La desaparición del euro tendría unos costes enormes para todos los países que forman parte de la eurozona. Costes económicos, comerciales y financieros; también, costes políticos asociados al fracaso de un proyecto ambicioso. Por eso es tan difícil que la explosión de la eurozona se produzca, incluso considerando la posibilidad de que su desaparición se haga de forma ordenada y pactada entre los socios.
Otra cosa, algo más probable que la anterior, es el desenganche de algunos socios del sur de la eurozona. La salida de Grecia sería un problema difícil de superar, especialmente en el plano político, pero en ningún caso comparable a las consecuencias que tendría la salida de España o, no digamos, de Italia. Por eso es tan improbable que cualquiera de esos abandonos ocurra, aunque se hayan barajado de forma irresponsable por autoridades alemanas y comunitarias.
Continuar en el euro, con las actuales instituciones y la estrategia de austeridad impuesta, implica también grandes costes para los países del Sur y para la mayoría de sus ciudadanos. Los líderes europeos están construyendo una Europa insufrible para los países periféricos. Por no funcionar no funcionan ni las ventajas que se suponen a una Unión Monetaria. Las diferencias en las tasas de interés se han multiplicado, los mercados financieros y el crédito bancario están segmentados y la financiación no fluye entre los Estados miembros. Si la eurozona sólo ofrece empobrecimiento y desesperanza a una parte de los Estados miembros y a las clases trabajadoras será muy difícil que los países del Sur mantengan su decisión de permanecer en el euro.
Ahora bien, conocidas las devastadoras consecuencias para los países periféricos de su permanencia en la eurozona en las actuales condiciones, convendría reconocer que la salida del euro tampoco supone beneficios claros ni implica necesariamente costes menores.
Además del inevitable coste asociado a la reintroducción de una nueva moneda, que no sería el de mayor impacto, la salida del euro perjudicaría en varios aspectos a los países que optaran por ella.
En primer lugar, la devaluación de la nueva moneda en relación al euro implicaría ventajas a la hora de exportar, pero también encarecimiento de las importaciones. Cuanto más reducido fuese el tamaño del sector industrial de los países que abandonaran el euro y mayor dependencia mostraran respecto a la imprescindible importación de productos manufactureros, más repercusiones negativas tendría la devaluación en el encarecimiento de los bienes importados. El resultado final de ese doble impacto sobre exportaciones e importaciones en el saldo por cuenta corriente resulta difícil de prever. En todo caso, el proceso de reindustrialización y modernización de la oferta productiva seguiría estando, como hasta ahora, en la agenda de las políticas y los objetivos prioritarios de los países que decidieran abandonar el euro.
En segundo lugar, dada la muy importante cuantía de la deuda externa de España (casi 1,8 billones de euros, que fundamentalmente deben los agentes económicos privados) y de la deuda externa neta (cerca del billón de euros, es decir una cifra próxima al PIB que genera anualmente la economía española), sería obligada la negociación de un largo periodo de mora en el pago de la deuda y, con toda probabilidad, una quita importante sobre su monto total, independientemente de su origen o legitimidad. Habría que negociar todas esas cuestiones, ya que decidirlas unilateralmente supondría un aislamiento y represalias difíciles de encajar.
En tercer lugar, el sentimiento de fracaso social y nacional, el abandono de las ilusiones de modernización que se suponían asociadas a la incorporación al proyecto de unidad europea y la responsabilidad de los representantes políticos y las instituciones del Estado en ese fracaso multiplicarían las incertidumbres, acrecentarían hasta niveles insospechados la inestabilidad política y social y podrían llegar a afectar de forma imprevisible a la ya frágil cohesión social y política que hoy existe.
Tampoco saldrían indemnes los países que se mantuvieran en la eurozona. Tendrían que afrontar la revaluación del euro, como consecuencia de la salida de economías más frágiles y menos saneadas, y la previsible pérdida de exportaciones hacia los países que abandonaran el euro. Deberían asumir las pérdidas de sus activos exteriores, es decir la pérdida de parte de sus actuales derechos de cobro, ya que los deudores públicos y privados no podrían pagar. En el mejor de los casos, tendrían que aplazar el cobro de una parte significativa de los créditos concedidos; en el peor, parte de esos créditos se transformaría en incobrables. También tendrían que arrostrar los costes políticos derivados del fracaso de la incorporación al proyecto europeo de los países que abandonaran el euro y los costes económicos asociados a una eurozona menguante.
¿Hay argumentos bastantes para plantear de forma inmediata la salida del euro? En mi opinión, no. ¿Hay razones suficientes para defender incondicionalmente la permanencia en la eurozona, independientemente de las políticas que se apliquen? En mi opinión, tampoco.
Frente a los altos riesgos y costes que conllevan salir del euro o permanecer en la eurozona, sería más adecuado realizar una reflexión ponderada sobre los cambios que convendría promover para que la permanencia en la eurozona ofreciera oportunidades de desarrollo y bienestar a todos los socios y sobre los aspectos que habría que negociar para que la salida del euro, en caso de producirse, no ocasionara un desastre similar al que implicaría permanecer en las condiciones actuales.
Solo después de apurar las posibilidades de modificar el rumbo político y la estrategia de austeridad que han impuesto las instituciones y poderes que dominan la UE y de desvelar, mediante la movilización y el debate social, las insoportables consecuencias económicas y sociales del futuro de pobreza y paro que ofrecen, sería inteligente pronunciarse por una salida del euro que en ningún caso cabe considerar como una buena solución ni, menos aún, como una opción exenta de problemas y costes.