Cuaderno de depresión: 6
Pactos asimétricos: El II Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva, y la política sindical
I
El anuncio de un nuevo acuerdo entre patronal y sindicatos mayoritarios se presenta como el preludio de una nueva reforma laboral. Para CC.OO. y UGT se plantea sobre todo como un medio para evitar una reforma radical de la legislación laboral. De mostrar que también a la patronal le conviene más una negociación realista que optar por una política unilateral de desmantelamiento de derechos. Que ellos, CC.OO. y UGT, son interlocutores serios que defienden derechos pero que también conocen los condicionantes de la economía y los problemas de la otra parte y están dispuestos a asumir la cuota de sacrificios necesaria.
El principal elemento positivo del pacto es el reconocimiento de que hay que mantener una negociación articulada, a escala nacional, autonómica o provincial y que los ajustes de cada empresa deben aplicarse mediante un procedimiento consensuado y con presencia sindical. Se trata de evitar una reforma que limitara la negociación al nivel de empresa y, por consiguiente, desmantelara gran parte de derechos laborales obtenidos en la negociación colectiva (por encima de la ley), ampliara al máximo las desigualdades salariales y creara espacios laborales sin ningún tipo de cobertura sindical. Si realmente se consigue mantener una negociación colectiva articulada y capaz de garantizar derechos comunes a amplios colectivos laborales, el acuerdo permitiría elevar una línea de defensa frente a los embates de la reforma laboral. Pondré un ejemplo que sirve para entender la importancia de la negociación colectiva sectorial: en diversos sectores de servicios (hostelería, limpieza, servicios sociales...) existen pactos estatales que incluyen la cláusula de subrogación. Se trata de una norma pensada para sectores en los que es frecuente que la empresa que gestiona el servicio cambie cada cierto tiempo (lo que suele suceder cuando las administraciones sacan a subasta un determinado servicio). Su aplicación obliga a la nueva empresa concesionaria a absorber en las mismas condiciones a los empleados de la antigua, lo que garantiza su estabilidad laboral. Esta es una de las muchas medidas que desaparecerían con una negociación limitada a la empresa.
Pero esta salvaguarda de derechos esenciales se ha conseguido a costa de incluir un buen paquete de las exigencias de la patronal: aceptación de la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, introducción de cláusulas forzosas de flexibilidad temporal, funcional y salarial, mayor facilidad a las medidas de descuelgue. Sobre el papel, el acuerdo introduce mecanismos de cautela y negociación para la aplicación de estas medidas, pero la débil implantación sindical en muchas pequeñas y medianas empresas y la ausencia de limitaciones claras a la aplicación de estas políticas hace temer que el acuerdo facilite una mayor dispersión de condiciones de trabajo, una mayor discrecionalidad laboral y, en suma, un aumento de las desigualdades.
II
Cualquier acuerdo es siempre discutible. Los líderes sindicales pueden argumentar que su opción es el resultado de una lectura atenta de la correlación real de fuerzas, que han sacrificado piezas en aras a un objetivo superior, que realmente hay avances en algunos campos... Y es cierto que muchas veces les llegan críticas de gente que nunca está en la pelea y el trabajo cotidiano, que no parten de una evaluación realista de lo que se puede hacer. Pero creo que el actual acuerdo incluye demasiadas cosas discutibles que merecen cuando menos una seria reflexión sindical.
La primera cuestión discutible es el análisis económico que sustenta el documento y que justifica sobre todo la aceptación de una nueva caída de los salarios reales. Una justificación que contradice anteriores documentos sindicales en los que se consideraba, adecuadamente, que un aumento salarial constituía un buen elemento para dinamizar la demanda y evitar más destrucción de empleo. El análisis que introduce el documento es una mera plasmación de la lógica de la deflación competitiva. Se basa en suma en fiar el relanzamiento económico en el aumento de las exportaciones basándose en la moderación de salarios. Es la política que llevan años predicando muchos economistas liberales. Es una política que deprime la economía global y no garantiza buenos resultados. El éxito exportador de un país descansa en la derrota de otros (la competencia comercial tiene más de guerra o de competición deportiva con unos pocos ganadores que de desarrollo económico armónico). Pero si todos aplican la misma política de potenciar las exportaciones (sea bajando salarios o devaluando) el resultado final puede ser una caída de la demanda global y un empeoramiento para todos. En el caso español, la reducción de salarios no parece que sea una gran medida para potenciar las exportaciones debido al tipo de especialización productiva de las empresas españolas y al hecho de que nuestra moneda sea el euro. De hecho, el documento aboga por una reducción también de las rentas del capital con objeto de moderar los precios, pero no introduce ninguna medida explícita para traducirla en la práctica. A ello me refiero cuando hablo de asimetría: los acuerdos sociales en la práctica sólo atan realmente a los asalariados, mientras que el poder empresarial queda intacto. No hay ninguna garantía de que el aumento de beneficios que garantiza la moderación salarial se traduzca en empleo, en inversiones, ni en caída de precios. Es, en suma, un sacrificio donde sólo se espera buena voluntad de la contraparte.
