Existe una fuerte desigualdad global, una distancia cada vez mayor entre
las rentas y las riquezas de una minoría y la de las mayorías sociales.
Ello es evidente en los países más desarrollados, pero mucho más grave a
escala mundial.
En las últimas semanas han sido publicados
varios libros sobre el tema. Dos de ellos, rigurosos y con gran
credibilidad, se pueden citar: El precio de la desigualdad. El 1% de la
población tiene lo que el 99% necesita, de J. Stiglitz (Premio Nobel de
Economía) y Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular
historia de la desigualdad global, de B. Milanovic (Jefe de
investigaciones sobre el desarrollo del Banco Mundial).
En
palabras de Milanovic, la brecha entre países ricos y pobres es enorme y
creciente. Según sus datos el 10% más rico del mundo recibe el 56% de
la renta, mientras el 10% más pobre recibe el 0,7%. El 5% más rico, el
37%, y el 5% más pobre el 0,2%. En dólares normales el 10% más rico
recibe más de dos terceras partes de la renta mundial total, y el 5% más
rico se apropia del 45%. Y siguiendo con su pirámide global en la que
expone el porcentaje de habitantes del mundo necesario para generar los
sucesivos 20% de la renta global, nos encontramos con una
estratificación social con los siguientes cinco tramos, del más bajo al
más alto: el primer tramo del 20% de la renta mundial es repartido entre
el 77% (personas más pobres); el segundo tramo entre el 12% (personas
no pobres pero por debajo de la media); el tercer tramo entre el 5,6%
(en torno a la media, aunque algo más de la mitad por debajo de la renta
media y algo menos de la mitad por arriba de la línea que define a la
clase media-media); el cuarto tramo entre el 3,6% (la típica clase
media-alta), y el quinto tramo entre el 1,75% (personas más ricas, la
élite mundial). No hay una clase media global. Existe una gran capa
pobre, baja o trabajadora precaria de más de las tres cuartas partes de
la población mundial (77%), una minoritaria clase trabajadora medio-baja
(15%), una clase media-media y media-alta de apenas el 6,2%, y las
capas altas, las élites poderosas y ricas son el 1,75%.
Pero la
desigualdad también es profunda en los países desarrollados; así en
palabras de Stiglitz, en EEUU los integrantes del 1 por ciento
(superior) se llevan a casa la riqueza, pero al hacerlo no le han
aportado nada más que angustia e inseguridad al 99 por ciento
(inferior). Sencillamente, la mayoría de los estadounidenses no se ha
beneficiado del crecimiento del país. Incluso en países emergentes con
un gran crecimiento económico y aumento del nivel de vida general, como
China, hacen frente al incremento de las desigualdades (con unos de los
mayores índices GINI) y a graves problemas de cohesión social de sus
sociedades, así como de legitimidad de sus poderes políticos.
La
posición liberal sobre la justicia de admitir la desigualdad social
siempre que ésta lleve aparejada una mejora de los sectores más
desfavorecidos puede dar lugar a una desigualdad creciente y muy amplia,
en la que las ganancias adicionales recaigan desproporcionadamente
sobre los ricos, y siempre que se produzca alguna ganancia, aunque sea
muy modesta, en la renta de los pobres.
Esa dinámica es la
habitual en las grandes etapas de crecimiento económico bajo el
capitalismo, evidente en el largo proceso de la posguerra mundial, con
altas tasas de crecimiento hasta finales de los años sesenta, así como,
en menor medida, la de las dos décadas anteriores a la actual crisis,
los años noventa y dos mil. En esos periodos, el conjunto de la
sociedad, incluido los sectores pobres, han mejorado su situación
económico-social, respecto de las generaciones anteriores. Se cumple ese
criterio de mejora de los desfavorecidos, y a ojos de determinados
sectores sociales la problemática de la desigualdad y la pobreza es
menor. Pero ese principio hace abstracción de las distancias y brechas
sociales que se producen entre las distintas capas sociales, es decir,
la evolución de la desigualad social. Así, ante la abundancia y el
crecimiento de la tarta a repartir siempre se deja algo para los pobres,
que mejoran respecto a su situación anterior, mientras la distribución
principal y cada vez más acumulativa y distanciada respecto de las capas
bajas, se realiza en la cúpula económica y, parcialmente, entre las
clases medias ascendentes. Esa justificación hacía que en la etapa
anterior de crecimiento económico, al mejorar la situación de las
personas pobres, la desigualdad se pudiese ver como un mal menor y
transitorio justificable.
La situación ha cambiado con la amplia
percepción popular en Europa y Estados Unidos del aumento
desproporcionado de las riquezas (a veces, fraudulento) en los polos
superiores de la estructura social y política. Se producen más
distancias entre los aventajados y los no aventajados. Es la idea clave
de la desigualdad social, como comparación de la situación ‘relativa’
entre las distintas capas y no tanto como empeoramiento respecto a la
situación anterior de cada cual.
