Tras cuatro años de graves problemas económicos, endurecimiento de políticas neoliberales, reactivación de las ideologías dominantes y ajustes sin fin, me ha parecido necesario un cambio de título. Estamos en una profunda depresión, no sólo económica sino también de las aspiraciones sociales. Más o menos como un Titanic con una capitanía inútil, inmoral y desnortada, con una primera clase tratando de salvarse a costa de la segunda y tercera clase, con la destrucción de valiosos instrumentos de salvación.
Puedo equivocarme, pero todo apunta a que estamos ante una de las más graves y sostenidas depresiones de la historia del capitalismo. Y una depresión de las expectativas emancipadoras, por más que no falten las movilizaciones. De la depresión se puede salir, pero ello exige un cambio completo de formas de hacer. Y ahí es donde las movilizaciones de rechazo pueden jugar un papel crucial si consiguen elaborar una buena propuesta de acción, unas buenas ideas y una capacidad de penetración cultural, de las que hasta el momento ha carecido la crítica al capitalismo existente.
Este modesto cuaderno no aspira sino a participar de esta tarea colectiva tratando de aportar puntos de vista en este necesario diálogo alternativo.
La imposición del presupuesto equilibrado: diktat, dogma y proyecto social
I
La contrarreforma constitucional aprobada de tapadillo por el PSOE y el PP merece figurar como un capítulo añadido en una próxima reedición del libro de Naomi Klein La terapia de schock. Una reforma del derecho económico impuesta sin debate social previo, forzando los márgenes de la legalidad, negándole a la población la posibilidad de opinar (no vaya a ser que cundiera la “gripe” islandesa) dice poco de la calidad democrática de nuestras instituciones. De hecho ha sido el mismo Rodríguez Zapatero quien se ha encargado de explicar que se trata de una demanda externa, de los mercados y de entes más corpóreos como Trinchet y Merkel, quienes le han empujado a realizar un nueva voltereta (y de paso segar las escasas posibilidades de credibilidad socialdemócrata que podía presentar su partido). La referencia a los mercados siempre resulta útil, por cuanto apunta a un poder incorpóreo, difícil de aprehender, aunque todos sabemos que detrás de los mercados están los grandes grupos financieros y los intereses de la reducida masa de millonarios que controlan el mundo como una finca particular. Pero no está claro que los mercados hayan hablado para exigir esta medida concreta. Al fin y al cabo la deuda pública siempre ha constituido un negocio para los grandes inversores y no parece que el plazo en el que la propuesta va a ser operativa vaya a ser lo suficientemente corto como para disipar lo que de verdad puede preocupar a los grandes inversores: si el país va a ser o no capaz de pagar en plazo adecuado los intereses de su deuda o sí, por el contrario, puede colapsar en alguna variante de suspensión de pagos.
Es evidente que todo lo que sea limitar el poder del estado agrada a los grandes especuladores, pero más bien parece que el “diktat” tiene ahora un origen político: el de las autoridades europeas y, más especialmente, el de Alemania. La construcción de la Unión Europea siempre se ha desarrollado bajo la hegemonía alemana que, frente a los países periféricos (los del Sur y el Este), ha adoptado más una orientación neoimperial que una propuesta inclusiva. Que la Unión Europea tenga estructuras comerciales y monetarias unificadas, pero que esté ausente todo proyecto de unión fiscal y de creación de un verdadero suelo de derechos comunes tiene mucho que ver con la visión estratégica de restringir los costes y los riesgos de los principales promotores del invento. Ahora no se esta avanzando en la creación de un verdadero sistema fiscal sino en imponer unas reglas a la periferia para que no ponga en peligro la estabilidad del euro. Precisamente cuando la realidad muestra la debilidad estructural del modelo que se impuso para alcanzar la estabilidad monetaria. En lugar de repensarlo, las elites europeas tratan de imponerlo sean cuales sean los costes sociales que generen. Y en lugar de defender nuestros intereses las direcciones de los dos grandes partidos españoles actúan como verdaderos delegados del poder central. Algo especialmente patético en un PSOE en crisis que lo único que parece mantener es su tradicional centralismo democrático cuando se trata de defender una demanda que viene del imperio (el apoyo unánime a esta reforma repite el mismo modelo de actuación de otras coyunturas parecidas: referéndum de la OTAN, guerra del Golfo...).