Una segunda cuestión preocupante es el aumento de las desigualdades que puede propiciar la política que se deriva de estos acuerdos. En una economía y un mercado laboral ya de por sí caracterizado por un nivel indecente de desigualdades. En parte reflejo de toda nuestra historia pasada y de la propia incapacidad de nuestro modelo de negociación colectiva para reducirlas. En los últimos años hemos asistido a un crecimiento de las mismas mediante políticas empresariales de externalización (que permiten aplicar convenios colectivos de nivel inferior) y de incentivación personal, y sacando de convenio a los niveles superiores de la jerarquía laboral. Un acuerdo de sacrificios solidarios creíble debería incluir indefectiblemente mecanismos de reducción de las desigualdades, protegiendo y elevando la posición social de los peor situados, y limitando las rentas de los más favorecidos o privilegiados. Debería acotar las rentas de quienes están fuera de convenio, cuando no limitar la propagación de esta figura. Nada de ello hay en el acuerdo, especialmente en lo que se refiere a política de rentas. Por un lado porque los privilegios fuera de convenio, la no acotación de las rentas superiores, forma parte de las prerrogativas capitalistas que los sindicatos han dejado de impugnar en serio. De otra, porque hace tiempo que el sindicalismo español (el mayoritario y también el radical que limita su campo de acción a la lucha en unas pocas grandes empresas) ha dejado de reflexionar y plantear una verdadera lucha en pro de la reducción de las desigualdades salariales. Y en un contexto en el que se congela el salario mínimo y se exigen sacrificios, esta ausencia de planteamiento es simplemente una omisión inaceptable.
En tercer lugar, el acuerdo sacraliza la flexibilidad, como un mero ajuste a las necesidades o imperativos de la empresa. Es cierto que la vida real, fuera y dentro del trabajo mercantil, nos exige mucha capacidad de adaptación. Y que los ajustes de las empresas no obedecen solo a una obcecada búsqueda del beneficio o a un mero capricho patronal. Pero es también cierto que la flexibilidad tiene serios impactos negativos sobre las condiciones de vida de las clases trabajadoras, sobre personas individuales. Y que en la prosecución de una “economía flexible” hay mucho de injusticia, despilfarro e ineficiencia social. La asunción acrítica de la flexibilidad por parte sindical es endémica y con ello lo único que se ha conseguido es dejar de discutirle al capital su hegemonía social. Por no perder de vista el impacto negativo de la proliferación del empleo a tiempo parcial, a menudo una forma de camuflar el subempleo y de perpetuar las desigualdades de género. Tampoco en este acuerdo se vislumbra ninguna novedad sustancial, más bien la apertura de nuevas prerrogativas patronales. Por poner un ejemplo, cualquier política de fijación de salarios en función de resultados sólo tiene posibilidades de seriedad si los representantes de los trabajadores tienen acceso y control de los mecanismos de evaluación contable de las empresas. En suma, si consiguen avanzar en el control de la misma, en fijar los criterios de evaluación y de revisión salarial.
III
Más allá de los resultados tangibles, de las concesiones más o menos acertadas, hay una cuestión de fondo que atraviesa la debilidad social que padece el movimiento sindical, al menos en Europa (y que se expresa con crudeza en muchas encuestas de opinión). Para mí el hecho relevante es que los sindicatos llevan tiempo instalados en la política de “evitar lo peor”, de la que este acuerdo (y otros mucho peores firmados en otros países, como el reciente caso de la UGT portuguesa) es un ejemplo. Es posible que realmente muchos de estos acuerdos hayan servido para ese objetivo. Pero es dudoso que con ello consigan desarrollar una elevada penetración social. Ningún movimiento social se desarrolla bajo esta clave meramente defensiva, conformista, de que nada puede hacerse excepto evitar mayores males. Una aceptación que, directa o indirectamente, es percibida por la sociedad como la inexistencia de alternativas a la lógica del poder capitalista.
