Cuánto podría crecer la economía para cumplir con los objetivos internacionales en la lucha contra el cambio climático? Agárrense bien: para evitar un aumento de temperatura de más de dos grados (lo acordado en la cumbre de Copenhague en 2009), y teniendo en cuenta una continua mejora de la eficiencia energética, el PIB mundial tendría que bajar más de un 3% cada año, es decir hasta un 77% entre hoy y 2050. De hecho, sólo con un ligero aumento del PIB de un 1% anual –que ni siquiera permitiría reducir la tasa del paro en España– y una hipótesis de mejoras tecnológicas muy optimista, ya superaríamos en 2050 en un 25% la meta climática institucional.
Este cálculo, realizado por el economista francés Michel Husson en ¿Crecimiento
sin CO²?, nos pone ante una encrucijada: o seguimos pensando que el crecimiento
es posible y deseable, y en este caso nos enfrentamos a consecuencias
climáticas desastrosas, o aceptamos una reducción del PIB, lo cual significa,
en el marco de una economía basada en el crecimiento, una recesión y muy duras
consecuencias sociales. Por si fuera poco, la primera opción tampoco garantiza
un mayor bienestar. Asimismo, es bien sabido que una vez superado el umbral de
los 15.000 dólares de renta per capita, el nivel de satisfacción no reacciona,
incluso ante aumentos importantes del PIB. Dicho de otro modo, el aumento
continuo de nuestras rentas y la opulencia material, principalmente en el
Norte, no nos hacen más felices. Más bien al contrario: mientras las tasas del
paro y de la pobreza superan y rondan respectivamente el 20% en España, el
hiperconsumismo favorece la frustración, la ansiedad o la obesidad, repartiendo
desigualdad Norte-Sur y destruyendo las condiciones de vida básicas en la
Tierra.
Como en una tragedia griega, nos estamos topando con lo que el británico Tim Jackson llama “el dilema del crecimiento”: el crecimiento no es sostenible –por lo menos en su forma actual– y el decrecimiento es inestable –por lo menos en las condiciones actuales–. Hilando la metáfora helénica, podríamos decir que estamos entre Escila y Caribdis: o bien nos desgarra el colapso ecológico o bien nos devora el colapso económico. Y para las sirenas del crecimiento verde, basado en desacoplar el crecimiento de los flujos de materiales y energía, nuestro modesto cálculo inicial nos hace pensar más bien en otro término griego: el mito. Hoy en día, la eficiencia tecnológica ni siquiera ha compensado el crecimiento de la población y queda muy lejos de compensar además el aumento del volumen total de abundancia material.
Sin embargo, igual que Ulises consiguió salir de la encrucijada –y también del
canto de las sirenas–, pienso como objetor del crecimiento que existe una
ventana de sostenibilidad, sin duda estrecha pero real y deseable, para iniciar
la transición socioecológica fuera de este dilema del crecimiento. El objetivo
está claro: otro modelo de producción y consumo donde reconciliemos nuestra aspiración
individual y colectiva a la buena vida con los límites ecológicos de un planeta
finito. Lo que Jackson ha denominado, de forma llamativa, la “prosperidad sin
crecimiento”.
Retomando este potente concepto y cruzándolo con otros, planteo diez prioridades
para la transformación ecológica, social, democrática y ética de la sociedad.
Primero: establecer los límites y fijar umbrales de recursos y emisiones per
capita, así como objetivos de reducción del consumo diferenciando entre países
del Norte (contracción) y del Sur (convergencia). Segundo: construir una
macroeconomía ecológica que integre las variables ecológicas donde la
estabilidad no dependa del crecimiento, donde la productividad del trabajo no
sea el factor determinante y que supere definitivamente el PIB como indicador
principal de riqueza. Tercero: relocalizar la economía en torno a actividades
poco intensivas en energía pero sí en mano de obra y que creen utilidad
socioecológica. Cuarto: invertir masivamente en tecnologías y energías limpias,
en la mejora de los ecosistemas y en los sectores sostenibles (véase el New
Deal Verde). Quinto: hacer un uso masivo de la reducción de la jornada laboral
y del reparto del trabajo, incluyendo el de los cuidados. Sexto: redistribuir
la riqueza a través de una renta máxima, una renta básica de ciudadanía y una
fiscalidad sobre los capitales y los recursos naturales. Séptimo: convertir la
“banca ética” en norma para el sector financiero y retomar el control
democrático de la moneda. Octavo: desmantelar la lógica social del consumismo
educando para “vivir mejor con menos” regulando la publicidad comercial
(reducción de su presencia en los espacios y medios públicos y creación de un
órgano de control independiente). Noveno: reestructurar nuestras ciudades y territorios
hacia la autosuficiencia energética y la soberanía alimentaria. Décimo: poner
en marcha una democracia participativa como instrumento vertebrador de una
transición exitosa.
Esa democracia del siglo XXI deberá ser también ecológica, capaz de integrar en
la agenda política y en los procesos deliberativos la urgencia de la crisis
ambiental, los intereses de las poblaciones del Sur con quienes compartimos un
mismo espacio ecológico y, a largo plazo, los de la naturaleza y de las
generaciones futuras.
A diferencia de la tragedia griega, no existe la fatalidad en el porvenir de la
especie humana. Como escribe Jared Diamond, ante la crisis socioecológica, las
civilizaciones pueden decidir colapsar o perdurar. En estos tiempos grises, es
el momento de construir la segunda vía, la de la esperanza.
Publicado el 23 ago 2011 en www.publico.es
Florent Marcellesi
Miembro de la Comisión Promotora de Equo