II
El “diktat” alemán no obedece a un solo dogma, es más bien una combinación de ideas compartidas que atraviesan todo el período reciente. Hay sin duda mucho de dogmática neoliberal, de “nueva macroeconomía” que ha sacado el pleno empleo del objetivo central de la política para concentrarse en el control de la inflación y en la liberalización del mercado. Un enfoque económico que sospecha de la democracia pues considera que las demandas electorales conducen al “crecimiento excesivo de lo público” (convencimiento típico de los sectores más radicales de la derecha norteamericana que tratan de coartar la acción pública por medio de corsés institucionales, pero del que también sabemos mucho en España, no sólo en el ámbito económico sino en otros como el de los blindajes a la Corona, a la Iglesia Católica, o la memoria histórica...).
Pero hay también mucho de la visión alemana. Empezando por la obsesión por el control de la inflación al coste que sea. Una obsesión nacida según muchos de la traumática experiencia de la hiperinflación posterior a la I Guerra Mundial que condujo a la quiebra de la banca alemana. Una obsesión que ha jugado un papel importante en el diseño de la unificación alemana (con un altísimo coste para el empleo en el territorio de la antigua RDA), en el Tratado de Maastricht y en las políticas de los noventa (que muchos analistas consideran responsables del elevado desempleo europeo), y que ha seguido aplicando el Banco Central Europeo por ejemplo con los desatinados aumentos del tipo de interés en 2008 y 2011.
La obsesión por el gasto de los países periféricos es de un talante parecido. El convencimiento en las elites, y parte de la población alemana, de que la periferia europea es poco fiable, poco productiva (algo que desmienten por ejemplo los costes unitarios de las fabricas automovilísticas de capital alemán en España) y que hay que atar en corto a unos gobiernos dados al gasto superfluo, al despilfarro y a la economía sumergida. Una creencia que es insensible al hecho de que el peso del gasto público es en varios de estos países claramente inferior al alemán (en porcentaje del PIB), o que no toma en consideración el papel de demanda (y de mano de obra barata) que aporta esta periferia al éxito alemán y que ignora la complejidad del proceso que ha acabado de generar este déficit.
Aplicar el dogma del recorte hasta el final tendrá sin duda costes enormes para la población de los países implicados, pero puede también generar un efecto “boomerang” en la medida en que este ajuste se traducirá en una pérdida de dinamismo económico. Un estancamiento que puede provocar tanto mayores problemas monetarios como un freno al crecimiento de las propias exportaciones alemanas. Los dogmáticos suelen ser miopes a la hora de prever las consecuencias de sus acciones. Los que se pliegan a sus visiones y no las discuten contribuyen a reforzar su insensibilidad.
El dogma del presupuesto equilibrado parte de una visión de “sentido común” que al final puede resultar peligrosa. El sentido común consiste en que lo que se compra se debe pagar y en que el endeudamiento excesivo puede resultar peligroso. Parece más razonable que hacer una política fiscal sensata para evitar caer en la trampa de un excesivo endeudamiento. Los problemas vienen cuando este dogma no tiene en consideración dos cuestiones:
Una tiene que ver con las inversiones, aquellos gastos que deben realizarse a corto plazo a cambio de beneficios monetarios o sociales a largo plazo, como una determinada infraestructura o la inversión en políticas educativas. En este caso un presupuesto que prevé un déficit a corto puede tener sentido. Otra cosa es la de diferenciar claramente lo que es o no una inversión y si siempre cualquier gasto en inversión va a resultar socialmente beneficioso (y es evidente que hay despilfarro público en muchas de las inversiones que se consideran básicas, como han puesto de manifiesto debates como el del Plan Hidrológico, los planes nucleares etc.).
