Escribo esta nota de oídas, sólo con la información que dan los medios y las páginas sindicales. Hay riesgo de error. Sería feliz si el próximo mes tuviera que desdecirme. Pero corriendo ese riesgo ahí van unas reflexiones de urgencia.
Que se den pactos no es malo en sí mismo. Aunque sean defensivos y en ellos se pierdan plumas. Las correlaciones de fuerzas son las que son y a menudo hemos de tragar píldoras amargas. Las elites dominantes y sus voceros de hecho estaban a favor de que el gobierno Zapatero aplicara reformas radicales sin negociar. Con ello se cobrarían dos pájaros de un tiro: profundizar su contrarrevolución social y ahondar el desprestigio social del PSOE. Esta misma será la razón que aducirán los dirigentes sindicales para justificar su postura: que han frenado las reformas más radicales y que han aislado a la derecha. Aunque el acuerdo tuviera estas características queda por ver que ocurrirá en los trámites parlamentarios y cuál será la respuesta de una patronal cada vez más envalentonada por la debilidad del adversario y los presagios electorales.
No está claro, sin embargo, que lo conseguido en la mesa de negociación signifique un cambio substancial frente a la propuesta del gobierno. Los sindicatos habían estado todo el otoño hablando de cuestiones “innegociables” como la retirada de la reforma laboral y el aumento en la edad de jubilación (de la tercera pierna de la reforma, la de la negociación colectiva, no han hablado mucho). Por lo que ahora sabemos de la reforma laboral, lo único que ha cambiado es la eliminación de las pérdidas futuras como causa del despido objetivo y una redacción menos “liberal” del reglamento de empresas de colocación. De la reforma de las pensiones se acaba imponiendo los 67 años (pero se amplía el período de transición al nuevo modelo y se modera el aumento de años de cotización necesarios para alcanzar el derecho a jubilarse a los 65 sin penalización), se amplia el período de cálculo a 25 años y se introducen medidas correctoras para algunos colectivos (becarios, mujeres que aceptan una excedencia para cuidar hijos) a los que se les conceden dos años de rebaja. De la reforma de la negociación colectiva de momento sabemos poco, aunque vuelve a sonar la música de la flexibilidad. Si esto es todo, ni se ha derogado la reforma laboral del pasado verano, ni se ha frenado sustancialmente el recorte de las pensiones futuras (las primeras estimaciones apuntan a una reducción del 20% de las pensiones medias), ni se han cambiado los factores de inequidad del sistema actual. No se contemplan por ejemplo las desigualdades en materia de salud, en trayectoria laboral a que dan lugar los diferentes tipos de empleos y que castigan particularmente a los trabajadores de niveles inferiores de la pirámide laboral. La esperanza de vida y, sobre todo, los años de vida con buena salud son muy diferentes según la experiencia laboral (no sólo en el caso de algunos empleos “penosos”). Tampoco se contemplan otras salidas temporales del mercado laboral que no sean la de crear nueva fuerza de trabajo (por ejemplo, se ignora la cuestión del cuidado a mayores o enfermos, dando por asumido que las cuidadoras de niños deban ser necesariamente mujeres). Simplemente, se han atenuado alguno de los efectos a cambio de legitimar la totalidad.
Dado el grado de debilidad de la clase trabajadora, la fuerza de los poderes financieros y la ideología dominante en las elites gobernantes, lo conseguido es posiblemente el máximo a que se podía llegar. Al menos en una negociación a puerta cerrada, sin movilización social ni un mínimo debate social. No en vano la semana pasada los ínclitos economistas de Fedea, convencidos de la debilidad del enemigo, seguían clamando que era mejor una reforma de verdad que un pacto. Lo que resulta más discutible es si lo conseguido ha valido lo suficiente para equilibrar el coste social que ha generado la forma como los sindicatos han gestionado la operación.
Lo que gana el Gobierno con el pacto es sobre todo hacer aparecer a UGT y CCOO como cofirmantes de una reforma que la mayoría de la población percibe como un verdadero retroceso social. Ya se encargarán los medios de reforzar esta imagen de coautoría sindical en la reforma de las pensiones. Los sindicatos sólo pueden aducir que han rebanado levemente los recortes pero a cambio de romper con su discurso anterior y de dejar a su base social aún más perpleja y desanimada que nunca.
