constitucional español.
Por otro lado, el pavor al referéndum -que seguramente perderían los partidarios de la reforma- revela hasta qué punto desconfían esas fuerzas políticas de la soberanía popular (¡menudos constitucionalistas los que así se autodefinen por estas tierras!).
Políticamente, y de modo un tanto rudimentario, se dice que se trata de fijar unos límites a la deuda pública para que, en ese lenguaje de descolorido ábaco o de las cuentas de la vieja que manosean los medios audiovisuales (apretarse el cinturón, hacer más con menos...), los gastos no superen los ingresos. Cosa con la que todo el mundo está de acuerdo, porque si los gastos crecen y no hay ingresos, la quiebra es inminente y total, ya sea en el Estado, en un bar de copas o en la casa de cada quisque. Pero lo que en realidad se pretende no es eso, como lo ha estudiado muy bien el economista Gabriel Flores en www.pensamientocritico.org del pasado día 2 de este mes (reproducido por www.solidari.es), sino la instauración de un criterio neoliberal, la famosa regla de oro de Merkel y Sarkozy, que tiene como fin exclusivo no la unidad económica europea, ni su gobierno político (gobernanza en la jerga de los medios de comunicación), ni la necesaria implantación del federalismo fiscal europeo, ni la mutualización de recursos y garantías, ni los famosos eurobonos, sino el menosprecio de los gastos públicos de carácter social y el vilipendio generalizado del Estado social (o del bienestar como se le suele llamar), que es el encargado de corregir las desigualdades de toda sociedad civil que se precie de tal nombre.
Un economista portugués con muchas horas de vuelo, António Avelâs Nunes, ha publicado hace poco un brillante opúsculo en defensa del Estado social, que lleva el documentado e irónico título de As voltas que o mundo dá… (Avante!, Lisboa, 2010). Para, con el coraje intelectual que tanto se echa en falta por estos pagos, no admitir que las doctrinas de Keynes son algo pasado de moda o un conjunto de subvenciones patrocinadoras del cheque bebé o, como lo presentan las habituales tertulias radiadas y televisadas, una suerte de actividades artísticas improductivas financiadas por el Estado (cuyo manido ejemplo es el del cine español). No, porque si se estudian las doctrinas keynesianas, se puede interpretar correctamente el desastre actual y su parálisis económica, tal y como lo hace Avelâs Nunes (p. 210): "Los hechos dan la razón al viejo Keynes, que hace más de 50 años advertía de los peligros de paralización de la actividad productiva como consecuencia del aumento de la importancia de los mercados financieros y de la finanza especulativa".
Por supuesto, Keynes no es la Biblia en pasta y, como cada cual, tuvo sus errores. Pero él representa la modernidad, la actualidad, en tanto que Adam Smith y sus libérrimos mercados, sus fluctuantes intereses de tenderos y carniceros, son el símbolo de las antiguallas; estéticamente, algo así como una cornucopia dieciochesca, que es del mismo tiempo cuando se ideó la economía política inglesa. Contra la evidencia, aquí lo que se quiere es tropezar dos veces en la misma piedra; se exige nada menos que el rango constitucional para el pensamiento del conjunto de los economistas (no incluyo a profesionales como G. Flores o nuestro agudo J.C. Longás), que han arruinado el mundo actual: menos Estado, menos pensiones, menos educación para todos (lema también del consejero Iribas), menos sanidad pública y más privatizaciones o -esto ya se dice menos- más libertad de mercado. Para que estos mercados, la famosa mano invisible de Adam Smith, se cierre en torno a nuestros pescuezos y se produzca la situación de asfixia económica que ya padece una buena parte de nuestra sociedad.
Si a alguien se le ocurriera proponer que se fabricase una reforma constitucional para incluir el pleno empleo como finalidad preferente de los poderes públicos españoles, seguramente el sistema y sus medios le llamarían perroflauta, le condenarían al ostracismo o a caminar por nuestras calles desnudo con un barril como Diógenes. Aunque, en realidad, no haría nuestro Diógenes más que proponer un criterio económico tan unilateral y discutible como la regla de oro de Sarkozy/Merkel. Y las constituciones no están para amparar semejantes ocurrencias, por muy económicamente potentados que sean los caletres de quienes las imaginaron.
Catedrático de Filosofía del Derecho, - Viernes, 9 de Septiembre de 2011