Un movimiento social vivo exige objetivos alternativos, propuestas que impacten en el discurso cultural del oponente, que generen debate y hegemonía social. Exige crear cohesión y valores en el propio grupo. Nada de esto se encuentra en la ausencia de discusión de fondo de las lógicas de acumulación del capital. A diferencia de lo que hace siempre la patronal, planteando sus propias demandas o apoyándose en las opiniones de los thing tanks que ella misma financia. Es cierto que en algunos casos la acción sindical evita lo peor. Pero también que ha sido incapaz de desarrollar políticas que moderen, alteren, reduzcan el cúmulo de desigualdades, de desastres sociales y de irracionalidad generados por el capitalismo neoliberal. Tampoco se ha preocupado mucho de contar con fuentes de opinión alternativa que den argumentos a favor de demandas de mayor calado. En un momento en que la crisis muestra la incapacidad del modelo para desarrollar respuestas satisfactorias a las necesidades sociales mayoritarias, limitarse a la política del “evitar lo peor”, como se hace en el pacto comentado, sólo sirve para reforzar la sensación de desamparo en la que vive una inmensa mayoría de población trabajadora. La adaptación acrítica a lo real forma parte de la política de sumisión social. Y lo que el momento exige es amplitud de miras transformadoras.
La política económica de los serios
I
Mariano Rajoy no se cansó de tildar al anterior Gobierno de insensato, reclamando una política económica seria. Su derrotado oponente también apeló a la seriedad y el compromiso para aceptar el giro económico que consiguió descalabrar a su partido. Merkel y Sarkozy exigen seriedad a sus aliados. Y no digamos las ideas que emanan de los informes de instituciones serias como el Banco Central Europeo o el Fondo Monetario Internacional.
La seriedad se traduce en dos únicas cuestiones: ajustes del presupuesto público y reformas estructurales (laborales y privatizadoras, por supuesto). Por ello, cuando Rajoy ha llegado a la Moncloa no ha dudado en aplicar una drástica línea de ajuste fiscal en forma de aumento de impuestos y tasas, y recortes presupuestarios. Y en anunciar una serie de reformas iniciada con la ley de Estabilidad, que no es más que una forma de institucionalizar el ajuste fiscal perpetuo.
Cabe señalar que en este caso que sí ha habido una sorpresa en la política del Gobierno en forma de aumento del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. Algo que violenta su programa electoral pero que era de alguna forma obligado. Si todo el ajuste se aplicaba al Gasto el descalabro social sería insoportable. En todo caso muchos esperábamos que el aumento de impuestos se aplicara a través del IVA, puesto que los tipos impositivos españoles están por debajo de la mayoría de países europeos. Si el aumento se ha aplicado al IRPF seguramente es porque se han tenido en cuenta dos cuestiones. La primera es que los aumentos del IVA se transmiten a los precios y con ello a la inflación (de hecho parte de la inflación diferencial de España se explica por el aumento de los impuestos especiales al tabaco y al alcohol aplicados en años recientes), y ya se sabe que la inflación es el otro tema tabú de la seriedad neoliberal. La segunda es una cuestión de marketing político: como el IRPF es un impuesto con tipos progresivos, aumentarlo permite presentar el ajuste como socialmente justo. Sería cierto si no supiéramos que las rentas del capital siguen tratadas con mucha más benevolencia que las del trabajo, si no existieran los mil y un mecanismos para desgravarse impuestos que tienen los ricos, si el control de las rentas fuera efectivo para todas ellas. Pero sabemos que el IRPF es sustancialmente un impuesto sobre las rentas salariales y que por tanto, en ausencia de otras medidas, va a ser sobre los asalariados sobre los que va a recaer el aumento de la carga fiscal. Y sabemos también que la regresividad social de este nuevo plan de ajuste se encuentra en otras muchas de las medidas, empezando por la congelación del Salario Mínimo Interprofesional y el IPREM, los dos elementos que tienen más influencia sobre las rentas más bajas, y continuando por la caída real de las pensiones y los ajustes presupuestarios... Lejos de lo que proclama el gobierno, el ajuste no es un sacrificio compartido, sino un nuevo ataque a las condiciones de vida de los asalariados en general y de los asalariados pobres y parados en particular.
II
Pero lo que explica que este ataque directo a las condiciones de vida de la mayoría de la población no provoque un rechazo radical de la misma, ni genere una amplia respuesta de resistencia, es que se presenta dentro del discurso de la seriedad y el rigor. Un discurso que se genera en los diferentes niveles institucionales en los que hoy se produce la política económica (organismos supranacionales, Unión Europea, gobiernos, centros de opinión económica). En todos se genera un discurso único en el que se combinan lo inevitable —hemos gastado por encima de nuestras posibilidades, el endeudamiento excesivo no es tolerable, los mercados imponen el ajuste— con lo épico —el sacrificio nos permitirá salir del mal paso—. Un discurso que se legitima con un aparente aparato técnico.
