Hace unos días el ministro De Guindos, en un acceso de sinceridad y dramatismo, pidió implícitamente al BCE que actúe “contra las situaciones de irracionalidad en los mercados”. La declaración no pasó desapercibida y supone una novedad en una narrativa que se ha ido construyendo en las últimas décadas en los círculos conservadores. Por primera vez un líder de la derecha española reconoce que los mercados no son racionales, como sostiene la ortodoxia neoliberal. Resulta triste, no obstante, que haya sido la peor crisis de nuestra historia reciente la que haya hecho entender a los apologetas de la autorregulación que no es oro todo lo que reluce.
Los defensores del libre mercado hicieron descansar sus ideas en las ciencias sociales. Concretamente fue la Teoría de la Elección Racional la que dio sustento pseudocientífico a sus pretensiones desreguladoras. Algunos sociólogos y economistas de la segunda mitad del siglo XX consideraban que los seres humanos, cuando tratan de satisfacer sus intereses individuales, se comportan de forma racional. Maximizan sus beneficios y minimizan sus perdidas de modo que siempre escogen lo óptimo frente a lo que no lo es. Milton Friedman, apoyándose en Hayek, encontró sustento teórico en la Teoría de la Elección Racional para construir un ideario económico según el cual el mercado, como agregado de intereses individuales, se comporta de la manera más beneficiosa tanto para el individuo como para el colectivo. Lo mejor, por tanto, era evitar cualquier injerencia de los poderes públicos en unos mercados que no necesitaban de regulación alguna, ya que su propia racionalidad bastaba para hacerlos funcionar del mejor modo posible.
Pero la realidad es tozuda y desmintió la teoría. No solo los mercados no se autoregulan sino que dejarlos a su suerte es como soltar un león en una granja de pollos. Aquella racionalidad de la que alardeaba Friedman era en realidad avaricia. Y ya se sabe lo que dice el refranero popular sobre la avaricia. Los comportamientos guiados exclusivamente por el interés individual producen resultados nefastos a nivel colectivo, especialmente cuando los recursos son limitados. Por eso el egoísmo, elemento casi consustancial al ser humano, necesita de una regulación estricta y de medios coercitivos efectivos que obliguen a su cumplimiento. Y ahí es donde entra en juego el Estado, o cualquier otra estructura político-institucional que podamos imaginar, y su capacidad para elaborar leyes y hacerlas cumplir.
Los mercados son irracionales, si. Pero lo son ahora y lo eran cuando no había crisis, no teníamos problemas con el déficit y no estábamos pendientes de la dichosa prima de riesgo. Las burbujas económicas se producen precisamente cuando los actores de los mercados no encuentran límites normativos a su actividad. Pensar que los traders actúan de forma racional cuando especulan con bonos de deuda pública es, en el mejor de los casos, hacer teología. El inversor busca maximizar su beneficio, de eso no hay duda, pero no atiende a los riesgos de colapso de un sistema con unos recursos finitos. Ni mucho menos su presunta racionalidad da para prevenirse ante los efectos indeseables a nivel social de los mercados autoregulados: una suerte de selección natural económica, regida más por el instinto animal que por la razón, en la que los débiles son expulsados de un sistema que se cree paradisiaco. Solo creyendo que las crisis son necesarias y el sufrimiento humano inevitable se puede defender la presunta racionalidad de los mercados. Yo por mi parte no me resigno a aceptar ese ascetismo protestante que indica que solo a través del dolor, cuya máxima representación es la Pasión de Jesús, se alcanza la salvación. Evitar el sufrimiento humano no solo es posible. También es necesario.