La otra cuestión la puso en evidencia el keynesianismo. Las economías capitalistas tienen siempre el peligro de generar desempleo porque los detentadores de riqueza monetaria no generan gasto que garantice pleno empleo. Ello es sobre todo debido a la combinación de la concentración de la riqueza, la descoordinación de las acciones privadas (generadoras de procesos de sobreinversión sectorial como la ocurrida en la vivienda) y la incertidumbre que afecta a todo el proceso inversor. Cuando existe desempleo masivo la única forma de reactivar la actividad económica es por acciones públicas masivas. A corto plazo estas generaran inevitablemente déficit pero su impacto en el empleo reactivará la actividad y mejorará la propia situación del mercado. También un aumento coordinado de salarios podría tener un efecto parecido si reactivara el gasto global. El problema es, desde el punto de vista de la derecha, que estas políticas conceden demasiado protagonismo a la política democrática, generan el riesgo de una redistribución de la renta (via crecimiento futuro de los impuestos, inflación, o aumento salarial) y son los que precisamente se propuso liquidar el neoliberalismo.
Constitucionalizar el presupuesto equilibrado tiene mucho de teatro político, de valor simbólico más que operativo. Pero constituye también un cortafuegos para evitar la tentación de adoptar políticas keynesianas que cambien el equilibrio de poder económico.
III
Equilibrar el presupuesto puede hacerse actuando sobre los gastos y sobre los ingresos. En teoría una sociedad que optara por un amplio desarrollo de la provisión pública de servicios y políticas redistributivas ambiciosas podría equilibrar su presupuesto con un aumento de los impuestos. Es en parte lo que tiene lugar en los países escandinavos. Formalmente es cierto que un equilibrio presupuestario no debería atentar a los derechos sociales (si se olvida el fallo macroeconómico del mercado al que me he referido en el apartado anterior y que justifica presupuestos desequilibrados para alcanzar pleno empleo). Pero es evidente que las mismas fuerzas que propician el dogma del equilibrio son las que llevan años trabajando por desmantelar la progresividad de los impuestos y la centralidad de las provisiones públicas. No hay más que ver la contumacia y rotundidad en negar la apertura de cualquier debate sobre la introducción de nuevos impuestos.
Es evidente que gran parte de los problemas fiscales que padecen países como España son el resultado directo de la caída de los ingresos provocada por el colapso de la burbuja inmobiliaria, y de los tímidos intentos de políticas expansivas puestos en acción al principio de la crisis. Pero es también el producto de una serie de reformas fiscales, iniciada en los últimos años del gobierno de Felipe González, que han erosionado crucialmente la capacidad recaudatoria (eliminación fáctica de impuestos —I.A.E., Patrimonio, Sucesiones, Donaciones—, recorte de los tipos —Sociedades, IRPF— y desgravaciones generosas). El dogma del presupuesto equilibrado se complementa con el de no subir los impuestos a los ricos, lo que abre la puerta a la única vía de los recortes del gasto e impide la expansión de los servicios públicos.
La economía de bajos impuestos y gastos es una economía de elevadas desigualdades sociales, servicios públicos demediados y, al menos en teoría, amplio espacio para el desarrollo de un capitalismo de servicios privados. No podemos perder de vista que se trata de un proyecto que puede resultar atractivo para ciertos sectores sociales. De una parte el sector de capas medias altas que nunca ha confiado en los servicios públicos y que ha sido socializado en el convencimiento que sus relativamente altos ingresos son la mera contrapartida a su mérito personal. No se trata sólo de empresarios sino también de esta alta capa de población que ha salido exitosa del selectivo proceso educativo y ha logrado alcanzar un cierto estatus profesional. Tanto los discursos sociales del capital humano, de los emprendedores y la calificación, por un lado, como los de la dependencia, la corruptela, el fracaso con que se pretende justificar la pobreza, por el otro, constituyen el cemento cultural en el que se construye la legitimidad de la desigualdad y el estado mínimo. Pero es también un discurso que permea a parte de las víctimas, personas sujetas a bajos salarios, empleos semiinformales para quienes la regulación y las subidas de impuestos constituyen una amenaza a corto plazo a su “modus vivedi”. Creo que en este magma social es donde la derecha alcanza su hegemonía, aun en sectores obreros (añadiendo claro está el tema de la inmigracion y el racismo siempre tan irracional y manipulable). El modelo de referencia lo podemos encontrar en Latinoamérica, en países con estados sociales anémicos, desigualdades insoportables y democracia demediada. Hacia ahí nos conduce la vía del estado mínimo. Pero para eludirla hace falta no solo una movilización inmediata, sino también un trabajo sostenido que rompa estos mecanismos de legitimación del proyecto conservador.