El problema de este discurso es doble. De una parte resulta evidente que los acreedores nos fuerzan al ajuste. Pero no está claro cómo el mismo va a permitir solventar los problemas en el largo plazo. De entrada los ajustes agravan los problemas al añadir nuevos parados (como muestra la nueva entrega de la EPA) y recortar las rentas de mucha gente. Con menos renta no está claro cómo salir del endeudamiento. Y nadie explica qué fuerzas van a impulsar una recuperación vigorosa en el futuro con salarios a la baja (que representan cuando menos 2/3 de la demanda global). De otra, nadie explica qué transformaciones productivas van a permitir cambiar la situación en el futuro. Muchos de los países con más problemas han llegado a ellos básicamente por una senda de especialización productiva que se ha mostrado insostenible. Es el caso español, donde el hiperdesarrollo de la actividad constructora fue la otra cara de una fuerte dependencia exterior en materias primas y productos industriales. Sin alterar esta estructura productiva no hay forma de eludir los problemas macroeconómicos del país (y seguramente ésta es también la situación en muchos de los países con mayores dificultades). Además de todo esto, los ajustes actuales ignoran por completo los problemas cada vez más acuciantes que plantea la crisis ecológica (energía, calentamiento, y problemas agrícolas, agua, etc.) y que exigen cambios importantes en las formas de vida. Cambios que deben ser cuidadosamente organizados y orientados si se quiere evitar un desastre social. Ninguna de las “políticas serias” plantea respuestas en ninguno de estos sectores. Simplemente confían en la magia de la iniciativa privada que una vez liberada de la crisis fiscal y de las trabas responderá, se supone, con nuevas iniciativas que traerán el bienestar. Como si el desastre financiero, las burbujas inmobiliarias y la depredación del planeta no fueran, precisamente, el resultado de las iniciativas privadas que el neoliberalismo alentó.
Hay que insistir. Nuestros responsables políticos y económicos no tienen ningún plan claro de salida de la crisis. Abogan por el ajuste por la presión de los acreedores (que ellos mismos han contribuido a reforzar) y por sus propios tics ideológicos, pero no cuentan con ningún modelo creíble que explique una ruta transitable hacia el bienestar. Nos piden sacrificios por nada y en cambio no nos preparan ante los desafíos de la crisis ecológica. Su seriedad es la de los histriones de los malos teatros, no la de unos líderes responsables.
III
Mientras la población esté sometida al síndrome de “es la única vía posible” o “no hay otra alternativa”, los responsables de las políticas de ajuste seguirán apareciendo como políticos responsables o, cuando menos, inevitables. Y la hegemonía de las ideas dominantes se sostendrá sobre la base de la conformidad, el fatalismo y la sensación de impotencia de la mayoría de la población. Por ello es tan necesario que quienes queremos transformar la situación seamos capaces de elaborar otra propuesta de ruta alternativa. No sólo basada en denunciar el papel de los intereses dominantes sino sustentada en una valoración realista de la situación y orientada a promover otra ruta de evolución social. Reconocer que efectivamente esta sociedad requiere un ajuste y una reorientación hacia un modelo productivo más sostenible: un ajuste que requiere tanto de cambios importantes en las formas de vida y en la distribución de la renta como en las instituciones que regulan la vida económica; un ajuste que se centre en eliminar privilegios y despilfarros intolerables y en cubrir necesidades básicas, en promover un modelo social cooperativo, y en recomponer el peso de la acción pública y la democracia.
No es tarea ni sencilla ni inmediata. Cualquiera de nosotros que trate de plantear en su entorno una alternativa percibirá lo arraigado de las viejas ideas. No sólo entre los principales beneficiarios del actual orden social, sino también en muchos de los que lo sufren. Pero reconstruir una hoja de ruta alternativa es hoy tan urgente como tratar de movilizar a la sociedad contra cada una de las dentelladas que propinan estos políticos, técnicos y empresarios con ínfulas de seriedad.
De aviones, barcos, casinos, nucleares y otros divertimentos
La crisis de Spanair, el más reciente fracaso industrial del país, poco tiene de novedad. En anteriores “Cuaderno de crisis” ya tuve ocasión de analizar los casos de Air Madrid y Marsans, y el patrón de comportamiento, la irresponsabilidad de los directivos que han sido incluso incapaces de gestionar una muerte digna a una empresa fallida sólo añade un nuevo episodio a una historia harto conocida. La historia de las empresas aeronáuticas está llena de sucesos de este tipo como para considerar Spanair como un caso particular.
