De burbuja en burbuja
Cuaderno de incertidumbre: 21
Albert Recio Andreu
I
La crisis más reciente del capitalismo estalló, al igual que la de 1929, como una doble crisis financiero-inmobiliaria. En el período anterior al crac, algunos países habían experimentado una importante burbuja especulativa en la actividad inmobiliaria, alimentada por el sector financiero mediante una “generosa” política de crédito a promotores (los creadores de la oferta) y familias (los creadores de la demanda). En España, uno de esos países, los efectos de la burbuja aun antes de estallar ya resultaban mortíferos. La vivienda era uno de los problemas del país, precisamente en el momento en que se estaban construyendo más pisos que nunca. El mobbing inmobiliario, la dedicación de una parte desproporcionada de los ingresos a costear la vivienda, la inseguridad de los inquilinos o la falta de vivienda asequible eran problemas cotidianos que alimentaron movimientos sociales “por una vivienda digna” y sirvieron como paisaje legitimador del movimiento okupa. Con la crisis los problemas adquirieron otro cariz. Con la implosión financiera y el paro masivo, lo que vino fueron los desahucios, primero por impagos de la hipoteca y después del alquiler (o simplemente por ocupaciones de viviendas vacías). De la lucha por una vivienda digna pasamos, de la mano de la PAH y otras organizaciones parecidas, a la lucha contra las expulsiones. Y posteriormente a las ocupaciones de viviendas vacías.
Ahora estamos en una nueva fase. No sabemos si va a durar mucho, pero es evidente que la actividad de la economía mercantil se ha reactivado, y con ella reaparecen con semejante o mayor intensidad los problemas de vivienda, el mobbing, el aumento de los alquileres, etc. Parece una vuelta atrás en el tiempo, o más bien que vivimos en una economía en espiral que da vueltas en torno al mismo eje. Quizá la burbuja no sea tan potente y duradera como la anterior, pero lo que sí indica es que en materia de vivienda no se ha producido ningún cambio relevante en las políticas o que posiblemente estemos ante un elemento estructural (especialmente en las grandes ciudades) al que solo se puede hacer frente con intervenciones radicales.
II
Hay una cuestión de base que ya fue puesta de manifiesto por los primeros investigadores de la economía urbana: el espacio no es homogéneo; lo que se puede hacer en un territorio no se puede hacer exactamente en otro, la localización de una actividad en un lugar ofrece unas ventajas que no se dan en otra parte. En una economía capitalista esto se acaba traduciendo en una fuerte competencia por obtener los espacios más apetecibles, lo que promueve un aumento del precio del suelo y de lo edificado. Una vez que se desarrolla esta competencia en algunos centros urbanos, a menudo la oleada de aumentos de precios se reproduce en otras zonas, recreando el tipo de movimiento que expresa la sucesión de olas que se generan en un estanque cuando alguien tira una piedra.
Estas oleadas son más fuertes en las ciudades y poblaciones donde existen algunas características que las hacen especialmente atractivas. Las urbes globales, aquellas que reúnen más atractivos en el imaginario social, son las más intensamente afectadas por un fenómeno que se reproduce a menor escala en muchos otros lugares. Barcelona y Madrid son dos ejemplos claros de esta presión inmobiliaria, especialmente la primera.
Hay varias fuerzas que convergen en atraer a estas ciudades inversores inmobiliarios de todo tipo. La más vistosa, pero no la única, es el turismo. El turismo masivo se ha desmadrado con la llegada del transporte de bajo coste, especialmente el aéreo. Y el aumento del turismo requiere alojamiento y, por tanto, espacio. La proliferación de los apartamentos turísticos es la forma de prolongar el low cost del transporte al alojamiento. Y la paradoja es que este alojamiento barato compite aún más directamente que los hoteles con la vivienda residencial. Más que gentrificación, el turismo de apartamento es una competencia entre personas de baja renta (lo que en términos clasistas se llama “turismo de baja calidad”).