IV
Hay muchas y buenas razones para oponernos a la última ocurrencia de nuestras elites políticas: por democracia, por antiimperialismo, por racionalidad económica, por equidad, por deseabilidad social. Lo único que posiblemente no tengamos es tiempo, el poder una vez más ha impuesto el suyo. Persistir en la crítica es esencial, pero hay que pensar en otras cosas. Empezando por negar el voto a todos aquellos que han realizado un nuevo ejercicio de insensatez y desprecio democrático.
Huracanes financieros, agencias de calificación, problemas estructurales y políticas insensatas
I
Hacer el acta de la crisis actual resulta a estas alturas tedioso. Llevamos meses con una sucesión continuada de debacles bursarias, aumentos de los tipos de interés de la deuda pública y planes de ajuste. Para el saber económico convencional quizás resulte paradójico que los mercados no reaccionen al alza en respuesta a la seriedad de las autoridades a la hora de aplicar planes de ajuste, que los capitalistas no se decidan a invertir ahora que se han desmantelado gran número de derechos sociales, que los Estados (las elites políticas) hayan dado una y mil muestras de renuncia a cambiar el statu quo.... Lo que ocurre es que el funcionamiento económico es más complejo e impredecible de lo que suponen los modelos estándar (esos que se enseñan como verdades indiscutibles en la mayor parte de facultades de Economía del planeta). El comportamiento de los mercados financieros siempre ha constituido un elemento desestabilizador del sistema económico y en las últimas décadas la nueva arquitectura financiera no ha hecho sino acrecentar sus impactos al dotar al mercado financiero de un arsenal de mecanismos especulativos inusitado.
La financiarización de la economía ha sido el resultado de un complejo conjunto de cambios: liberalización de los movimientos de capitales —lo que les permite una enorme movilidad—, transformación de las instituciones financieras —eliminando gran número de sus limitaciones de acción diseñadas como mecanismo de cortafuegos frente a sus tendencias a tomar excesivos riesgos—, creación de un sinfín de mecanismos financieros que permiten la especulación más insensata —derivados, seguros de riesgos, opciones de compra... — y el menor control público.
En esta nueva arquitectura financiera tienen su papel las agencias de calificación que recientemente se han presentado como los malos principales del desaguisado, pues se considera que han sido sus informaciones incorrectas las que han propiciado en unos casos las burbujas hipotecarias (al dar por fiables la situación de las entidades financieras que corría un riesgo excesivo con sus créditos hipotecarios) y en otros la actual crisis de la deuda pública (al exagerar los problemas de solvencia de determinados países). Que las agencias de calificación son poco fiables se sabe al menos desde la crisis del sudeste asiático en 1997 y de Enron en 2002. En estos casos se hicieron patentes dos de sus fallos sistémicos: la carencia de una información fiable sobre la situación real de las empresas y el hecho que califican a quien les paga por ello (y por tanto existen numerosas posibilidades de colusión entre los intereses de calificado y calificador). También se reconoce el peligro de colusión con grupos financieros interesados en manipular el mercado. Los peligros son tanto de malas acciones deliberadas como de mera incapacidad. Son claramente uno de los actores cuestionables y responsables del marasmo financiero en el que nos han metido. Pero centrar el ataque en su papel corre el riesgo de que nos centremos en un actor de la obra y perdamos de vista que lo primero que ha de cambiar es el guión y la dirección.