Que cuando se produce el desastre el colapso sea la respuesta habitual tampoco debería de extrañarnos. Las grandes empresas incluyen habitualmente en su publicidad su compromiso de responsabilidad social, su labor en pro del bienestar general, su experiencia en la actividad que desarrollan, su garantía de seguridad. Pero abundan los casos recientes que muestran que en la práctica ocurre todo lo contrario. Que el funcionamiento normal de muchas empresas no contempla una verdadera estrategia de crisis, que si las cosas funcionan bien no es porque todo este previsto sino porque los incidentes, por fortuna, son menos poderosos que las rutinas. Que en la planificación de las actividades empresariales no se contemplan los impactos sociales de sus malas prácticas. Y que los Gobiernos que en teoría nos protegen sólo reaccionan cuando el desastre es imprescindible.
Todo esto lo hemos visto este último año en desastres tan diversos como la central nuclear de Fukushima, donde una de las mayores empresas eléctricas del mundo y uno del los Gobiernos más poderosos han rivalizado en errores, desinformación, descontrol y actitud dolosa, amplificando el impacto de la fusión del núcleo del reactor. La valiosa información que cotidianamente recopila la red Tanquem les nuclears constituye una valiosa documentación para ver hasta que punto la imprevisión y la ignorancia forman parte de una industria que se encuentra entre las actividades más peligrosas, y al mismo tiempo tecnificadas, del planeta. El mismo modelo que se repite en crisis como la de los implantes de silicona de la empresa francesa PIP, el tragicómico hundimiento del crucero Costa Concordia y el cierre abrupto de líneas aéreas con miles de afectados “colaterales”.
Todo esto por desgracia ya lo sabemos, y lo padecemos cada dos por tres. Lo que hace particular el caso de Spanair no es la forma como ha tenido lugar el cierre sino la implicación del sector público en la financiación empresarial. Spanair era una compañía en crisis desde hacia tiempo, desde que sus antiguos propietarios (la aerolínea nórdica SAS y el quebrado grupo Marsans) decidieron que la empresa no daba para más, desde que tuvo lugar el accidente de Madrid que aumentaba las sombras de una mala gestión en una compañía que era prolija en retrasos y mal servicio. Lo novedoso fue que, en lugar de propiciar un cierre ordenado, el gobierno catalán —y ahí ha funcionado un amplio consenso entre las principales fuerzas políticas parlamentarias— optara por una inversión generosa, aproximadamente 140 millones de Euros. La justificación fue que contar con una línea de bandera permitiría convertir el aeropuerto del Prat en un punto de enlace (“hub”) intercontinental. Una cuestión que hace tiempo forma parte de las demandas de la elite económica local.
El uso masivo de dinero público para el desarrollo de un particular proyecto privado siúa el caso Spanair en otra familia de desastres de las políticas neoliberales. La de enormes inversiones públicas en proyectos específicos bajo el argumento de que se trataba de actividades estratégicas para la región. Como ha sido el caso de una buena parte de las inversiones en partes temáticos de ocio, en grandes eventos deportivos o en proyectos empresariales discutibles. Spanair se emparenta con Port Aventura, Terra Mítica, la Formula 1, el Fòrum de les Cultures, la refinería Balboa. Reflejan en parte la mitomanía de las elites locales, su visión de ridícula grandeur. Reflejan también los problemas de definir las políticas de impulso económico en la era de la globalización. Donde a los Estados se les pide que actúen como comparsas de proyectos privados y acaban atrapados en la dinámica de invertir grandes sumas en proyectos que se presumen de impacto global. Un espacio abonado al despilfarro, a la malversación de dinero público y a que unos pocos espabilados consigan parte del botín. Es parte de un modelo que por una parte niega a los estados el desarrollo de políticas industriales de largo plazo y por otra les exige que desarrollen una visión estratégica frente a la globalización.
Lejos de generar una revisión profunda de las perversiones de estas políticas, de sus fracasos manifiestos, los políticos parecen más interesados en detectar el nuevo gran proyecto estratégico. Algo parecido a los jugadores compulsivos que, tras un fiasco importante, tratan de reunir fondos para volver a la partida. La misma semana que se ha conocido el crac de Spanair, nos hemos enterado que el Conseller d’Economía de la Generalitat, Andreu Mas Colell, se había desplazado a las Vegas para tratar de obtener la implantación de un macrocasino en nuestra comunidad. Un proyecto en el que, al igual que en la liga de fútbol, competimos con Madrid. Son incorregibles. Y después nos piden sacrificios y responsabilidad.
29/1/2012