En otra dirección hay procesos de gentrificación que tienen que ver con dos efectos complementarios. Por un lado, la propia transformación de la actividad productiva de las ciudades globales y el desarrollo de sectores que emplean trabajadores sofisticados, con ingresos relativamente elevados y dispuestos a pagar más por residir en espacios interesantes. En Barcelona, por ejemplo, el desarrollo de actividades de diseño y tecnologías de la información está asociado con esta llegada de profesionales (recientemente, el grupo Inditex anunció que trasladaba dos centros de diseño en Tordera y Sallent, dos localidades situadas a unos setenta kilómetros de Barcelona, porque había constatado que es más fácil atraer diseñadores si el centro de trabajo se ubica más cerca de la ciudad). Por otro, los ricos globales que adquieren viviendas en los sitios “chic” como segundas o terceras residencias. Estos dos elementos sí que promueven la gentrificación de ciertos barrios, aunque en el caso de los últimos pueden generar procesos de vaciamiento de zonas concretas, al igual que ocurre en muchos pueblos turísticos fuera de temporada.
Una vez iniciado el proceso de inversión en un espacio, este se retroalimenta con cierta facilidad. Los inversores ven la vivienda como un activo especulativo más, y cuando hay expectativas de crecimiento de los precios o de aumento de la rentabilidad, siempre habrá un número suficiente de inversores dispuestos a comprar con las expectativas de alza. Basta tener algo de memoria para constatar que están reapareciendo, en ciudades como Barcelona, las pequeñas inmobiliarias (un negocio que requiere una baja inversión) y los anuncios de “compro piso” que proliferaban hace apenas una década. Las burbujas inmobiliarias no fueron un error del pasado, sino que son endémicas del urbanismo capitalista, especialmente en la era de las ciudades globales.
La especulación ha sido alimentada, como ocurrió en el pasado, por las políticas públicas. Cuando al principio de la crisis se reconocía que un problema específico de la economía española era que tenía una especialización productiva inadecuada, se apuntaba la necesidad de promover políticas orientadas a transformar la estructura productiva. Cuando se analizan las medidas aplicadas, se observa que estas políticas industriales han brillado por su ausencia. Con dos excepciones notables: la política energética, en que el PP ha introducido cambios regulatorios orientados a frenar el desarrollo de las energías renovables, y el sector inmobiliario, donde se han introducido medidas orientadas a reproducir una nueva fase de acumulación (concesión del permiso de residencia asociado a la compra de inmuebles, cambios en la ley de costas para favorecer la expansión de las zonas turísticas, creación de socimis, es decir, empresas de inversión en bienes inmuebles, que cotizan en bolsa y tienen un trato fiscal favorable...).
De todas estas medidas, la primera es la que posiblemente tenga un efecto más directo sobre la inversión urbana. También el peso de las socimis, aunque la mayoría de ellas se dedican sobre todo a la inversión en inmuebles ya consagrados a actividades mercantiles (hoteles, centros comerciales, edificios de oficinas), si bien con una clara vocación especulativa, en que las plusvalías obtenidas por la compra y venta de inmuebles (en el sector lo llaman “política de rotación de activos”) tienen más importancia que los ingresos corrientes obtenidos a través de los alquileres que cobran. Quizá más incidencia que sobre el precio de la vivienda, estas inmobiliarias lo tienen sobre el sector hotelero y comercial, puesto que generan una presión de costes que las empresas acaban transfiriendo, o bien a los precios, o bien a los salarios y las condiciones de trabajo.
En suma, la conjunción de las dinámicas autónomas de la globalización, las políticas promovidas por el PP y las lógicas de la especulación de las nuevas empresas de inversión refuerza una nueva burbuja que tiene efectos devastadores en las ciudades más afectadas. Como sentencia un personaje, residente en Amsterdam, de un relato de Luis Magrinyà [1], “en todas partes de Europa —me dijo— la lucha por el metro cuadrado es brutal, pero aquí te aseguro que lo es más”. Seguramente Barcelona está ya al nivel de Amsterdam.