La actual oleada especulativa sobre las monedas se ha visto alentada por las sucesivas calificaciones negativas que han anunciado las agencias. Pero no hubiera sido posible si las reglas del juego financiero no lo hubieran permitido. Si, por ejemplo, no funcionara toda la estructura de seguros de crédito (CDs) que permite a un especulador asegurarse de sus pérdidas en divisas sin tenerlas o que permiten especular a crédito mediante las operaciones a corto. Regular el sistema financiero es urgente y se debe hacer contemplando un conjunto de medidas básicas. Algunas están claramente apuntadas por los movimientos críticos más activos: el cierre de paraísos fiscales, la introducción de una tasa sobre transacciones económicas, o la demanda de organismos públicos de calificación, independientes realmente de los calificados. Pero hay otras cuestiones, posiblemente más complejas y técnicas, más difíciles de articular, pero posiblemente esenciales para combatir el cáncer de la financiarización: desde el establecimiento de límites al papel de cada institución financiera hasta la eliminación en unos casos o regulación rigurosa en otros de muchos de los instrumentos financieros que se han introducido en los últimos años y que están en el ADN del nuevo sistema financiero. Es una demanda que habitualmente obtiene el desprecio y la ignorancia de los grandes grupos financieros y de muchos economistas especializados en el tema (a menudo propagandistas de las bondades de la financiarización), por esto es urgente que los movimientos alternativos se doten de buenos soportes técnicos que ayuden a configurar propuestas bien fundamentadas en este campo tan intrincado de las finanzas.
II
La financiarización y la especulación, el endeudamiento asociado, son parte del problema pero no todo el problema. El endeudamiento es en parte el reflejo de otros desequilibrios básicos que ha generado el modelo neoliberal: el desequilibrio comercial, el desequilibrio de las finanzas públicas y el de las desigualdades de renta. El primero se explica por la forma adoptada por la globalización económica al desarrollarse en un contexto de estructuras productivas y sociales muy diferenciadas que la dinámica de la especialización a menudo tiende a engrandecer. Por ello hay países permanentemente endeudados y otros permanentemente acreedores netos. La crisis fiscal es en gran medida el resultado de la exitosa guerra de objeción fiscal decretada hace cuatro décadas por los ricos y en la que han conseguido atraer a muchas personas que no se benefician de los recortes fiscales. La permanente subfinanciación de muchos estados choca con las crecientes necesidades de intervención pública, generándose deudas. Las desigualdades de renta, generadas a la vez en el sistema productivo (precarización del empleo, debilitamiento de los sindicatos, externalización de empleos...) y en el fiscal, genera tendencias al subconsumo sólo paliables con deudas.
Cuando se ha argumentado que el “crash” financiero se produjo porque los bancos prestaron dinero a gente con pocos ingresos, se está obviando la cuestión de que ésta era la única forma que tenía esa gente para acceder a un bien básico como la vivienda. Mientras el sistema permitió el endeudamiento masivo la expansión de la actividad económica fue incesante. Pero cuando se limita esta deuda o se exige su devolución el sistema se colapsa. A largo plazo la única forma para resolver el problema es introducir cambios que restablezcan estos desequilibrios persistentes, pero hoy por hoy los que se consideran ganadores de la situación —los estados ganadores de la contienda comercial y los ricos— no parecen estar dispuestos a aceptar estas reformas. Ni tampoco se sienten interpelados por los responsables políticos, que carecen de voluntad e ideas.
Para salir de la pesadilla financiera hay que intervenir en todos estos campos, se requieren nuevas políticas que combinen la propuesta local con la visión global, Máxime cuando además de los problemas tradicionales (desempleo masivo, desigualdades etc.) afrontamos como especie el reto de una crisis ambiental que exige transformaciones importantes en la organización de la vida social, de la actividad económica cotidiana (producción, consumo, distribución, organización social).
