Soy español
Vivo en una ciudad donde no se percibe demasiado la miseria. No es que no exista, es que no se visibiliza. La pobreza, la verdadera pobreza, es la de aquellas mujeres mayores que sobreviven milagrosamente con pensiones no contributivas de menos de 400 euros. No destacan, nadie es consciente de que la vecina del segundo sea pobre porque tiene casa, viste bien y casi siempre nos saluda con una sonrisa en el ascensor. Pero son esas personas, aquellas que viven en silencio la miseria y que recorren cada mañana varios supermercados para no pagar dos céntimos más por un litro de leche, las que trazan el perfil de la pobreza en mi ciudad.
En Xixón son pocos los que piden limosna en la calle y menos aun los que duermen con el cielo como único techo. Relativamente pocos, porque un solo ser humano en esa situación ya sería demasiado. Pero a diferencia de grandes urbes como Madrid, Barcelona o Sevilla, donde las personas sin techo se cuentan por miles, en Xixón padecemos una pobreza invisible. Y aun así es habitual ver a gente pidiendo limosna a la puerta de supermercados e iglesias. En los últimos años, con el estallido de la dichosa crisis, el número de personas en esa situación se ha multiplicado exponencialmente sin que ninguna autoridad esté haciendo nada para remediar ese drama humano que parece sacado de un cuento de Dickens.
Estas personas suelen portar un cartel, elaborado con un cartón, donde en pocas palabras explican su situación personal. Es el marketing de la pobreza, el único reclamo que pueden utilizar para conseguir unas pocas monedas con las que llevarse algo al estómago. Yo tengo la costumbre de fijarme en los mensajes que aparecen escritos en esos carteles. Y en los últimos tiempos he podido detectar un rasgo común a buena parte de ellos. Tras la explicación de rigor sobre su situación familiar y laboral, las personas que piden limosna han empezado a destacar su origen nacional. Algunos ejemplos reales: “Parado. Dos hijos. Soy español”. “No tengo trabajo. Pido una ayuda para comer. Soy asturiano”. “Busco trabajo o una ayuda para mí y para mi familia. Soy español”.
El marketing, esto está más que estudiado, no solo crea necesidades en el espectador sino que también responde a necesidades que el espectador tenía previamente. En el caso de la pobreza, apelar a la nacionalidad es una manera de responder a la necesidad de quien da limosna de ayudar, pero solo a aquellos que comparten pasaporte con nosotros. Aquel que pide unas monedas a la puerta del supermercado ha descubierto que los ciudadanos ayudan más a aquellos de su misma nacionalidad. Así de lamentable es a veces la condición humana.
Las fronteras siempre han sido herramientas para determinar lo que es propio y lo que es ajeno, lo que está acá y por tanto es conocido y bueno, y lo que está más allá y es extraño y peligroso. La patria diferencia, separa y clasifica a los seres humanos entre “los míos” y “los otros”. Y ahora se ha puesto de moda ayudar al español, a ese que es “uno de los nuestros” y que por tanto tiene más derecho a ser ayudado que quien ha nacido en un país extranjero. Ya los neonazis de Amanecer Dorado pusieron de moda en Grecia el reparto de alimentos a ciudadanos helenos afectados por la crisis. Y algunos grupos de extrema derecha españoles están tratando de imitarles pidiendo el DNI o el pasaporte a aquellos que van en busca de un litro de leche o un kilo de arroz.
En un mundo donde las fronteras parecían haberse diluido como azucarillos en el café gracias a las nuevas tecnologías, la crisis ha hecho reaparecer un cierto tipo de patriotismo rancio, reaccionario y xenófobo. Lo único que debería llevarnos a ayudar a otra persona es su condición de ser humano, no su nacionalidad. La necesidad de conocer el origen de aquel a quien vamos a ayudar demuestra una nula empatía hacia quien sufre. No hay nada de altruismo en ello. Solo patriotismo rancio y egoísta. Y déjenme acabar este artículo señalando la nacionalidad de mi pasaporte. Yo también soy español. Y muchas veces, demasiadas, me avergüenzo de ello.