III
La crisis generó la opinión de que lo peor de las burbujas es que estallan, que generan una inestabilidad en el sistema y que su estallido se traduce en desempleo y quiebras empresariales. Es una percepción lógica en crisis abiertas. Pero pierde de vista que los males de la burbuja no solo están al final, sino en todo su desarrollo.
La renacida especulación urbana ha vuelto a poner de manifiesto los problemas que generan para una parte de la población el aumento del coste de la vivienda y la enorme inseguridad de su tenencia. En el caso español, en que durante muchos años predominó la compra de la vivienda, es especialmente grave para los jóvenes, para la gente que ha perdido la vivienda en la crisis y para los viejos inquilinos que han perdido la protección de las leyes antiguas.
La especulación inmobiliaria supone también una desviación de recursos financieros hacia actividades especulativas y una clara tendencia hacia un capitalismo de rentistas tenedores. La presión de los costes de los alquileres es uno de los principales culpables (junto con la promoción de las grandes superficies, las grandes cadenas comerciales y la compra por internet) de la crisis del comercio tradicional local, que genera desertización de espacios y la pérdida de diversidad productiva. La apuesta de los “ayuntamientos del cambio” por promover el comercio de proximidad puede quedar abortada por el alza de los alquileres (aunque también deben considerarse los elementos ya citados del nuevo comercio digital). Y ya he señalado que el incremento de los alquileres redunda en precios más elevados y en una mayor presión sobre las condiciones laborales. El caso de los hoteles es palpable: hoy la mayoría de ellos son propiedad de socimis, fondos de inversión, inversores ricos que tratan de extraer el máximo de renta de sus alquileres y favorecen que se adopten políticas de abaratamiento de los costes laborales para compensar. No parece casualidad que Barcelona sea una de las ciudades donde más ha proliferado la externalización del personal de habitaciones. En suma, la economía del rentista es un mal social. Un mal social grave, que impide un desarrollo urbano razonable y que genera graves problemas para la subsistencia decente de mucha gente. Por esto debe ser considerado un objetivo político prioritario, de las políticas urbanas en particular.
No estoy seguro de que calificar todo este proceso de “gentrificación” sea lo más acertado. Es dudoso que el turismo low cost gentrifique los barrios, sino que en algunos casos más bien genera un turismo de botellón. Algunas de las dinámicas de la especulación, como la compra de segundas residencias de lujo o la proliferación de centros comerciales (e incluso el nuevo comercio electrónico), más bien tienden a vaciar barrios y a empobrecer su diversidad funcional. Pero es que, además, se corre el peligro de que la crítica a la turistificación y/o gentrificación acabe identificando como el enemigo principal a personas con determinadas características y nos desvíe del núcleo del problema, que no es otro que la especulación capitalista y los intereses del rentista.
IV
Hay que impulsar una enorme movilización social, resistencialista, cultural y política, en todos los planos para cambiar la cuestión. La creación de sindicatos de inquilinos, con apoyo en entidades vecinales y tejidos sociales locales, es algo imprescindible, tanto para garantizar una respuesta de resistencia activa a las agresiones directas (al estilo de la PAH y de viejas luchas vecinales) como para crear un polo de socialización de un problema que se vive de forma individual y generar un discurso político con propuestas de cambio institucional.