Este es para mi el quid de la cuestión. CCOO y UGT llevaban meses denunciando las reformas del gobierno, organizando movilizaciones (aunque ya en diciembre se vio que faltaba empuje), señalando algunas “líneas rojas” que no se podían traspasar. Esta actitud tenía al menos el valor de crear una cierta conciencia social, una cultura de los derechos sociales. Con pocos resultados a corto plazo pero capaz de generar nuevas actitudes sociales. Para avanzar en esta línea era necesario profundizar en la explicación y perfilar el programa. Explicar insistentemente a la población trabajadora el alcance de las reformas en marcha, sus efectos futuros. Profundizar en las contrapropuestas y reivindicaciones, en desarrollar propuestas reformistas claras. Abrir el espacio de alianzas hacia otros sectores sociales, con objeto de mejorar las propias propuestas y ampliar la densidad social de la respuesta. Encerrarse a negociar con el Gobierno (sin una clara explicación de cuáles son las propuestas que se van a defender, aquello en que no se puede ceder, aquello que es deseable negociar) es la peor forma de avanzar en esta dirección. Para muchas personas, entre las que me incluyo, ha sido difícil entender cómo hemos pasado en pocos días de una llamada a la movilización a una negociación a puerta cerrada de la que sólo se nos permite conocer el resultado final. Uno está tentado a pensar que a los dirigentes sindicales les ha podido más su hábito de profesionales de la negociación que la necesidad de dar respuestas estratégicas a una situación realmente hostil. Puede que en lo primero hayan tenido algún éxito, pero con el grave riesgo de ahondar la apatía, el desánimo y el miedo que hoy atenaza a millones de personas en todo el mundo y sobre el que se consolida la sinrazón neoliberal. No veo cómo van a afrontar con estas fuerzas el huracán que ya empieza a soplar para desmantelar los elementos más protectores de la negociación colectiva.
Negociar sólo de cuestiones sociales, sin entrar en terrenos como la reforma del sistema financiero, o el tratamiento de la crisis hipotecaria, es una muestra más del carácter subsidiario que se da a los representantes sindicales. Sólo se les considera aptos para negociar lo que afecta directamente al mundo laboral, mientras que la gestión económica se deja a los dictados de los expertos y de los empresarios. Peor que las concesiones concretas es que se ha perdido otra oportunidad de realizar pedagogía social, rearme democrático de la población. Y se ha puesto otro peldaño en esa construcción imaginaria que día a día sostiene que “no hay otro mundo posible” y que a las clases subalternas sólo les queda conformarse y, como mucho, pelear por moderar levemente la profundidad de los recortes.
El gran asalto a las cajas
En mi infancia me enseñaron que las Cajas de Ahorros eran una institución distinta a los bancos. En mi ciudad aún estaba vivo el recuerdo de la quiebra del Banco de Barcelona que había arruinado a personas modestas. Las cajas, en cambio, eran vistas como instituciones no especulativas, defensoras del ahorro de los menos ricos, instituciones amigas del entorno (en las escuelas de mi barrio eran habituales los premios en forma de pequeños depósitos: los escolares ahorrábamos sumas modestas mediante la compra de unos sellos pensados para alentar una cultura de la responsabilidad). Esta figura de las cajas como instituciones sociales empezó a quebrar con la liberalización financiera de principios de los ochenta y la transformación de estas instituciones en operadores financieros normales de la mano de una camada de dirigentes formados en las escuelas de negocios. Aunque resulta evidente que se ha ido difuminando su diferencia con los bancos, ésta ha persistido en ciertos aspectos: las condiciones laborales, los retornos a la comunidad (pese a que hay mucho de criticable en las obras sociales de las cajas, sobre todo de exceso de acciones publicitarias, salen bien paradas cuando se las compara con los bancos privados) e incluso la implicación en la financiación del tejido productivo local. (No era impensable que una mayor democratización de sus órganos directivos las hubiera podido convertir en impulsoras a gran escala de la economía social). Por ello, con todos sus aspectos criticables, seguían apareciendo, a ojos neoliberales, como una “peligrosa anomalía económica”.