Además, con la actual crisis,
amplios sectores sociales, incluidas capas medias, han visto descender
sus condiciones de vida y sus derechos sociales y laborales, y rebajar
su estatus, con menos inclusión y participación democrática y con
deterioro de su capacidad de influencia en la representación política y
las grandes instituciones. Todo ello agrava la situación de desamparo,
la conciencia ciudadana de injusticia y la deslegitimación social de los
grandes poderes económicos y políticos.
Por otra parte,
siguiendo con Milanovic, el lugar de nacimiento explica más del 60% de
la variabilidad en las rentas globales. Los niveles de renta de los
distintos países son tremendamente diferentes y constituyen el principal
factor para explicar la desigualdad global. Su ciudadanía y el nivel de
renta de sus padres explican por sí solos más del 80% de los ingresos
de una persona. El restante 20% se debe, por tanto, a otros factores
sobre los que el individuo no tiene control (género, raza, edad, suerte)
y a factores que sí puede controlar (esfuerzo o trabajo duro).
Esta
explicación de la renta personal deja bien claro que la porción debida
al esfuerzo es muy pequeña respecto a la posición en la renta global
(tiene mayor impacto respecto a la posición dentro del propio país). Así
que los esfuerzos personales, la buena actuación económica del propio
país y la emigración son las tres maneras en que las personas pueden
mejorar su posición en la renta global. Esta mención demuestra el poco
peso que tiene en la distribución a escala global los derechos básicos
así como los incentivos directos derivados de la meritocracia o los
esfuerzos personales. No es de extrañar la amplia percepción, incluso en
EEUU y Europa, de una grave situación de injusticia, condicionada en su
expresión, entre otras cosas, por la profunda fragmentación social, la
gran diversidad cultural y de los procesos de legitimación política, los
distintos itinerarios por países y las dificultades de la solidaridad a
nivel mundial o en ámbitos regionales, como el europeo.
Milanovic
también habla de una desigualdad ‘mala’ y una desigualdad ‘buena’. Se
refiere a que la igualdad no es un valor absoluto, siempre por encima de
todo, en particular respecto de la ‘eficiencia’, como motor para
ampliar la riqueza y, por tanto, para mejorar las condiciones de vida de
la gente. El igualitarismo económico extremo no permite ‘incentivar’
suficientemente el esfuerzo y la inversión productiva. Este autor
considera que el modelo soviético fracasó en esa tarea de incrementar la
capacidad productiva y de bienes para asegurar el desarrollo económico y
social de su población.
Por tanto, para impedir la profunda
desigualdad global de este sistema, estamos ante la necesidad de un
nuevo equilibrio entre igualdad y desarrollo económico, entre la
capacidad democrática de la sociedad con una regulación económica con la
finalidad de asegurar interés general (o el bien común), incluido un
fuerte sector público y la sostenibilidad medioambiental, y la libertad
de los agentes económicos para producir y conseguir sus expectativas de
beneficios privados. Dicho de otra forma, entre la libertad de los
mercados y la regulación de los estados (u organismos internacionales),
basada en una ética de la justicia social global y en los derechos
sociales y democráticos de la ciudadanía.
La clásica cuestión
social, la desigualdad socioeconómica y la diferenciación de capas
sociales, cobra nueva importancia. No valen los mismos esquemas
interpretativos rígidos del pasado sobre las clases sociales, y aparecen
distintas formas y articulaciones tanto en la diferenciación de capas
sociales como en la conformación de nueva subjetividad de subordinación y
de expresión pública de descontento respecto de los poderosos. Se han
ido generando fuertes brechas sociales que ponen en riesgo la cohesión
social y la legitimidad de las instituciones políticas, que pueden dar
soporte a una mayor conciencia social de la existencia de minorías o
élites, arriba, y mayorías sociales o capas populares, abajo, por
supuesto, con sectores intermedios. Ello permite, desde la justicia
social, generar nuevas demandas y sujetos colectivos progresistas y
promover un cambio social más igualitario y justo.
Así, en voz
de Stiglitz: En vez de corregir los fallos del mercado, el sistema
político los estaba potenciando…aunque puede que intervengan fuerzas
económicas subyacentes, la política ha condicionado el mercado, y lo ha
condicionado de forma que favorezca a los de arriba a expensas de los
demás… La élite económica ha presionado para lograr un marco que le
beneficia, a expensas de los demás, pero se trata de un sistema
económico que no es eficiente ni justo.
Esa percepción crítica,
entre sectores amplios y más indignados, se extiende a los principales
ejes del sistema económico y político, cuestionando la actual dinámica y
exigiendo un cambio de rumbo que se puede resumir en dos ideas básicas:
menor desigualdad social, mayor regulación de los mercados y
suficientes derechos sociales, y mejor democracia junto con mayor
participación cívica, libertad y no-dominación.