Algunas ya están planteadas, como la reversión de la ley de alquileres y su sustitución por otra que dé seguridad jurídica a largo plazo a los inquilinos. O la eliminación del derecho a la residencia asociado a la compra de inmuebles. O la desaparición de la figura de los apartamentos turísticos, que permite transformar viviendas residenciales en plazas hoteleras encubiertas. Otras propuestas, igualmente sensatas, exigen un debate a fondo para alcanzar hegemonía social. Me refiero a la de poner topes a los alquileres. La oposición a esta medida proviene de la economía liberal, que argumenta que al mercado no se le deben poner trabas. Pero a este argumento puede responderse fácilmente que los salarios han sido tradicionalmente objeto de políticas de contención por razones de estabilidad macroeconómica y competitividad exterior. No parece aceptable que no pueda aplicarse una medida de control del precio de los alquileres cuando existen muchas razones de justicia social y de externalidades que lo justifican. Es cierto que una regulación insensata puede generar problemas; por ejemplo, el franquismo impuso un control tan riguroso sobre los alquileres que en la práctica ocasionaba pérdidas a los propietarios de viviendas y acabó provocando la destrucción de gran parte de la vivienda de alquiler. Pero no parece imposible aplicar una política de precios que garantice una renta razonable pero no beneficios extraordinarios.
Un tercer paquete de medidas debería situarse en el plano de los impuestos. La especulación y la generación de plusvalías a corto plazo deben ser cortadas de raíz mediante la fijación de un impuesto de plusvalías prácticamente expropiatorio. El objetivo es liquidar este tipo de operaciones. Se podría pensar también en un trato fiscal diferenciado en función del tamaño de la vivienda (o, mejor, del número de metros cuadrados por habitante). Si queremos garantizar viviendas para todo el mundo en ciudades de elevada densidad, la única opción es imponer topes al espacio excesivo (o cuando menos modularlo). Se podrían modular niveles del IBI en función del espacio. No puede pasarse por alto, sin embargo, que en ciudades como Barcelona existe un volumen nada desdeñable de gente mayor con bajas rentas que reside en grandes viviendas que ha recibido por herencia. Para estos casos hay que implantar políticas sofisticadas que podrían incluir ayudas a la remodelación de estos inmuebles para darles un mayor uso social y garantizar condiciones de vida dignas a estas personas (la letra gruesa de las propuestas siempre necesita ser modulada por medidas ad hoc basadas en un buen conocimiento de la realidad). Los recursos fiscales obtenidos de estos impuestos diseñados para castigar la especulación y el uso excesivo del suelo podrían ayudar a financiar políticas públicas de vivienda más ambiciosas, tanto de nuevas promociones como de compra y rehabilitación de inmuebles ya existentes. También es posible introducir un impuesto a los no residentes que adquieran viviendas como forma de desincentivar las entradas de capital exterior que desestabilizan el sector.
En el caso de los edificios comerciales, estas medidas pueden generar a su vez unas rentas diferenciales a los establecimientos bien situados, que se beneficiarían de este descenso del coste del suelo. También en este caso debería pensarse en un mecanismo fiscal para que estas rentas revirtieran a la sociedad.
En suma, se trata de combinar un paquete de medidas que incluya cambios en los derechos de propiedad en favor de los inquilinos, la eliminación de figuras legales que favorecen la especulación y medidas fiscales que pongan barreras reales a la especulación y a las rentas de la propiedad. No es una propuesta radical, como podrían serlo la municipalización del suelo y el fin del capitalismo de terratenientes urbanos (una propuesta que también requeriría muchas modulaciones complementarias). Pero sí supone un cambio de óptica respecto a la propiedad y el mercado inmobiliario convencionales. Y es un tipo de propuesta que generaría una respuesta airada de la alianza financiero-inmobiliaria que gobierna las ciudades, y que cuenta con la capacidad de movilizar a la enorme masa de pequeños propietarios urbanos embaucados por los sueños del capitalismo popular.
Queda una larga batalla. A corto plazo, de mera y pura resistencia. De alzar la voz para quebrar la lógica de las políticas dominantes y generar un discurso alternativo sobre la vivienda, su fiscalidad y sus formas de tenencia. Para mostrar los elevados costes sociales que genera para las personas y los espacios el dominio de un capital financiero especulador. La derrota ya es nuestra. Falta luchar por la victoria.
Nota:
[1] Luis Magrinyà, “Luxor”, en Habitación doble, Anagrama, 2017.