Por tanto, hacía tiempo que las cajas españolas estaban en el punto de mira de los funcionarios del gran capital financiero. Ellas mismas han contribuido a su desmatelamiento con errores propios, especialmente el de subirse al carro de la especulación inmobiliaria a gran escala. Si la gran banca española está saliendo mejor parada de la crisis que las cajas no es tanto por su “eficiencia” como porque su internacionalización previa (explotando chollos financieros como el de las pensiones privadas latinoamericanas) les ha permitido compensar los problemas locales. La crisis actual esta siendo, para los intereses dominantes, como el cerdo: todo resulta aprovechable. Y tras el mercado laboral y las pensiones ahora toca que las cajas sean “reformadas” (seguramente con el caluroso apoyo de algunos de sus directivos formados en cualquier “Business School” local o yanki y esperanzados con que con la transformación podrán obtener los generosos “bonus” que reciben las cúpulas bancarias). La secuencia del proceso constituye en sí misma una maniobra clásica de golpe de estado: primero se dice que deberán alcanzar un determinado grado de solidez financiera, después se anuncia que ésta deberá ser superior a la de los bancos (ya se sabe: la economía social es menos fiable y hay que asegurarse) y finalmente se afirma que las entidades que no alcancen dicha solidez serán “nacionalizadas” (o sea que pasarán por un programa de saneamiento financiado por la colectividad) como paso previo a su venta total o parcial a inversores privados. También pueden acortar el camino y optar de entrada por la venta al capital privado (es lo que ya ha anunciado la Caixa, una de las instituciones más sólidas). Vistas en perspectiva, las tormentas financieras recientes que asolaron al país parecen ser el mismo tipo de maniobras de amedrentamiento que realizan los “señores de la guerra” o las mafias cuando quieren conseguir que alguien les ceda un activo o les “solicite” protección.
Si la rendición final se produce —en estos tiempos casi todo lo indeseable acaba por ser inevitable— estaremos expuestos a nuevos problemas. De una parte, toda la experiencia anterior de liberalizacion financiera y de privatización en lugar de redundar en la pretendida competencia creativa se ha traducido en un mero proceso de oligopolización económica. Esto ha ocurrido claramente en el sector bancario, donde hemos acabado, como en la liga de fútbol, con sólo dos grandes grupos. Y también ha pasado en el resto de sectores privatizados. No hay ninguna razón para que esto no vuelva a ocurrir con las antiguas cajas. Quizás lo único que ganaremos es que a todo el mundo le queden más claros quiénes son los “amos” del país. La otra posibilidad es que, al menos en un plazo inmediato, la privatización sea una puerta de entrada de los fondos financieros, siempre ávidos de entrar en aventuras cortoplacistas. Y sus efectos especulativos se pueden dejar sentir en muchos campos: nuevas operaciones especulativas en el campo financiero, tratamiento más duro de la clientela e incluso impactos negativos en las redes de empresas locales que aún dependen de las cajas. Teóricamente las cajas preservaran su obra social mediante el cobro de dividendos de sus bancos participados, pero la pérdida de control de la gestión directa refuerza la posibilidad de que estos ingresos disminuyan por cambios en las políticas de gestión (retribuciones a los altos directivos y a los inversores privados, desvíos de fondos mediante operaciones financieras “ad hoc”, etc.)
Aunque el final parece inevitable hay que seguir insistiendo en que la participación pública en las entidades debería ser el embrión de una nueva banca pública y no una mera etapa hacia la privatización. Y deberíamos plantear directamente la cuestión a “nuestros” teóricos representantes en los consejos de las cajas (representantes de sindicatos, impositores, corporaciones locales) para que reviertan el proceso. Porque el triunfo de los mercados es en gran parte el producto de la dejación de responsabilidades de los presuntos representantes de los intereses colectivos.