III
En el bagaje cultural del economista medio figura el convencimiento que la crisis de 1929 se agravó porque cada país fue a la suya y estableció controles a las importaciones que acabaron por colapsar el comercio mundial. Esta experiencia es la que en gran parte justificó la creación de un nuevo marco institucional promotor de la apertura comercial que ha constituido el justificante intelectual del largo proceso de globalización. Fruto también de esta idea en la crisis actual siguen constituyendo un tabú la imposición de trabas a los mercados globales. Pero el peligro que aparentemente se ha conjugado con esta defensa cerrada del libre comercio ha reaparecido bajo otras formas: las políticas de ajuste. Cuando los países proponen la reducción de salarios y de derechos sociales en aras a la competitividad no se está haciendo otra cosa que tratar de “proteger al capitalismo local” frente a los demás, en base a un deterioro de las condiciones de vida de la población. Es posible que alguno salga beneficiado de esta respuesta (como también podría tener éxito al imponer aranceles elevados a sus competidores), pero cuando todos los países adoptan esta política —ésta parece ser una receta universal— se genera un mayor mal social, una depresión de la demanda a escala mundial, una contracción económica.
De igual modo, cuando unos países tratan de imponer a otros planes de ajuste fiscal duro lo hacen defendiendo sus intereses locales. No quieren pagar los costes de los problemas de otros. Pero pierden de vista que el resultado es una vez más una contracción de la demanda general que puede acabar afectando a su propia economía. Alemania ha practicado los últimos años una dura política de ajuste salarial (que ha afectado especialmente a los asalariados de servicios menos organizados y con menor capacidad reivindicativa) y ahora está forzando a los países del sur y el este de Europa a realizar duros ajustes. Estas políticas —a las que tan tradicionalmente se han apuntado los grandes organismos internacionales— no hacen sino profundizar la crisis, mantener la depresión al tiempo que generan un enorme coste social. Políticas diseñadas al servicio de los ricos, impuestas por los presuntos triunfadores del mercado global, diseñadas con una enorme miopía y ausentes de todo planteamiento inclusivo general, no hacen sino prolongar lo que precisamente pretenden combatir: el paro masivo, el estancamiento, la incertidumbre. Diseñadas para cerrar el problema de la deuda, la transforman en una cuestión sin solución. Tras cuatro años de fracasos continuados indigna el empecinamiento en unas propuestas que no funcionan y la incapacidad intelectual de repensar los problemas.
Impuestos a los ricos: ¿solidaridad o cortafuegos?
La última moda de Paris son los impuestos a los ricos. Para algunos la mala conciencia de los muy ricos se está trastocando en solidaridad. Acabo de leer que también los riquísimos españoles se están planteando el debate. Seguramente éste será uno de los temas periodísticos de los próximos meses. Alguno lo verá como un símbolo de responsabilidad social de los superprivilegiados. Pero uno, que es malpensado, cree que es más una inteligente maniobra disuasoria que otra cosa. Los muy ricos están claramente en la picota cuando es evidente que no solo en los últimos años han aumentado las desigualdades sociales sino que muchos han visto aumentados sus ingresos cuando sus empresas han sido objeto de cuantiosas ayudas públicas. Proponer una contribución puntual ante la crisis puede servir para revertir las críticas sin que cambien las condiciones estructurales que garanticen su situación. Una propuesta claramente gatopardesca. Si de verdad tienen una mínima conciencia social hay dos cosas que pueden hacer, y que los demás tenemos que exigir:
La primera tiene que ver con los impuestos. Lo que hay que hacer es restablecer y profundizar un modelo impositivo realmente justo. Como mínimo eliminar toda la serie de recortes fiscales que se han aplicado en los últimos años: restablecimiento de impuestos sobre la propiedad, sucesiones, etc., aumento de los tipos impositivos a las rentas altas, tratamiento igual a las rentas del capital y el trabajo, eliminación de los mecanismos legales de evasión fiscal (tipo sicav), etc.
La segunda tiene que ver con la distribución primaria de la renta, la que tiene lugar en las empresas. Hay que alterar los mecanismos de distribución de la renta dominantes por los cuales una cúpula minoritaria se autoconcede enormes ingresos mientras se desarrollan todo tipo de maniobras (fraccionamiento de la contratación colectiva, precarización del empleo, etc.) para reducir los salarios de la mayoría. El impuesto temporal para ricos es sólo un anzuelo para que olvidemos que de lo que se trata es de pedir justicia, no caridad.